Wow! Awesome!

Durante el tiempo que cursé la maestría en Purdue University (Lafayette, IN), había empezado a detectar la intensa infiltración de la palabra “community” en el discurso académico-artístico americano; palabra que, en los últimos años, había terminado por convertirse en el comodín del estudiante que trataba de evadir la crítica de sus profesores. Táctica que probaba ser infalible. Una vez incluida esta palabra, se convertía en el validador de toda práctica, pues esta se realizaba “por el bien de la comunidad”. Y criticar a un hacedor-del-bien no es algo muy bien visto por acá.

Desde hace cuatro años trabajo como artista y educador en los Estados Unidos. En este país cursé una Maestría en Bellas Artes, después de haber terminado estudios de pregrado en Diseño Industrial con una opción en Arquitectura en mi natal Bogotá, donde, por primera vez, y muy tardíamente, me interesé en el arte y en los artistas, y donde todavía considero que se encuentran el arte y los artistas que más me gustan.

Menciono estos innecesarios datos biográficos solo con el deseo de aclarar el hecho de que siempre me he sentido un “outsider” en el mundo del arte y de anunciar que seguramente mi texto esté plagado de “inocentadas” que los más estudiosos identificarán a primera vista, pero que solamente se me han presentado como revelaciones en los años recientes. Este es, entonces, el relato de mi encuentro cercano con la élite del “Arte Relacional” americano y una enumeración de preguntas que surge a partir de dicha experiencia.

Durante el tiempo que cursé la maestría en Purdue University (Lafayette, IN), había empezado a detectar la intensa infiltración de la palabra “community” en el discurso académico-artístico americano; palabra que, en los últimos años, había terminado por convertirse en el comodín del estudiante que trataba de evadir la crítica de sus profesores. Táctica que probaba ser infalible. Una vez incluida esta palabra, se convertía en el validador de toda práctica, pues esta se realizaba “por el bien de la comunidad”. Y criticar a un hacedor-del-bien no es algo muy bien visto por acá.

En esos días, como estudiante de primer año, me preguntaba: ¿“Pero, quién carajos es la comunidad?” Pronto vine a entender que la comunidad eran 9 o 10 babosos amigos del artista en cuestión quienes, casi por obligación, “participaban” en sus sosos eventos. Casualmente, esta comunidad estaba constituida, casi de manera exclusiva, por jóvenes-adultos blancos cool, entendidos (o posando como tales) del arte, auto-proclamados liberales, oyentes de indie rock y consumidores de productos orgánicos. En pocas palabras: hipsters. Todos, votantes de Barack Obama en las elecciones de 2008. Se había instaurado entonces la dictadura de la comunidad y era prácticamente imposible evadir su presencia en la escena artística. El gusto “único y original” de unos se había vuelto el de millones.

En 2010, después de aceptar un cargo académico en una universidad de North Carolina, me mudé a esa zona del país; más específicamente, a Greensboro (sede de University of North Carolina, Greensboro, UNCG). Durante los últimos años esta ciudad se ha convertido, junto con Pittsburgh y Portland, en uno de los bastiones centrales del llamado “Social Practice Art” (traducción américo-académica, y casi cristiana, de “Relational Aesthetics”), probablemente gracias a que una de las más importantes residencias artísticas del país, enfocada al “trabajo en comunidad”, se encuentra allí, y a que Lee Walton, uno de los personajes insignias del “Social Practice”, reside en Greensboro y enseña en UNCG.

Al llegar a la ciudad, fui invitado por Walton, muy amistosamente, a participar en el “Super G Experiential Residency”, un programa de residencias, bajo su dirección, que toma lugar dentro de un supermercado internacional llamado El Super G. Este se encuentra localizado en un barrio no muy cool y prácticamente surte a la población asiática y latina de la ciudad, quienes (como en la mayoría de ciudades estadounidenses) no participan en la configuración de la “alta cultura” local. El supermercado cuenta con un área de “mercado de pulgas” donde los organizadores de la residencia alquilan un espacio, ocupado por diferentes residentes cada mes. Al final de su estadía, los artistas residentes ofrecen una charla sobre su experiencia. En palabras de los directores, “La Residencia Experiencial Super G es un intenso programa de tres semanas que invita a pensadores y practicantes a crear proyectos que estén dirigidos hacía la producción de ‘experiencia.’”

