Seguir el péndulo. A propósito de Saber Desconocer. 43 Salón (Inter) Nacional de Artistas, Medellín 2013

El 43 Salón (Inter) Nacional de Artistas Saber Desconocer que tuvo lugar en Medellín en el año 2013 se caracterizó por moverse, como un péndulo, entre distintos extremos, en un movimiento de ida y vuelta, de afirmación y contradicción. Un péndulo que oscilaba, yendo y viniendo, entre lo que se denominó “saber” y “desconocer”, entre “nacional” e “internacional”, entre “Argentina” y “Brasil”, entre “aquí” y “allí”.

Este artículo[1] hace parte de la publicación: Historias Emergentes IV, Maestría de Estudios Artísticos, ASAB – Universidad Distrital (por publicar, 2015). Se agradece a los editores la autorización para publicarla en Esfera Pública.

 

En buena medida, esa oscilación pendular entre lo positivo y lo negativo, entre el aquí y el allá, entre el recto y el revés, puede verse también como un símbolo pleno de la labor de los Maestros de América. La continua percepción entre la herencia europea y la construcción o síntesis autóctona, nunca acotada a sólo uno de los márgenes del Atlántico, siempre está presente en un Henríquez Ureña, un Reyes, un Romero, un Ortiz, un Picón Salas. Como lo manifiesta Reyes, el esfuerzo mismo de superar el confinamiento en la frontera hace que el habitante del borde tenga que acercarse al centro, para luego volverse a alejar, dando lugar así a una experiencia doble, a un verdadero vaivén cognoscitivo que los habitantes.

Fernando Zalamea, “Los bordes y el péndulo”, p. 219[2]

 

El 43 Salón (Inter) Nacional de Artistas Saber Desconocer que tuvo lugar en Medellín en el año 2013 se caracterizó por moverse, como un péndulo, entre distintos extremos, en un movimiento de ida y vuelta, de afirmación y contradicción. Un péndulo que oscilaba, yendo y viniendo, entre lo que se denominó “saber” y “desconocer”, entre “nacional” e “internacional”, entre “Argentina” y “Brasil”, entre “aquí” y “allí”. Más que en los polos, esos puntos extremos que podemos llamar con un nombre y que sin duda son las marcas que nos ubican, lo que interesa resaltar es ese vaivén, ese tránsito que recorre un punto ya recorrido pero en dirección contraria, esa voluntad que se contradice, que apunta en un momento en un sentido, pero luego duda y se devuelve, y que luego de llegar a un punto máximo toma fuerza una vez más en el sentido contrario.

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La historia de los Salones Nacionales es la historia de una discusión.

Los Salones Nacionales se han numerado juiciosamente desde el 1 de 1940 hasta el 43 de 2013. En algo que se considera un milagro para esta nación colombiana, esos números no ha parado aún de correr, y siempre a un número ha seguido el siguiente. Eso sí, no siempre con la misma periodicidad, y en un par de veces con pausas preocupantes. Constituiría un reto interesante dibujar la geometría[3] (o debería decir mejor, la dinámica) de la serie, ya que si de algo estamos seguros es de que no se trata de una línea recta ni de un camino seguro hacia adelante.

Quizás no se trate de un estricto péndulo plano, pero tengo la idea de que al menos visto localmente (es decir, en cortos periodos de tiempo) no está mal pensarlo como un péndulo clásico. Al menos estoy seguro de así puede describirse lo sucedido en estos últimos ejemplares: El Salón 42 tuvo lugar como reacción al 41, cuando en Cali uno de los varios equipos curatoriales de los salones regionales que se sintieron mal tratados, el colectivo Maldeojo, fue invitado a convertir su crítica en una propuesta para el Salón siguiente. El 43 puede verse a su vez como una reacción al 42, donde las críticas por la dificultad de ver las obras en un único lugar por lo extendido en el espacio y el tiempo en la propuesta caribe del 2011 (y por su desestabilización de la noción misma de obra), el equipo curatorial del 2013 presentó una gran exhibición de obras simultáneas[4].

Y visto desde más lejos, los salones del siglo XXI pueden entenderse como una reacción a los salones del siglo XX; donde la idea del salón heterogéneo con convocatoria y jurado ha venido siendo reemplazada por un salón tipo bienal, con curadores y sin premios[5]. Y en medio de este tránsito, desde finales de los años 70, la discusión a propósito de la presencia de lo regional en lo nacional devino institucionalmente en la creación de los Salones Regionales, y en las distintas modalidades que se han propuesto para configurarlos y para establecer su relación con el Salón Nacional.

El salón, desde que se concibe en Francia y desde que se implementa en Colombia durante el ministerio de educación de Jorge Eliecer Gaitán en 1940, se presenta como un espacio para la exposición y el enfrentamiento[6]. Las obras y los artistas se exhiben y quedan expuestas tanto a la mirada (y la escucha, el recorrido, la apropiación o el uso, o tantas otras formas de experimentar una obra) como a la crítica y la evaluación.

Hasta hace muy poco el Salón tenía jurados, y por un buen tiempo, buena parte de la discusión pública tuvo que ver con la elección del premio.[7] Hoy la provocación es por un lado distinto, y son tanto los responsables de la curaduría como la institucionalidad misma del Salón (desde quien dirige el área de artes del Ministerio de Cultura hasta la ministra misma) los que son obligados a argumentar y justificar sus decisiones.

Es muy interesante ver cómo la crítica más importante al Salón tiene lugar dentro del Salón mismo, en la forma como un Salón responde a otro Salón. El Salón es el evento (y la institución de arte colombiano) de la que más se ha escrito: fuera de críticas puntuales hay catálogos, libros y artículos concienzudos revisando su trayecto[8]. Hoy, la importancia de la prensa escrita en otros tiempos es reemplazada por el uso de Internet, ya sea de los textos publicados en Esfera Pública (y su posterior discusión) como de otros blogs, o las respuestas institucionales en los portales propios. Allí podemos ver cómo los distintos agentes: artistas, curadores, críticos, historiadores, gestores, espectadores, estudiantes, en la medida en que siguen las cuentas de la serie de los Salones se introducen en esta larga conversación. Y con el paso del tiempo cada vez es mayor la dimensión institucional, no sólo por el peso de la tradición, sino por el cada vez más fino entramado de políticas, cruzado con evaluaciones, informes, discusiones, y todo tipo de mecanismos institucionales para justificar la siguiente movida[9]. A pesar de todo eso, sorprende y alegra la capacidad del Salón mismo para reinventarse cada vez tan distinto, empujado por la potencia de las fuerzas enfrentadas en direcciones opuestas, cada una a su vez, creando dinámica en lugar de estancamiento.

El Salón 43 puede verse como un cierto paso medio en una dirección decidida hacia la creación de una exposición internacional curada, algo que en muchos países tiene el nombre de bienal. Con clara dirección curatorial por parte de Mariángela Méndez, exhibiciones autoriales por parte de la argentina Florencia Malbrán y el brasileño Rodrigo Moura, y un discurso relativamente consistente articulando las premisas y las selecciones de los curadores internacionales con los colombianos: Oscar Roldán, Javier Mejía y las de la directora misma. Y con un gesto radical, en relación con la tradición reciente, que consistió en no incluir los salones regionales, invitando a una autonomía institucional entre los distintos salones.

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Un salón (inter)nacional: un salón nacional que se hace internacional.

Pero fue otro gesto, menos drástico con respecto a la serie reciente de salones pero tremendamente simbólico, el que marcaría la polémica. El 43 Salón se lanzó con una provocación: al tradicional nombre de siempre se le adicionó, entre paréntesis, un “inter”. Y eso despertó el avispero y reveló muchas cosas. Inmediatamente afloraron las críticas, donde se destacaron las voces de Nadín Ospina y de Jorge Peñuela publicadas en el portal Esfera Pública. Con esa tímida adición entre paréntesis del “inter” se amenazaba la “marca registrada” que ha sido lo único verdaderamente constante (con contadas excepciones) a través de los años: el título del evento.

El hecho: en el 2013, de los 108 artistas incluidos, 44 eran de 22 países distintos de Colombia. Lo que en realidad repetía, subrayándola, la práctica que tuvo lugar en los dos salones anteriores de invitar artistas extranjeros a complementar la plana nacional, dándole más consistencia y más atractivo a la muestra (atractivo para el público, la prensa, y en especial, para el sistema internacional del arte).