Con el ánimo de “contextualizarme”, a finales de septiembre, asistí a una de estas charlas, antes de presentar mi aplicación oficial al programa. La presentación de esa noche estaba a cargo de tres jóvenes artistas quienes durante un mes se habían dedicado a entrevistar a algunos de los visitantes del supermercado acerca de su selección de alimentos. De esta actividad resultaron entrevistas en audio “muy interesantes”, en las que se discutían relevantes temas contemporáneos como, por ejemplo, la clase de cebollas que los clientes usaban en sus recetas diarias, entre otros. Estos jóvenes blancos parecían realmente sorprendidos de que la gente del barrio hiciera mercado. Su experiencia se presentaba como algo asombroso y espectacular que debía ser documentado y celebrado como arte (algunos más eruditos llamarían a esto un caso de “turismo cultural”). Finalizada la charla, la audiencia de casi 20 estudiantes, profesores y curadores de arte de la ciudad se dio al unísono con fuertes aplausos, felicitaciones, “WOWs” y “AWESOMEs!”

Definitivamente, ese fue uno de los momentos clave de mi “vida artística”, en el que me pregunté de manera muy sincera si de pronto yo me había perdido la repartición de algún jarabe mágico para la tos mental. Esa noche, otro ingenuo al que le llegó tarde la dosis de jarabe relacional (o que no consumió lo suficiente de ella) cometió el sacrilegio de cuestionar la charla y preguntó algo como: “¿Y por qué decidieron solamente hablar del mercado que hace la gente?” (dando a entender que el tema era irrelevante y aburrido), a lo que los artistas respondieron con algo de agresividad: “¡Obviamente no queremos ofender a nadie!” (hay que recordar que vivimos en la era de la exagerada correctez política, en donde preguntarle a alguien algo más allá del estado del tiempo se considera ofensivo).

De vuelta a mi estudio, confundido, volví a leer los requerimientos de la aplicación al programa, donde claramente decía: “Los residentes son provistos de un espacio de 144 pies cuadrados dentro del mercado, para usar y transformarlo de cualquier manera que deseen”. Después de haber visto la complaciente y acrítica recepción de la charla y de las pasadas propuestas, fue natural, para mí, dudar de la veracidad de esta afirmación. Parecía que sí, TODO era aceptado. Eso sí, siempre y cuando la propuesta estuviera basada en “el parche” y en la “bacanería comunal”. Pero, ¿y si uno no quería ser un bacán? ¿Si uno quería realizar un trabajo que no se vendiera como benéfico a “la comunidad”? Hasta ahí, nada perdía con intentarlo. Escribí una propuesta para implementar, en el supermercado, un stand de una agencia de Latina Dating llamada ColombiaCaliente (este tema de la “calentura latina” y de las esposas por correo siempre me ha fascinado y me es personalmente familiar pues, a finales de los noventa, una tía se anunció en uno de esos catálogos; hoy vive con su esposo de once años en Minnesota). En el stand habría una estación de video para grabar perfiles de los clientes americanos. Estos serían subidos a un website donde las interesadas podrían revisarlos y subir su propio material. Sinceramente, el proyecto ni me iba ni me venía. Creo que lo que me interesaba era ver qué tan lejos (o cerca, en este caso) se podría llegar en este mundillo del “Social Practice Art”, en el que “todo vale”. Sorpresivamente, recibí respuesta positiva del señor Walton: “Juan, tu aplicación es hermosa”, decía su correo.

Mi residencia estaba programada para noviembre de 2010. En el tiempo entre el envío de mi aplicación y la fecha mencionada me dediqué a crear la imagen del proyecto, a construir los websites necesarios y el material físico requerido para su implementación. De vez en cuando, por puro morbo, consultaba el website de la residencia y cada día me sonaba menos la idea de ser parte de ella. Cada vez más, parecía que mis nuevos amigos sociales trataban al lugar como un zoológico multicultural al cual ir a “experimentar la diversidad”; tomándose fotos con los vendedores inmigrantes y documentando la atracción que estos “interesantes” seres les producían. Aun así, seguí en mi misión de probar qué tan experimental resultaba todo; Si era exoticidad y espectáculo lo que se buscaba, ¿qué mejor que unas chicas colombianas, cazamaridos, echadas pa’lante? A principios de noviembre, mi nombre aparecía en el website como “futuro residente”, junto con una pequeña biografía.

Después de unos consabidos retrasos, finalmente, a mediados de noviembre, me solicitaron un preview del proyecto, el cual envié enseguida (un website construido con material gráfico, audiovisual, y textual tomado de otros sitios de “Colombian Dating”). Ese mismo día, se lanzó el proyecto en el website de la residencia Super G. Al día siguiente, recibí un email de Lee Walton, el director del programa, en el que me decía que “se sentía raro” y que teníamos que “hablar acerca de cómo ser sensible en la manera que se anunciaba el proyecto” (yo tampoco entendí esa parte); que no era claro que se “está criticando la situación -no promoviéndola” (en ningún momento, en mi aplicación, se mencionaba que iba a “criticar” el negocio del Online Dating Transnacional; no entiendo por qué habría de hacerlo). Su última línea era mortal, en ella decía que tenia que “ser cauteloso” con su posición en UNCG, pues él estaba pasando por el año de “tenure review” (la estresante transición de profesor de “planta” a “cátedra”). Básicamente, sugería que mi proyecto ponía en peligro su futuro profesional como académico. De inmediato, llamé a Walton y, después de casi una hora de charla infructífera, me quedó claro que la residencia no quería tener nada que ver conmigo.

La mayoría de las razones, a mi modo de ver, eran realmente superficiales. A mi parecer, sonaba como si mi proyecto le parecíera feo, que no encajaba en su estrecho canon estético indie-crafty bonachón, lo cual era cierto: el proyecto era feo. En algún momento, Walton mencionó que la pieza debería tener una guía escrita u oral que la acompañara y que la explicara y que “nuestra responsabilidad como artistas debía ser análoga a la de la radio pública (NPR)”, lo cual refuté argumentando que “ser objetivo” no era mi responsabilidad. Al final, volvimos al tema de que un proyecto “así de arriesgado” ponía en riesgo su posición laboral y, tratando de evitar a toda costa ser el causante de semejante pérdida para la comunidad académica, decidí dejarlo todo en sus manos y que después me comunicara su decisión. Al día siguiente, toda información acerca de mí y el proyecto había desaparecido de la página de la residencia y de su versión en Facebook. Curiosamente, esa misma semana el Smithsonian censuró un video de David Wojnarowicz y el mundo del arte se conmocionó. Walton y su socio en la residencia, como la mayoría de mis amigos americanos, protestaron activamente (en Facebook, obvío) en contra de esa acción: “¡No aceptamos ningún tipo de censura en el arte!”

Llegado diciembre, fui contactado de nuevo por Walton, quien me invitó a tomar unas cervezas y conversar. Lastimosamente, siendo Greensboro una ciudad pequeña, durante ese mes de silencio de su parte, oí obvios rumores sobre la tal residencia “experiencial”: que las aplicaciones ni se leían, que si eras “cool” eras aceptado, y que si eras una chica “hot” eras más que bien recibida. Aun así, asistí a la cita. Que no digan que no soy un bacán. Durante la noche, Lee se disculpó por “pussying out” (“aculillarse”). Admitió que mi proyecto no era nada controversial y que se había dejado comer por el miedo y por la presión estética de “la comunidad” y que debíamos llevarlo a cabo. Otra vez. Una de mis sugerencias, para que su público no lo crucificara, era la de no anunciar el proyecto en la página oficial del programa ni en Facebook; que simplemente el stand apareciera en el supermercado, sin conectarlo públicamente con la residencia. Y que, al final, cuando yo tuviera que ofrecer la charla, lo enmarcáramos dentro del programa final. Aun así, viendo cómo se habían desecho de todo contacto público conmigo, no le creí ni media palabra. Salí de ese encuentro con la total seguridad de que el proyecto nunca se iba a realizar.