Al hacer explícito este cambio, la reacción era natural: el salón nacional estaba dejando de ser nacional, los artistas colombianos, tan poco apoyados por su gobierno, estaban viendo como el presupuesto que les correspondía debían compartirlo con colegas de fuera. Se generó un fuerte debate, donde una vez más se puso en cuestión el poder de los curadores, la relación del centro con las regiones, la concepción de arte que asume el poder por el momento.

Sin embargo, la operación coordinada desde la dirección curatorial del Salón por parte de Mariángela Méndez no correspondía a la simple oposición de lo nacional por lo internacional. El diseño del Salón operó de una manera mucho más sutil al tomar como esquema del diseño general esa misma reflexión sobre lo (inter)nacional. Así que aquí más que el debate sobre el diseño institucional, lo que me interesará a mí es a partir de la lectura de los textos de los catálogos, y de las obras presentadas en los espacios de Medellín, pensar esos modos de lo internacional, y las cuestiones propuestas por las curadurías.

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“Desde”: modos de concebir lo internacional

“La estructura dual del Salón también se apoyó en la misma arquitectura de los espacios físicos. Por ejemplo, el Museo de Arte Moderno de Medellín con sus dos espacios gemelos, ofrecía la disposición para pensar la dicotomía que exhibieron dos muestras colectivas con ideas opuestas, “Destiempo” (lo desconocido) y “Estado oculto” (los saberes). En el gran hall del centro, la obra lanavemadremonte de Ernesto Neto, como el oxímoron, conectaba metafórica y visualmente la dicotomía presente en ambas salas.”

Méndez, “El salón en tres actos”, Libro de saberes, p. 40

 

Allí está el péndulo, oscilando entre la curaduría de Florencia Malbrán, “Destiempo”, y la de Rodrigo Moura, “Estado oculto”, entre una visión argentina, y otra brasilera, y pasando por la obra de Neto, esa gran membrana que se trata justamente de los tránsitos y que sugiere precisamente esa idea de la digestión.

Según lo señala la curadora, Mariángela Méndez, la exposición del MAMM funciona como un manifiesto, como un esquema de lo que se quiere plantear para el Salón. De un lado lo (des)conocido, y por otro los saberes (ocultos), y sobre todo los vaivenes y el tránsito entre los dos.

Y con ello, la cuestión del “desde”. A mí me sorprendió y me da todavía para pensar, en una tarea de esas infinitas que queda pendiente, cómo allí se asoman dos modos de pensar desde países latinoamericanos: dos concepciones de lo “internacional”.

¿Qué quiere decir internacional? ¿Se puede pensar lo internacional hoy? ¿Desde dónde?

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Desde el puerto: toda totalidad tiene un borde y un revés.

En la exposición “Destiempo” de Florencia Malbrán el blanco parecía ser el protagonista, el blanco de la hoja donde se escribe, el blanco de la pared, el blanco de la superficie del lienzo. El soporte de la blancura, y la incapacidad metafísica de ese soporte de ser del todo blanco. Lo desconocido era el tema, pero concebido como revés de lo conocido, de lo conocido tal como lo entiende un extraño sujeto que algunos han dado en llamar “occidente”. Y ese cierto límite me hacía pensar en Borges, en la idea de Borges como el argentino cosmopolita, en la concepción de Borges como borde del pensamiento occidental. Y la aventura marítima de un pensamiento que encuentra allí, en el puerto americano, su máxima sofisticación en la máxima sencillez. Y parece ser ese mismo Borges que yo imaginé, aquel que la curadora apropia en el título de su exposición:

“Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares iniciaban, en 1936, su trabajo literario compartido con la revista Destiempo, que incluía una columna titulada “Museo”. El “Museo” de Borges y Bioy reunía textos breves, atribuidos a autores famosos, ignotos y apócrifos. Era una constelación abierta y sin conclusión, tensionada entre el panorama y la disrupción, que desarmaba las oposiciones entre ficción y realidad, tiempo y lugar, imagen y palabra.

Hoy, en otro milenio, otro ‘museo’, el de Arte Moderno de Medellín, volvió a exhibir la resistencia a las definiciones y la fe en la suspensión.”

Malbrán, “Tiempo de otros saberes”, Libro de los saberes, p. 58

 

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Una exposición pensada desde la poesía. Poesía guiada por el reloj de la Estación del Tren de la Sabana conservado por el Museo Nacional, que con su detención evoca todos los trenes que no se mueven por el territorio colombiano y de todos los tránsitos que no tienen lugar. Poesía concreta de unos dibujos hechos con texto sobre unas hojas paisaje por un Bernardo Ortiz que des-escribe al estirar el texto, “estirando” así esa obsesión occidental por el fondo y por la reflexión: texto que piensa al texto en su textualidad. Poesía objeto en la obra de Victor Grippo[10] que construye una máquina mágica (en su sencillez eléctrica): un reloj que toma su energía de unas papas y al andar hacia atrás se pregunta por toda esta mecánica y esta electricidad que parecen conducirnos.

En una pared podemos encontrar un cuadrado perfecto y reluciente que es el producto de lijar la pintura blanca del muro hasta el límite de la blancura y el brillo[11]. Una hoja con las fichas técnicas nos dice que ese cuadrado se trata de una obra de arte. Así como la misma hoja nos dice que son obra de arte también unos lienzos blancos sucios puestos sobre el suelo, exhibiendo sobre su superficie las huellas de su viaje por el mundo hasta llegar a Medellín[12].

La misma hoja blanca nos dice que es obra de arte también un ventilador al final de la sala, que en contrapunto con el reloj detenido, raspa las paredes para ir deshaciéndolas lentamente. Un ruido sordo ensucia levemente la blanca sala.

Malbrán y sus cómplices artistas parecen obsesionados con eso que le interesa a Méndez y que yo quiero llamar la obsesión de “occidente” (sin saber qué nombre esa palabra, pero sintiéndome parte de eso que no sé que es) por el límite, por el revés de sus absolutos: verdad, tiempo, espacio, conocimiento. La obsesión por el “des” de aquellos totalidades que en tanto tales parecieran no poderse negar. Una obsesión que quizás encuentra su mejor expresión en aquellos que sienten ver desde el límite ese mundo que intenta pensarse a sí mismo, que consigue ir y venir desde el margen.

Ese puerto, Buenos Aires, que ha recibido gentes de tantos países europeos, y donde los colonos se mezclaron tan poco con los herederos de quienes estaban allí antes de que llegaran las primeras naves españolas. Ese terreno de seres combativos que se le midieron a las pampas. Esa nación que se construyó con un énfasis inédito en el continente en la educación. Esa esquina dio lugar a Borges y a esa forma tan particular de la sumatoria (el aleph) y, sobre todo, a esa expresión tan especial de la melancolía y la mirada honda pero descreída (y con tan fino sentido del humor).

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Desde el imperio: ¿cómo ver con los ojos del colonizado?

Si la propuesta de Malbrán parecía una gran instalación blanca, el cubo blanco pensando el cubo blanco, la de Moura simulaba una exposición etnográfica, una exposición etnográfica pensando la exposición etnográfica.

Protagonista: una gran vitrina de vidrio en el centro del espacio recogía unas falsas cerámicas precolombinas realizadas por una familia Alzate y que alguna vez a comienzos del siglo XX se tuvieron por ciertas. Al lado, sobre una mesa, un diario de dibujo de José Antonio Suárez donde el amanuense contemporáneo cruzaba las minuciosas vistas de las piezas de cerámica Alzate desde distintos ángulos con una serie de reflexiones al respecto, que de alguna manera nos daban cuenta la consciencia de su relación con su patrón (el curador).

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Antes de la vitrina (y de toda esta exposición) una advertencia: en un video que recibía al visitante al entrar a la sala, un señor, disfrazado de funcionario encorbatado detrás de una mesa, rompía con una roca los objetos que le iban pasando una serie de personas tras hacer una fila. Eso sí, el funcionario entregaba a cada persona un certificado firmado después del despiadado esfuerzo de destrucción[13].

En las paredes, se alternaban distintas (pero en gran medida homogéneas) piezas claramente espaciadas, o cuidadosamente dispuestas sobre precisas vitrinas blancas. Las leyendas nos hacían saber que se trataban de obras de artistas contemporáneos con intereses en lo indígena (o en prácticas que podríamos considerar artesanales) o de indígenas cuyos trabajos se han ido incorporando al arca del arte contemporáneo (o que esta exposición comienza a incorporar). Todas piezas muy finas, de trabajo manual muy delicado, artesanías que podrían ser dispuestas en las tiendas (y museos) de diseño más sofisticado. Todos ellos objetos que invitan a la más cuidadosa observación, muchos de ellos enigmáticos. Donde lo que un día fue hecho con un material hoy se hace con otro, donde lo que tuvo un uso ayer hoy tiene el significado cambiado, o incluso, donde lo que su sentido fue olvidado, hoy es recordado mediante un texto.

Una trampa de pescado hecha de fibras naturales, por encargo de una O.N.G colombo-holandesa de diálogos interculturales de interés ambiental, es recreada en tamaño gigante por alguien nacido en la selvas amazónicas[14]. Yo, que estudié matemáticas, no pude evitar verla como la más cuidadosa construcción de una simétrica figura topológica: un toro, el resultado de una rotación de una línea ondulada. Es abstracta y absolutamente concreta: minimalista. Y la trama que crea el material resulta de una plasticidad sorprendente.

Muy cerca, unos hilos de paja se organizan con un cuidado extremo para un formar paralelepípedo, donde reposan huevos coloreados, algunos de ellos rotos[15]. La geometría orgánica del nido es reemplazada por esta figura claramente euclídea, rectangular, perfecta. Los colores primarios que pintan los huevos me hacen pensar en Mondrian.

Pero el golpe definitivo está reservado al final: dos videos realizados por la comunidad indígena Tatakox donde en un largo plano secuencia se filma un ritual que consiste en sacar de la tierra unos niños envueltos en una suerte de pupa blanca. El ritual es acompañado por algo que para mi oído que no puede entender lo que escucha se mueve entre los cantos y gritos, y viene acompañado de flautas. Se trata de dos videos enfrentados: ya que para la comunidad Tatakox el primer video que se hizo no quedó bien, no había atrapado bien todos los detalles importantes. El segundo fue para mí la experiencia definitiva de la sala: de una potencia tremenda, donde la extrañeza me remitió a los momentos más fuertes e inquietantes de películas como las de David Lynch. Entre los gritos y los ruidos, y los ritmos y gestos, el movimiento constante de la cámara y esas formas que sacaban de la tierra, me quedé absorto por más que un tiempo, y al contrario de lo que suele suceder con los videos en las exposiciones de arte, yo caí en el video, lo vi más que una vez, y quedé realmente inquieto.

“Estado oculto”, la exposición, remite literalmente a una canción, Um índio, de Caetano Veloso que dice así:

Y aquello que en ese momento se les

revelará a los pueblos

Sorprenderá a todos no por ser exótico

Sino por el hecho de siempre poder haber

estado oculto

Cuando debería haber sido obvio.

El ejercicio de darles cámaras de video a los indígenas nos hace atravesar un borde. ¿Hacen ellos un video o son espiados por quienes les dan las cámaras? ¿Al registrar en video un ritual no se pervierte su sentido? ¿Al sentirlo análogo a una película norteamericana no violento yo del todo su significado? ¿Qué puede querer decir que yo esté sentado al final de un paralelepípedo perfectamente blanco sentado enfrente de una pantalla con esos audífonos de máxima calidad que me sumergen en ese ruido tan externo a mí?

Los efectos de todos esos intentos de “occidente”, ese sujeto extraño que no abandona este texto, por ponerse en contacto con aquellos habitantes de estas tierras de una genealogía diferente nos hacen temer todo contacto. Y sin embargo, ¿podemos pretender que es mejor evitar el contacto? El Museo, ese espacio donde occidente sacraliza las cosas, ¿cómo entiende eso otro sagrado en otro sentido tan diferente pero tan importante para la tierra donde se apoya?

“La contribución de la visualidad indígena en la formación del lenguaje de los artistas activos los últimos 30 o 40 años nos pareció un asunto que debía ser examinado detenidamente, aunque también nos aproximamos a obras más interesadas en hacer un registro de temas indígenas.

Como curador de arte contemporáneo que trabaja en una sociedad donde es fundamental la idea del mestizaje en la formación de la visualidad, o sea contribuciones europeas, indígenas y africanas, me llama la atención que una exposición con tales preocupaciones no haya sucedido antes.”

Rodrigo Moura, ““Estado oculto”: Movimiento de indigenización en el circuito del arte contemporáneo”, Libro de saberes, p. 92

 

Pensando lo “inter-nacional”, Moura nos obliga a fijarnos en esos modos comunes de ser de los países americanos, en esa ocultación de la que son cómplices naciones como la colombiana y la brasileña. En cómo la misma idea de nación viene de ese “occidente” que inspira a los americanos a crear esas entidades frágiles a las que les ha costado tanto incorporar realmente las culturas vivas de sus tierras. Moura inventa un dispositivo muy hábil para exhibir juntos productos de uno y otro lado de la frontera, productos que justamente han sido creados como intentos de tránsitos, de comunicación.

Reflexionando a propósito del el “inter” (cultural, en este caso) la propuesta de “Estado oculto” sin duda nos abre los ojos.

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Pensamientos desde el vientre de la ballena antropófaga

Así como Borges es la figura dada para pensar cierto modo “argentino” de lo internacional, la antropofagia, o al menos eso que creemos entender de ese texto que se llama el “manifiesto antropófago” (Oswaldo de Andrade, 1928), configura algo que queremos atribuir a Brasil y a su forma de asumir su lugar en el mundo. Esa relación con el mundo que consiste en tragárselo, en hacerlo propio, en devorarlo con fruición.

Moura no hace ninguna referencia en sus textos a la antropofagia (quizás hace bien al evitar el cliché), pero allí anda acechando en su propuesta, y es explícita en la vecina lanavemadremonte de su compatriota Neto: esa enorme instalación que conecta las dos exposiciones en la “nave central” del MAMM. Esa nave-ballena que nos devora. Todos somos digeridos por el monstruo, el museo nos traga a todos y luego nos escupe. ¿Nos volvemos parte del museo o salimos como entramos? ¿Somos conscientes de haber sido antes devorados y de ser digeridos lentamente por una cierta máquina unificadora?

Echado en los cojines, acompañando de esa pandilla paisa de jóvenes con cortes de pelo punkeros que se ríen mientras miran el techo, me alegro de que hubieran invitado a los brasileños a este salón. ¿Seremos capaces de aprender de nuestros invitados? ¿Seremos capaces de acogerlos en nuestro interior? ¿Alguien sabrá degustar, masticar y tragar algo de lo que los invitados internacionales vienen a ofrecernos? O será que como buenos colombianos nos cerraremos a todo lo exterior. Criticaremos toda penetración, haremos lo posible por reivindicar solo “lo nuestro”.

Saber desconocer

Al recorrer el MAMM, al experimentarlo, al verlo también desde lejos, nos damos cuenta entonces de la estructura general del Salón. Ese esquema de péndulo que va del saber al desconocer que se hace explícito en la estructura simétrica del MAMM, con esas dos exposiciones y esa instalación transición, que juntos intentan iluminar una idea. Una idea de arte. Y es que, al contrario de lo que se ha señalado sobre la primacía de las curadurías temáticas, si bien este es un salón curado, y que en general en las salas se pueden encontrar ciertas analogías y muchas homologías, más que un tema, lo que es constante es una idea de arte.

Para mí, el Salón de Medellín es un enorme manifiesto de una idea de. Si algo une lo que está expuesto es que da cuenta de lo que, para los curadores de este salón, sea o pueda ser el arte hoy.

“Quien desbarata un misterio se queda con las partes, las cosas deben permanecer completas y vivas aún después de la interpretación.”

Méndez, “El salón en tres actos”, Libro de saberes, p. 50

Si nuestra vida occidental, que también podríamos llamar moderna, en gran medida se define por el conocer, por una idea de aprender que tiene que ver con unos ciertos modos científicos, metódicos, técnicos, la idea de arte que propone este salón se trata justamente de cuestionar esos modos de aproximarse al mundo, a la vida, a las prácticas, a las cosas. A una forma de enfrentarse al mundo que cree que no debe haber misterio, a una actitud que quiere entender y domesticar. En todos esos salones de clase del Edificio Antioquia, a cada visitante se le proponía el reto de suspender esa actitud.