Y así fue. Pasaron los meses, llegó 2011, y nunca volví a saber de estos “socialistas”. Nunca rechazaron abiertamente mi participación, nunca más me contactaron e ignoraron todos mis intentos de contacto. Por medio de la página me enteraba de los nuevos residentes: una chica que preparaba pasteles con su madre, otros que venían desde New York a construir un castillo de cartón. De vez en cuando, me topaba con los organizadores en obligados eventos culturales y su incomodidad al verme no podía ser mayor. Pobres. Así lidia América, diariamente, con todo tipo de conflicto: ignorando; sonriendo; celebrando. Y eso está bien. Es parte de la identidad de este contexto y es algo a lo que uno sabe que se va a enfrentar, día a día, si quiere seguir disfrutando de los “beneficios” de Obamalandia. No me quejo. Pero sí me pregunto: ¿son estos personajillos los que están configurando el discurso dominante del arte contemporáneo? ¿Llegan estas tiesas tendencias a Colombia y se imponen como ley en las universidades? En Estados Unidos, no solo se ha establecido, casi como plantilla, el arte del “parchar”, sino que se ha sublimado y validado como activismo político, gracias a múltiples publicaciones de grueso calibre y a importantes programas académicos. ¿A dónde llevará todo esto? ¿Son estas, en realidad, las “nuevas reglas” del arte? Un discurso flojo de la “bacanería blanca”, políticamente correcta y totalmente celebratoria, que aunque se vende como abierto, liberal y secular, según mi experiencia (y en mi opinión), es simplemente un reformateo “cool” de todos los valores cristianos, conservadores y correctos que configuran la genética socio-política del ser americano. ¿Entonces así estamos hoy?

Definitivamente, God bless America.

 

Juan Obando

 

Discusión

Lucas Ospina: Este Wow! Awesome! es un buen purgante contra el “jarabe relacional”, el problema es que está aguda y escéptica pócima no surte efecto ante estos fantoches del “Social Practice Art” (o ante los evangélicos de las “prácticas artísticas” a nivel criollo).

La fauna intestinal de estos “hipsters”, o gente “play” o “bohemia” convenientemente autodesclasada, es resiliente: está compuesta —como bien lo pone Obando— por una voluntad carrerística (y profesoral) ventajosa y por la culpa que les produce tener el ocio de que dispone todo artista, es una flora bacteriana resistente, y si a esto se suma su mentecatez creativa, que reemplazan con una candidez política insufrible, se da uno cuenta de que no hay nada que hacer. Son tan astutos que si se leen “El artista como etnógrafo” de Hal Foster, donde el crítico le señala a estos practicantes los peligros de la autoindulgencia, del autoexotismo etnográfico, del paternalismo con el “otro”, del narcisismo mesiánico, esta gente solo se queda con el título del texto, y astutamente lo citan en sus justificaciones teóricas para instrumentalizar la crítica y señalar que Foster les marcó el camino de “artistas como etnógrafos”.

Definitivamente, el camino al infierno está pavimentado de buenas intenciones, y son estos artistas del “Social Practice Art” los que últimamente le ponen más asfalto, más bolardos, más carriles y más peajes a la vía, y por supuesto, son los que reciben más becas y apoyos económicos, después de todo, es un arte cómodo, un tipo de arte que despoja al arte de sus elementos de emancipación más poderosos: la crítica, lo antisocial, lo singular… ¡Cuidado! Artistas trabajando…

Por último, que quede claro que si hay una gente que está haciendo una labor meritoria de “Social Practice Art”, el maestro de escuela que se jubila luego de décadas de dictar una clase de arte discreta y meritoria y por donde han pasado miles de estudiantes, el trabajador social que día a día programa películas extrañas en una biblioteca pública, el psicólogo que conoce bien los alcances de la terapia artística en personas que tienen dificultades de lenguaje, en fin, si uno quiere ayudar los otros hay sitio para hacerlo y labores a largo plazo que demandan un compromiso que excede el cortoplacismo de todos estos paracaidistas del “Social Practice Art”, artistas que caen en un lugar, una “comunidad”, y pretenden que por hacer un tallercito o dos, y luego tomar vuelo para caer en otro sitio, y por “registrarlo” todo y luego, por exponerlo ante sus pares del arte en una charla, galería, museo, bienal o encuentro, piensan que ya están haciendo gran cosa. Eso sí, esta gente es mucho pero mucho más sexy que el maestro de escuela, que el trabajador social, que el psicólogo, después de todo, son “artistas”.