Unos palos sostenían frágilmente unos pupitres que apoyaban sus patas en el techo del espacio. Unos vidrios se sostenían con unos palitos que apenas podían con ellos. La cosa precaria y la sutil inversión creaban el ambiente justo[16]. Un aire acondicionado en lugar de sacar el calor lo concentraba en una habitación[17]. En otra, las paredes impregnadas de alcohol intentaban simular una posesión espectral y como un sudor hacían que el edificio respirara su historia[18].

Los pocos textos en las paredes, y la actitud cuidadosa de los mediadores, todos nos invitaban a percibir. A mirar. A suspender el juicio. Toda la propuesta curatorial parecía intentar reaccionar a la insidiosa frase recurrente que buena parte del público se ve obligado a proferir ante lo que consideran el arte contemporáneo: “no entiendo”. Pero la respuesta propuesta no estaba en explicar, sino en intentar asumir ese no entender de otra manera, en invitarlos a experimentar sin entender.

“Restaurar la armonía entre el mundo del arte y su público era una de las consignas que subyacían bajo el título de Saber desconocer. La invitación era a no tener miedo, a atreverse a no saber, a hacer preguntas, a ahondar en lo que se desconoce…”

Méndez, “El salón en tres actos”, Libro de saberes, p. 50

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Y los curadores parecen tener una enorme fe en que es posible apreciar ese misterio, verlo como misterio y no como nada (para muchos esos gestos no son nada), una fe en eso que consideran arte que puede parecer ingenua, pero que como toda fe puede ser capaz de autorrealizarse. Ya que no hay nada que puede probarla falsa (como con la existencia de Dios), esta fe en la posibilidad de no entender el arte y de todos modos tragárselo, de todos modos ahondar en él, es la tarea que se busca propagar. Al justamente negar la comprensión como la actitud ante el arte, se bloquea el dique que separa al posible espectador y se busca abrirlo a estas formas otras de enfrentarse a los espacios.

Donde quizás fue ese espacio oscuro que rodeaba un muro[19], construido por Mario Opazo para el Museo de Antioquia, el que mejor expresaba y comunicaba esta idea de arte propuesto. Uno entraba por una puertecita que cuidaba de no dejar entrar la luz a una negrura absoluta. A medida que uno se iba ubicando en su interior, la luz muy tenuemente iba subiendo al mismo tiempo que las pupilas se dilataban, al punto de que yo no supe muy bien si era lo uno o lo otro lo que con el paso de un rato me iba dejando ver que le estaba dando vueltas a un muro. ¿Era yo capaz de ver algo más que un cuarto oscuro que rodeaba un muro que sutilmente se iluminaba? ¿Podía yo hacerme una idea del misterio? ¿Podía verlo yo como algo trágico o sublime?

¿O lo vería sólo como un juego de luces? ¿Podían crear en mi algo así como una verdadera experiencia? ¿O sería sólo una más de esas experiencias que los publicistas buscan hoy crear para todos los individuos en todos los espacios de hoy en un mundo-mercado meticulosamente manipulado?

La apuesta está en creer en el misterio, en creer en la posibilidad de que cada uno le de su tiempo a la obra, que se de a sí mismo tiempo para pensar. Que se de tiempo a si mismo para estar ahí.

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Uno como otro, uno y otro tan diferentes

En las fotos de Alberto Baraya de la serie Antropometrías aproximadas, el artista se presenta a sí mismo de perfil frente a distintos personajes que se encuentra en el Cuzco. Estos van desde habitantes locales hasta turistas, a los que invita a tomarse la foto midiendo la cabeza del artista-expedicionario (el mismo Baraya) con un aparato que evoca las tareas de antropólogos y otros viajeros europeos en América, y las prácticas de antropometría, como herramienta de la “ciencia del hombre”.

De todas las fotografías las más inquietantes son aquellas que lo ponen de cara a cara con personajes locales con un imponente paisaje mítico de fondo, como una especie de renovado Tintín en el Perú.

Esta es una más de una serie de obras en el Salón que explícitamente presentan esta suerte de diferencia radical. Como señalando las dos esquinas del péndulo, oponiendo el saber al conocer.

Este juego que propone la exposición, de presentar una familia indígena en un apartamento ordinario bogotano[20], o un Kuna con una camisa metalera[21], y otros giños similares, se pone en una línea delicada, unificando todos los que llamamos “indígenas” en un sólo grupo, y al pretender criticar el exotismo, los exotiza de nuevo.

En la obra de Baraya no es el viajero el que mide sino el se hace medir, y en la mayoría de los casos quienes lo miden son “indígenas”, que al ser de menor estatura, lo obligan a bajar la cabeza en un gesto que pareciera “pedir disculpas”. Este “giro” de la vara de medida (el expedicionario medido) luce “políticamente correcto” y pareciera caer en la trampa de un cierto discurso “pos-colonial”.

(En otras fotos, Baraya es medido también por parte turistas de distintos orígenes, y si bien así se cuela un poco de “realismo” en su trabajo, esas fotos se convierten apenas en una excusa, que quedan apenas como ruido de fondo, de instancia jocosa, ante la fuerza de las otras más graves.)

¿En realidad somos capaces de escuchar a aquellos herederos de tantos otros que han vivido en estas tierras y que a la vez son tan distintos de nosotros?

¿Y qué pasa con todos esos otros que no parecen ser tan “puros”? ¿Con todos esos mestizos? ¿No somos también nosotros, los que nos parecemos en nuestra formación y costumbres tanto a gringos y europeos, herederos también de tantos otros que han vivido en estas tierras por tanto tiempo? ¿No se han desarrollado unas y otras familias, unas más blancas, otras más ocres, otras más oscuras, unas de un hablar tan “correcto” y otras tan llenas de todo tipo de contaminaciones, y tantas otras combinaciones de culturas y tradiciones?

Es verdad que es difícil aproximarse a los modos mixtos sin señalar los extremos, pero al enfatizar tanto esos dos puntos del péndulo, por un lado el “occidente” de aquellos como Baraya y por otro los “indígenas”, la exposición peligra con dejar de lado todo su camino en el medio, todo ese mestizaje que ya desde hace tantos años define esta mezcla de orígenes, esa forma de ser inter-nacionales (antes de que las naciones existieran) que define lo latinoamericano.

Peligra demasiado la exposición, así como peligraba aquella sala donde esta idea se re-concentra, la del Estado Oculto, con un nuevo romanticismo. Y la exposición sabe de ese peligro, y hace explícita su duda, pero eso no la libra de pasar por allí. Y sobre todo no la excusa de no dejar que el péndulo se mueva un poco más y pase también por todos esos puntos medios. En sus textos, sólo los curadores Óscar Roldán y Javier Mejía son más conscientes de los modos nuevos que tienen lugar desde el mestizaje, de su rol fundamental en la constitución de nuestra mirada y nuestra forma de contarnos.

“En la ruta que nos ocupa, el trayecto inicial parte del Caribe, un territorio rico en manifestaciones culturales, diverso y sincrético. ¿Por qué este inicio? Sencillamente porque el Caribe es un espacio de encuentros, su ubicación privilegiada lo convierte en corredor de paso por donde fluyen ideas en un cruce de caminos donde han coincidido diversas culturas a través del tiempo, es un espacio de transición entre el Norte y el Sur. En este Salón se planteó un ‘diálogo sur- sur’ que se situó en contexto con el circuito principal.”

Javier Mejía, Viaje a lo desconocido, Libro de saberes, p. 78

“Contar historias parece ser una vocación determinante en la plástica colombiana. Quizá esto tenga algo que ver con la necesidad imperante de narrar nuestro origen y singularidad una y otra vez con el afán de no olvidar o incluso de fundar una nueva realidad; parece que contar historias a través de la poética de la plástica es la condición de un territorio siempre al borde de verse desmoronado, derrumbado. Contar cuentos mantiene atado el terruño, soporta el paisaje social y físico de nuestro espacio conocido. Visto desde el arte, la narración es un lugar marginal donde se coteja la realidad, donde se deja ver como una forma de lo conocido, una manera propia del saber, del sabernos desconocidos incluso.”

Oscar Roldán, Libro de creencias, p. 61

 

Saber desconocer puede ser también saber no reconocer

Al fijarnos en el énfasis en los dos polos, pensando en los conceptos eje: “saber” / “desconocer”, debo señalar que así como es de importante aprender a aproximarse al arte sin la necesidad de conocer (de entender), resulta peligroso aproximarse a nuestros vecinos tan diferentes con la misma actitud. Al poner sus objetos y sus prácticas como obras que invitan a ser vistas con el halo del misterio, los estamos “desconociendo” una vez más.

Y sale a flote así el peor sentido posible que puede darse al título de la exposición “saber desconocer” al interpretarlo como “saber obviar”. Porque lo peor que uno puede hacerle a otro es “desconocerlo”, que en español quiere decir “no reconocerlo”: no darle su estatus de persona. Para aquellos artistas que criticaron el Salón, el Salón “supo desconocerlos”. Porque hay que señalar que “saber desconocer” en el sentido literal en que se usa la frase en español no es un oxímoron, ni apunta al sentido que los curadores querían darle, significa literalmente: con consciencia, dejar de lado algo que se sabe que está allí.[22]

Sugerir que el saber se “reduzca” a lo indígena y que el “conocer” se reduzca a cierta forma ingenua de entender el conocimiento, puede terminar siendo una simplificación peligrosa. Y no le hace justicia ni al saber ni al conocimiento. Y sobre todo, a una historia del mestizaje, a un mundo latinoamericano que se ha construido de mezclar saberes con conocimientos, y que ha hecho del saber un conocimiento y del conocimiento un saber. Peligra demasiado el péndulo si exotiza a los vecinos y los vuelve “indígenas” al juntar de nuevo gentes tan diferentes, pero que nosotros “los blancos americanos” no distinguimos y llamamos a todos “indígenas” por igual. Peligra también quien hoy elabora la curaduría y el discurso si se exotiza a sí mismo y se presenta como un colono recién llegado, y no se ve a sí mismo como un heredero de generaciones y generaciones que han vivido aquí.

La cuestión de aprender a no entender

Si bien la apuesta es importante y resulta clave exponernos a esos que parecen tan diferentes, debemos tener cuidado de quedarnos con la mera oposición. La lección principal de los maestros americanos que cita Zalamea en el epígrafe que encabeza este texto está en reconocer nuestra matriz mixta, en reconocernos americanos y mestizos, en apreciar el conocimiento como algo nuestro, así como es nuestra la duda sobre el conocimiento (siendo la duda, desde siempre, parte esencial del conocimiento).

Toda esa encrucijada latinoamericana recorre la exposición, irremediablemente ligados a la tradición occidental, vemos “en nuestra cara” los usos perversos de ese conocimiento. Y nos cuesta tanto asumir que también es nuestro y que no sólo lo vemos perverso sino también tremendamente valioso. Al fin y al cabo, si celebramos el arte y queremos ser parte del arte, es porque queremos hacer parte de esa tradición “occidental”.

Pero en Latinoamérica nos ha costado mucho asumirnos como agentes y responsables de nuestro destino y nuestro mundo. Al contrario de los gringos que desde muy pronto se apropiaron del “inglés” y crearon su “inglés americano” con sus propios diccionarios, nosotros no asumimos ni nuestra lengua como propia. Parecemos hablar la lengua de otros, legislada por una academia del otro lado del océano.

Y sin embargo, el español es más que nada la lengua americana. La lengua que encontró un momento cumbre en Borges, García Márquez, Fuentes y Cortázar y que ha ido incorporando tanto palabras de culturas distintas a la hispana como los elementos que han constituido nuestra historia, los inventos nuevos, las formas de hablar en las ciudades. Todo ese conocimiento y ese saber que está en nuestra lengua es nuestro. Y es importante reconocer que desde su propio origen castellano es un saber que se ha reconocido marginal, porque desde siempre España se supo orilla de Europa. Y en gran medida se definió, así como se han definido los americanos del sur, por un escepticismo (incluso un sentido de la ironía y del humor), y una duda ante el poder que se atribuyen aquellos que se creen dueños del conocimiento (y del arte).

¿Cuál es nuestra posición dentro del conocimiento universal? ¿Dentro del saber? ¿Dentro de la historia del arte?

Nos preguntamos entonces por nuestra relación con el conocimiento (con las distintas tradiciones) también al preguntarnos por la manera en que hemos de aproximarnos a las obras de arte. Y hay que reconocer que se requiere de ingenuidad si se pretende que simplemente si se pierde el miedo a enfrentar las obras sin entender se puede realmente acercarse a ellas (y quizás yo sea el más ingenuo, ya que es algo que vengo defendiendo por un buen tiempo). Y es verdad que muchas de las obras tienen mucho que decirle a quienes no conocen sus códigos, pero hay que reconocer que muchas de ellas están altamente codificadas. Por ejemplo, en el MAMM me encontré con una editora y arquitecta de gran vuelo intelectual que, con razón, encontró la sala Destiempo absolutamente críptica y salió confirmando su tesis de que el arte contemporáneo era sólo para aquellos entrenados para el arte contemporáneo. Cuando los expertos (curadores) pretenden que el público valore lo mismo que ellos valoran, pero con educaciones completamente diferentes, quizás están desconociendo su público, quizás le están apostando a un imposible.

Aquí nos damos cuenta de que tenemos que revisar nuestra relación con el conocimiento. Y quizás, buscando en nuestras propias formas de conocer, podemos proponer nuevas formas de aproximarnos a obras y a textos. Quizás librándonos de la oposición, y aprendiendo de este saber/conocimiento mestizo, entendamos por qué ha sido justamente una obra como la de García Márquez[23], tan colombiano, tan latinoamericano, la que ha pensando tan hondamente la humanidad que ha tocado tan a fondo a tantas personas en todo el planeta, constituyéndose en un paradigma de lo internacional.

Unas obras, unos cuarticos, unos personajes

El Salón, cuyo manifiesto se planteaba en el MAMM se desarrollaba propiamente en el Museo de Antioquia (algunas salas interiores y en La Casa del Encuentro) y en el Edificio Antioquia, un edificio antiguo del centro de Medellín, donde funcionó la Naviera Grancolombiana y hoy está siendo rehabilitado por la Universidad de Antioquia. En general, primaba la estructura de cuartos, de espacios intervenidos, ya sea con propias alteraciones del ambiente o con los convencionales videos, objetos modificados, dibujos, acumulaciones, pinturas o manchones en las paredes. Esta idea de que la obra de un artista para tener una cierta autonomía necesita su propio espacio da también una idea de lo que sea el arte hoy. ¡Qué difícil poner a dialogar en un mismo espacio abierto obras u artistas diferentes! Cada artista necesita su espacio cerrado, y recorrer una exposición resulta análogo a visitar un sanatorio donde cada loco tiene su cuarto, o cada cuarto habla de su loco. Cada artista en su espacio propio monta ya sea su ambiente, su proyecto o su pequeña exposición.

Esto llega a su límite con la obra que encontramos en el último piso del Edificio Antioquia, donde nos recibe “un artista del hambre”, el trabajo de Lucas Ospina que desarrolla el proyecto de inventarse a sí mismo como artista total que dibuja, pinta, hace escultura, y a la vez monta su propia exposición diseñando desde los marcos hasta la estructura que sostiene todo. Llevando al colmo esta situación del artista que no sólo hace obra, sino que se hace a sí mismo artista. Y a la vez hace dibujos que son caricaturas que no revelan su chiste, pinturas que recogen capas y capas de pintura y piensan la pintura siendo nada más que pura pintura, y esculturas que son formas de yeso medio derretido que parecen ser objetos cotidianos y no consiguen (¿no quieren?) ser propiamente nada.

En otros cuartos encontramos otras obras muy potentes de los mejores artistas contemporáneos colombianos: Delcy Morelos se apodera del piso de un salón que se cierra en ángulo con unas piezas triangulares de un rojo terroso que dialogan con los techos de la ciudad que se ven al fondo[24]. Justo al lado, Gabriel Sierra nos reta a pensar la escala y a medir nuestra mirada con una serie de ventanas cada una abierta un poco más, enmarcando unos perfectos cubos de paja de tamaños análogos a las aperturas de las ventanas que nos invitan a pensar el paisaje, la ciudad, el horizonte[25]. Jose Horacio Martínez exhibe una serie de libretas donde se confunden dibujo y pintura en fuertes trazos que hacen y deshacen personajes y ambientes; todo montado en una composición muy larga sobre una mesa vitrina, que a ratos se expande en gestos precisos en las paredes y los techos. Lorena Espitia pinta meticulosamente unos cuadros enigmáticos de colores planos que ponen muy bien en cuestión ese límite que irresponsablemente se ha querido trazar entre figuración y abstracción, entre concepto y decoración, arte e ilustración, entre forma y contenido[26].

Maria Isabel Rueda nos expone a ese abismo sin fondo que consiste en asomarse por debajo del muelle de Puerto Colombia: el rugido del mar y ese punto de fuga que es la larga estructura de madera toda destrozada, nos abruma y nos fascina[27]. Miguel Jara nos mete en su cabeza delirante, que es un cuarto lleno de escombros donde al fondo podemos ver una animación fugada también al infinito, pero esta vez construida de homonúsculos que replican acciones una y otra vez, mediante un ritmo opresivo y enloquecedor, que son un juego de ida y vuelta, como en muchas de las pruebas infinitas de teoría de conjuntos[28].

Y estos son sólo unos casos de una multiplicidad enorme de obras destacables. Todas creadas y montadas con cuidado y precisión. Articuladas de modo tal que si bien no se puede hablar de un tema común, o propiamente un discurso, si encontramos muchos diálogos y cruces, como los que puede haber entre Ospina, Espitia y Martínez, o entre Rueda y Jara (que a la vez remiten al video de la comunidad Tatakox).

La exposición, enorme y ambiciosa, está complementada[29] por una producción editorial que le hace justicia, tres tomos: el primero – guía a lo desconocido – con el listado de obras y artistas y la información básica de cada uno a través de entrevistas inteligentes; el segundo – libro de creencias – que es una extensión de la exposición, con obras impresas, literatura y ensayo; y el tercero – libro de saberes – que recoge los textos curatoriales completos, artículos que miran la exposición como un todo, y fotos de las obras puestas en los espacios de Medellín.

Por primera vez en mucho tiempo los catálogos salieron en un tiempo justo. La guía estuvo para la inauguración,[30] el libro de creencias salió antes de que se acabara el Salón, y el libro de saberes fue publicado poco después de terminado. La guía prestó un mapa muy bueno para unas salas que buscaron reducir los textos para amplificar la experiencia de las obras, el libro de creencias fue un interesante experimento para hacer que el arte se saliera de las salas y se colara en los impresos. El libro de saberes resulta una herramienta fundamental para dejar testimonio de lo que sucedió y para pensarlo (yo escribo este texto leyéndolo). Este último catálogo permite ver los hilos que tramaban las estrategias de cada uno de los curadores, las imágenes de las obras tal como fueron expuestas, reseñas de testigos externos que fueron invitados para ver y comentar, y muy especialmente, los testimonios de los ahora llamados “mediadores” que con mucha libertad dan cuenta de lo que fue su experiencia con los públicos y lo que significaron las obras cuando entraron en diálogo con aquellos que se suponía que querían conversar.

Pero si bien, el libro de saberes es el testimonio clásico: el “catálogo”, el libro de las creencias es mucho más cercano al espíritu del arte que se quería presentar. Al recoger citas, fragmentos, textos literarios y crípticos, dibujos inquietantes (no como documentos de obras en sala, sino como páginas de un libro que están donde deben estar), el libro de creencias deja que la escritura y las imágenes funcionen en el mismo canal que el Salón Saber Desconocer quiere proponer.

Aunque quizás al paquete completo de los libros le pase como al Salón como un todo. En donde ese desconocer es un tema, pero tratado desde un nivel de control tal, que puede terminar pareciendo el salón de “conocer el desconocer”. Donde nuestros “guías curadores” nos llevan de la mano hacia pequeñas ventanas a lo desconocido, perfectamente situadas y enmarcadas para que nadie se vaya a confundir realmente.

Desde el pasado hacia el futuro: ¿hacia dónde irá el péndulo?

Los últimos tres salones han constituido hitos importantes para la historia del Salón. El Salón 41, en Cali, fue una gran exposición, quizás el primer momento en que el Salón se pensó internacional, no tanto porque incluyera artistas de fuera de Colombia, sino porque se concibió como una exposición para un público global, que no había de interesar sólo al público nacional y dialogar exclusivamente con los artistas, espectadores y críticos colombianos, sino que era un evento ambicioso, retador, qué quería marcar y dejar huella. Allí se presentaron obras inolvidables como las de Danilo Dueñas, Maria Elvira Escallón y Delcy Morelos. El diálogo con el lugar, con Cali, con los espacios escogidos: el colegio de la Sagrada Familia, La Tertulia, Bellas Artes, fue fuerte y puso en movimiento muchos de los fantasmas encerrados. Todavía creo que es la exposición más contundente que he visto en Colombia, y si escribo este texto, en gran medida es intentando salvar una deuda con una exposición a la que creo que ningún texto hizo justicia.

Pero Cali falló en un aspecto, y es que entre sus intenciones monumentales estaba también la de mantener la tradición de incluir los Salones Regionales en el Salón Nacional. Y allí se hizo evidente el error. Exposiciones que habían podido tener su justo cuidado en los lugares para los que fueron pensadas, resultaron ser versiones incompletas, copias reducidas de los originales, salones menores frente al gran salón. Por un lado, la institucionalidad no dio a basto para atender tantos espacios, tantas propuestas distintas, pero por otro lado quedó en evidencia que no tenía sentido hacer esta serie de réplicas simultáneas.

Sin embargo, como buen fracaso, generó varias cosas. Por un lado la reacción del grupo del Caribe que de su frustración y molestia sacaron la energía para proponer un nuevo salón con un espíritu diferente. Y por otro, la constatación de que la relación de lo nacional con lo regional debe ser diferente.

Del Salón Nacional 42 que se realizó en el Caribe colombiano no puedo hablar en primera persona porque no pude visitarlo. Y además creo que nadie, que no fueran los que lo organizaron, podría hacerse una visión global del mismo, porque justamente se trataba de un salón que se oponía a esta idea del arte de obras concretas que se visitan en edificios concretos. Pero creo que justamente en esa consistencia, en la coherencia de asumir la idea del arte como práctica y no como obra, en ese esfuerzo consciente por no centralizar una gran exposición, y en la tarea de repartir acciones y presupuestos a lo largo del territorio, está de lo más valioso y radical de su propuesta.

En tiempos donde abundan los discursos sobre la centralidad de la práctica, de la crítica a la idea de genio, de la voluntad trabajar con comunidades, de no ser cómplices de los poderosos en institucionalizar los mismos circuitos y ejes turísticos y gentrificadores, pocos eventos como ese Salón en términos de que lo que se hace sea consecuente con la teoría.

Si algo ha sido interesante de estos tres últimos salones es que han sido radicales, y cada uno de sus curadores se han comprometido seriamente con la idea de arte que proponen (y en la que realmente creen). En realidad, en ninguno de los tres últimos Salones Nacionales, la curaduría se ha armado a partir de taxonomías temáticas que agrupan obras para ejemplificar una idea; en cada caso, los curadores lo que han hecho es definir lo que entienden por arte, y según su idea de arte han convocado los espíritus más afines a la idea propuesta a exponer sus trabajos o sus prácticas.

Nos queda esperar por el futuro. Revisando la historia de las exposiciones en Colombia, sorprende la ausencia, fuera de contadas excepciones (las bienales de Cali y Medellín de los 70, el MDE actual) de exposiciones de talante internacional. No deja de ser simbólico del encerramiento de este país, de su incapacidad de mirar más allá de su ombligo, que la exposición principal que ha sobrevivido en el tiempo haya sido, desde los años 40, el Salón Nacional. Y no deja de ser sintomático que los Salones Regionales se conciban sólo como apéndices del Salón Nacional, que sólo buscan posicionarse posteriormente en el centro. Sólo de unos pocos, de la nueva época de los salones regionales curados, uno siente que se sentían cómodos al tener lugar en su propio lugar.

En momentos de una vuelta con gran ímpetu del mercado al campo del arte contemporáneo, cuando la feria de arte de Bogotá (gracias, justamente a su nuevo perfil internacional) amenaza con volverse el eje del arte en el país, el estado colombiano debe ocuparse de que exista un espacio potente para el arte donde lo que mande no sea exclusivamente el mercado, sino que tengan un peso importante los otros vectores (donde las fuerzas del mercado puedan ser realmente cuestionadas). Es fundamental pensar una exposición de importancia internacional, que no necesariamente está dada por la presencia de artistas de fuera, pero si por la voluntad de un acto radical. Por la intención de asumir el arte a fondo.

Y que, ojalá el estado apoye a las regiones, y los gobiernos y fuerzas regionales asuman sus exposiciones y su actividad artística de manera análoga. Que no se dejen mirar (que no nos dejemos mirar) por debajo del hombro. Cada región ha de tener una actividad artística (que se ve en exposiciones y eventos, pero no se debe reducir a ellos) con tanto carácter y coherencia, para que en el caso dado de los “salones regionales”, luego otros sitios los quieran invitar. Y que no sea por un encargo burocrático que viajen los Salones Regionales, sino por que las exposiciones mismas se hagan necesarias.

Este Salón (Inter)Nacional Saber Desconocer no solo dio una lección de organización y profesionalismo, no sólo dio espacio a los artistas para dar cuerpo a su trabajo, planteó ideas, arriesgó, nos ayudó a situarnos en el continente. Nos hace pensar en cómo se ve Colombia en el mundo, y cómo el arte nacional piensa las fuerzas en tensión. El diálogo con Argentina y Brasil recuerda diálogos de otros tiempos, como los que tuvo García Márquez con sus colegas Fuentes y Cortázar, o como los que pudo tener un Carlos Mayolo con un Glauber Rocha. Una voluntad por pensar y hacer desde América Latina sin complejos y sin fronteras innecesarias.

Ver lo común con nuestros vecinos nos hace ver también la complejidad interna, que no podrá nunca ser bien representada en una exposición, pero que siempre a partir los intentos ambiciosos como los recientes nos hará conscientes de los fracasos. Fracasos que nos exigirán movernos en nuevas direcciones que cargarán con todo el impulso del movimiento anterior, así sea en la dirección contraria.

 

 

Alejandro Martín

 

***

P.S. El blanco móvil

Cuando estaba terminando de redactar este texto, llegó a mi pantalla el texto de Ericka Flórez, “el blanco móvil” que se anuncia en el libro de creencias, pero que sólo se publicó completo posteriormente con el paquete completo de los catálogos del Salón, y que sólo la semana pasada se difundió en pdf internet. Ya no estoy a tiempo de incluirlo en el cuerpo de mi reflexión, pero es importante mencionarlo, porque se trata del mejor texto reciente sobre arte contemporáneo colombiano. El ensayo / noveleta / documental de Flórez tiene una fuerza que revienta los duros goznes de la curaduría propuesta y logra, desde dentro, quebrar su rigidez. Si bien en el cine y la literatura desde hace un tiempo se ha intentado explotar ese potencial narrativo del arte contemporáneo, casi todas las miradas resultan parciales, y, sobre todo, ridículas en su voluntad irónica que es incapaz de dar cuenta de esa cuerda floja sobre la que camina el artista de hoy. Flórez, al escribir desde dentro, al escribir como artista y a la vez como narradora, consigue lo que logran los mejores documentalistas de hoy, y que yo veo como una prolongación de la vieja tradición del ensayo: una escritura que piensa desde los elementos de la escritura: los tiempos, la relación con la oralidad, la idea del personaje y de la voz que habla, y el oído que escucha. Pero no es pura forma, ni pura reflexividad, porque allí van sucediendo cosas, allí hay personajes y personas con carne, allí se siente el espacio en el que se viven las situaciones, el aire, la polución, las construcciones y los escombros. La artista-escritora se inserta en el Salón como una espía y en las conversaciones que recrea expone las potencias y las flaquezas del arte y de los artistas, la tenue frontera entre la hondura y la pomposidad, entre la grandeza y la espectacularidad, entre la precisión y el cliché. Ya Víctor Albarracín en sus ensayos ha presentado muy bien esta situación de los seres en el borde, ese estado de vivir en la contradicción[31] que es la condición del artista contemporáneo que se asume con cierta coherencia, así como Julián Serna, en su texto sobre Maria Teresa Hincapié[32], había explotado el potencial de la narrativa para entender este entramado de personajes cuya obra es realmente la construcción de su propio personaje (y que muchas veces no son conscientes del teatro en el que actúan), pero es en la noveleta del blanco móvil donde este impulso del pensamiento separado de las formas canónicas adquiere más cuerpo, y consigue, sin traicionarse, ser literatura y filosofía: ensayo puro. Flórez arma una hábil novela policíaca donde unos panfletos dan en el clavo para revelarnos las preguntas más acuciantes con respecto al salón y al arte de hoy. En su narración, la espía / confidente pone contra la pared a la vez a artistas y curadores: en las conversaciones los artistas dan cuenta de su obra a la vez que quien los escucha los luego increpa y deja expuestas al aire su costuras.

Quien sabe si el Salón tuvo lugar para que se escribiera ese texto. Y que ese texto, tan local como las divagaciones de paseo del infinitamente paisa Fernando González que lo enmarcan, sea lo más internacional que allí tuvo lugar.

Mariángela: Alguien se echó un pedo.

Manuel: ¿Sabes quién fue?

Humberto: El que primero lo huele debajo lo tiene.

Yo: ¡Ay no, esa curadora tan recochera!

Mariángela: Menos mal hay otro conductor hoy, si no, no sé qué sería de nosotros.

Humberto: Estaríamos cogiendo tres taxis.

Lucas: No, ocho.

Manuel: Pero sólo uno de los taxis estaría aguantándose el pedo.

Ana: ¡Ay no, pero en serio huele a pedo!

Mariángela: Como eché el chiste aprovecharon.

Humberto: Huele como a polizón.

Manuel: De pronto fue un plan tuyo: como eché el chiste, ahora me lo puedo echar.

Mariángela: Yo me lo llevo echando durante todo el salón.

Manuel: Es saber que me voy a echar un pedo pero lo voy a desconocer.

Lucas: No, pero también puedo saber que me lo eché y hacérselo saber a los demás.

Manuel: Pero también puede echárselo sin saber.

Humberto: Y después conocerlo.

Lucas: Hay un dicho que dice: El nacionalismo es como los pedos, sólo le huele bien al que se los echa.

Éricka Flórez, El blanco móvil

 

 

 

Bibliografía

A propósito del la historia del Salón Nacional de Artistas

Camilo Calderón Schrader (editor). 50 años del Salón Nacional de Artistas, Colcultura, Bogotá, 1990. Camilo Calderón. “Introducción”. Beatriz González. “El termómetro infalible”.

Marca registrada, Salón Nacional de Artistas, tradición y vanguardia en el arte colombiano, Museo Nacional de Colombia y Editorial Planeta, Bogotá 2006.

Andrés Gaitán. “Del termómetro al barómetro –una mirada a la estructura del Salón Nacional de Artistas”. Primer Premio Nacional a la Crítica de Arte, 2005.

“100 obras para la memoria, primeros premios Salones Nacionales de Artistas”, Revista Mundo, número 13, Bogotá, 2004

Nicolás Gómez. “Preguntas, preguntas, preguntas. Diagnóstico de los debates en torno a las versiones 41 y 42 de los Salones Nacionales de Artistas”, Esfera Pública, 2012. http://esferapublica.org/nfblog/preguntas-preguntas-preguntas/

Lucas Ospina, “Salón Nacional de Artistas: la musa fea”, Blog de Lucas Ospina, febrero 14, 2011. Publicado en Revista Arcadia # 43. http://lucasospina.blogspot.com/2011/02/salon-nacional-de-artistas-la-musa-fea.html

Carolina Ponce de León. “El salón en Bogotá.” El Tiempo. Bogotá, enero 19, 1988.

Carolina Ponce de León. «El salón de la extravagancia.» El Espectador. Bogotá, mayo 8, 1994.

Jose Roca, Si no el Salón, ¿qué?. Columna de arena, diciembre de 1998. http://universes-in-universe.de/columna/col11/col11.htm Debate posterior de: Antonio Caro, Lucas Ospina, Carlos Jiménez, Carlos Fernando Quintero, Miguel Rojas, Jaime Iregui, Maria Angélica Medina, Andrés Gaitán, Diana Wechsler, Javier Mejía, Alberto Baraya, María Elvira Iriarte, Maria Angélica Medina, María Margarita Jiménez, Lina Espinosa, Marta Penhos.

Ricardo Arcos Palma. “Oiga, mire, vea: Vistazo crítico al Salón Nacional de Artistas” (A propósito del 41 Salón, realizado en Cali). http://esferapublica.org/nfblog/?p=1479

 

A propósito del 43 Salón Nacional de Artistas Saber Desconocer

Catálogo del 43 Salón Nacional de Artistas, Ministerio de Cultura, Colombia, 2013-2014

Curadores: Florencia Malbrán, Javier Mejía, Mariángela Méndez, Rodrigo Moura, Oscar Roldán.

Editor: Manuel Kalmanovitz.

Guía a lo desconocido

Libro de creencias

Libro de saberes

Ericka Flórez, El blanco móvil

 

Halim Badawi. “Bueno conocido, bueno por conocer; El nuevo Salón (inter) Nacional de Artistas”, Revisa Arcadia, 2013. http://www.revistaarcadia.com/impresa/arte/articulo/salon-nacional-artistas-medellin-colombia-2013-arcadia-halim-badawi/33822

Nadin Ospina. “Algunos cuestionamientos sobre el Salón (Inter) Nacional de Artistas, Colombia. Saber- Desconocer.” Esfera Pública, Agosto, 2013. http://esferapublica.org/nfblog/algunos-cuestionamientos-sobre-el-salon-inter-nacional-de-artistas-colombia-saber-desconocer/ Debate posterior de: Nicolás Cadavid, Lucas Ospina, Antonio J. Díez, William Contreras Alfonso, Fernando Pertuz, Jorge Peñuela, Luis Fernando Arango, Mauricio Cruz, Jairo Valenzuela, Jaider Orsini, Víctor Albarracín, Jalule. Germán Rubiano citado por Martha Ennix.

Jorge Peñuela, “Bienvenidos a la fundación del Salón (Inter) Nacional de Artistas. Liberatorio, 2013. http://www.liberatorio.org/index.php?option=com_content&view=article&id=359:ibienvenidos-a-la-fundacion-salon-inter-nacional-de-artistas-&catid=10:actualidad-politica&Itemid=47

Jaime Cerón, “Del Salón Nacional al Salón (inter) Nacional de Artistas”. Esfera Pública, Agosto 18, 2013. http://esferapublica.org/nfblog/del-salon-nacional-al-salon-inter-nacional-de-artistas/ Debate posterior de: Jorge Peñuela, Nadín Ospina, Ricardo Arcos-Palma, Mónica Boza, Jaider Orsini

Ricardo Arcos Palma. “¿Y quién cura a los curadores?”, Vistazos críticos #118. Agosto 18, 2013. http://criticosvistazos.blogspot.com/2013_08_18_archive.html

 

Notas 

[1] Este artículo parte de la ponencia presentada en IV Simposio de Historia del Arte, Universidad de los Andes, agosto 20-22, 2014, desarrollada posteriormente en el encuentro: ¿Qué se dice cuando se habla de la (inter) nacionalización del arte y la cultura?, Historias Emergentes IV, Maestría de Estudios Artísticos, ASAB – Universidad Distrital, noviembre 27, 2014.

[2] Fernando Zalamea, “Los bordes y el péndulo”, en Zalamea, América, una trama integral, Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, 2009.

[3] En otros casos se ha propuesto una aproximación metafórica para concebirlo, Beatriz González ha instituido la metáfora que alguna vez usó Marta Traba al llamarlo el “termómetro” del arte nacional, añadiéndole incluso el adjetivo “infalible” (ver González, 1990). Andrés Gaitán, a su vez, propone oponer el “barómetro” al “termómetro”, señalando la incapacidad del aparato para medir lo que mide, y en cambio, dar exclusiva cuenta de las presiones exteriores (Gaitán, 2005)

[4] Ver el texto de Jaime Cerón, “Del Salón Nacional al Salón (inter) Nacional de Artistas”, que fue una conferencia en el curso Diálogos Críticos de la Universidad de los Andes, y posteriormente fue publicado en Esfera Pública, donde fue ampliamente debatido. Y es la base también del texto publicado por Cerón en el catálogo del Salón.

[5] Ver el debate que tuvo lugar en el blog Columna de Arena en el año 1998 a partir del texto de José Roca “Si no el Salón, ¿qué?”, que resulta una herramienta muy precisa para entender todo lo que sucedería después.

[6] “El Ministerio de Educación Nacional declara ampliamente satisfecha su misión si, con la exposición de este Primer Salón de Artistas Colombianos, logra provocar en torno de ella una sana agitación que reintegre, dentro de nuestra incipiente vida espiritual, la preocupación estética al plano eminente que por derecho le corresponde./ La intervención del pueblo en este episodio cultural no debe circunscribirse a la situación pasiva de mero espectador. Por el contrario: su función esencial debe ser la de juez de conciencia que tiene que decidir, en última instancia, si hay o no, un arte propio. (…) Otro de los fines que se propone el ministerio con la institución del Salón Anual de Artistas Colombianos, es el de crear en el artista una conciencia del valor de su obra, que, además de estimularlo en la creación estética personal, lo habrá de capacitar para juzgar y para estimar con meridiana imparcialidad y sin prejuicio de escuela o de tendencia, el arte de los demás.” Jorge Eliecer Gaitán, El Tiempo, noviembre 17 de 1940

[7] “En esto de lo pendular hay un antecedente muy bueno, el del Salón de 1972 cuando se quitaron los premios, se hizo curaduría por ejes, se planteó que el salón viajara y se hizo, por primera vez, un catálogo consistente a color y de amplio tiraje, claro, la cosa no gustó, se le hizo a este salón un salón alternativo en la Tadeo.” Lucas Ospina en correspondencia personal.

[8] Ver una muestra parcial en la bibliografía. El libro editado por Calderón Schrader hace una muy buena selección artículos por Salón que dan buena cuenta del debate a través de los tiempos.

[9] Un texto clave para entender la dinámica de libertades, responsabilidades y necesidades de justificación en el campo del arte: Boris Groys, “Las políticas de la instalación.”

[10] Victor Grippo. Tiempo, 1991

[11] Karin Sander, Obra para muro, 2013

[12] Karin Sander, Pintura por correo, 2013

[13] Jimmy Durhamm. Destrozando, 2004.

[14] Abel Rodríguez con el apoyo de Tropenbos, Colombia.

[15] Gabriel Sierra. Sin título (Literal y Explicado), 2004-2013

[16] José Olano. Cuidado, esculturas inestables, 2013

[17] Liu Chuang, Sin título (La historia del sudor), 2013

[18] Carlos Uribe. Manantial, 2013

[19] Mario Opazo. Espejismo, 2013.

[20] Juan Carlos Calderón. Tubu, 2013.

[21] José Castrellón, Kuna metal, 2011.

[22] “Alguien dirá que estoy ardido porque no me invitaron, y si, tiene toda la razón pues yo como miles de artistas colombianos, merezco y exijo que mi trabajo sea al menos considerado en condiciones imparciales para participar en este que como lo dice el mismo Ministerio: es el programa de apoyo al arte contemporáneo de mayor trayectoria en Colombia y, posiblemente, su plataforma más visible.
Los artistas no nos sentimos representados en este Salón y si más bien usados con un propósito que está haciendo carrera y es el de posicionarse en el circuito internacional de la curaduría que es hoy por hoy el jet-set del arte. ¿Su narración triunfará?: Saber desconocer el arte…” Nadín Ospina, Algunos cuestionamientos sobre el Salón (Inter) Nacional de Artistas, Colombia. Saber- Desconocer. Esfera Pública, Agosto, 2013.

[23] “Ahora es la hora de recostar un taburete a la puerta de la calle y empezar a contar desde el

principio los pormenores de esta conmoción nacional, antes de que tengan tiempo de llegar los historiadores.” García Márquez, Los funerales de Mamá Grande. Cita incluida por Oscar Roldán en el Libro de creencias.

[24] Delcy Morelos. Eva, 2013.

[25] Gabriel Sierra. Sin título (siete conejos), 2001-2013

[26] Lorena Espitia. De la serie La vida, el universo y todo lo demás, 2013

[27] Maria Isabel Rueda. Visión remota [Muelle de Puerto Colombia], 2012

[28] Miguel Jara, Extravíos mentales, 2013.

[29] Entre las muchas cosas que se me quedan fuera, está la programación que tuvo lugar en la Heladería, donde se invitaron las “artes vivas”, con conciertos, charlas, performances, presentaciones de libros, etc.

[30] Aunque con muy pocas copias, y como era gratis, sólo hubo para los afortunados de ir a ese primer evento, pero es verdad que gracias a una muy buena web, esa información estuvo pronto para todos.

[31] Víctor Albarracín, El tratamiento de las contradicciones. Caín Press, 2013.

[32] Publicado en: Gómez, Nicolás, Felipe González y Julián Serna. 2008. Elemental: vida y obra de María Teresa Hincapié. Bogotá: Laguna, 2010.