Ana María Villate: El asunto de lo politicamente correcto siempre es difícil de resolver, por que si no se puede ofender a nadie entonces no se puede criticar nada, porque en la medida en que algo se critique alguien siempre tendrá que responder por eso. De esa actitud viene la tan reconocida frase que acaba con cualquier discusión que se proponga “respeto tu opinión pero no la comparto”.

“Respeto tu opinión pero no la comparto” en términos mas extendidos sería una forma de decir “ya te expresaste ahora callate” o “te oí pero no me interesa” de cualquier forma, es una manera de no reconocer el conflicto, de no querer negociarlo. Sin embargo ese no negociar el conflicto se hace de una manera polait, no estoy siendo autritario por que “respeto tu opinión”, pero me importa un carajo lo que tengas para agregar porque “no la comparto”…

Exponer algo conflictivo sea o no “Social Practice Art” siempre implicará abrir ese espacio vetado de la discusión, el problema acá es que no se está alagando al “otro” por comer mierda y ser feliz, eso que nos gusta tanto de nuestros estereotipos del buen salvaje, o la santificación del pobre… Juan Obando ha abierto la posibilidad de pensar la institución del matrimonio de a misma manera el la que pareció hace ya varios siglos, como un negocio otrora para que las familias nobles o acaudaladas aumentaran sus bienes a través de una dote que se entregaba con la “doncella novia” a quien la pidiera en matrimonio, ahora como la posibilidad de inumerables mujeres latinoamericanas de conseguir la visa soñada a cambio de atender de por vida a un gringo fofo que no aguanta la idea de la soledad… Plantear dicusiones no es fácil, pues siempre habrá alguien que “respete tu opinión pero no la comparta”

María Mendieta: Video de una agencia de dating similar a los presentados por Juan Obando en su proyecto ColombiaCaliente

Tiene razón Juan Obando. Su proyecto es feo y puede poner en problemas a cualquier académico que administre la franquicia de lo relacional y lo social en cualquier región del mundo. ¿Què sucedería si Obando hubiera propuesto su proyecto para un Festival de Arte Relacional a realizarse en alguna de nuestras universidades? ¿Y qué sucedería si en vez del cliché de latina o colombiana usara el de paisa o pereirana? Seguramente le habría pasado algo similar a lo que le pasó con Walton y la “comunidad”.

O para ponerla más fácil: ¿Qué pasaría si Tania Bruguera en vez de su performance con coca y cliches del conflicto lo hubiera hecho con los estereotipos de mujer colombiana sensual y hubiera sentado a una chica de Cali, otra de Pereira y otra de Barranquilla a que hablaran sobre el hombre de sus sueños?

¿Y si lo manda a una convocatoria del Ministerio de Cultura como proyecto curatorial del Eje Cafetero y los jurados son Clemencia Echeverri, María Iovino y Natalia Gutiérrez?

Juan Pelaez: “En esta plataforma se implementaron estrategias colaborativas, nuevos modelos para intercambiar conocimiento de manera colectiva, experimental y networking. Durante todo el día, los visitantes podían participar durante el día en 7 workshops, podían escuchar y sentarse a charlar sobre la promoción y presentación de proyectos colectivos, trabajos en progreso, disfrutar de la música, el café y comidas”.

Mercado de las Prácticas Artísticas Contemporáneas

http://laagencia.net/archivo/pasaje-7-de-agosto-mercado-de-practicas-contemporaneas/

PROYECTO POR LAAGENCIA (espacio de cooproducción), TRATA DE ARTISTAS (colectivo de artistas), PERSONAS NATURALES (estudio de arquitectura) POSICIONES DE EMERGENCIA (colectivo de arquitectos) Y LOS KAOS PILOTS.

María Mendieta: Juan Pelaez trae a colación el Mercado de Prácticas de La Agencia. Aunque no tiene el tono “indie craftie” del Social Practice de Lee Walton, si pone el dedo en la llaga: ¿cual es el público de espacios como La Agencia, El Bodegón, 15-16, El Parche y otros tantos que están funcionando (o funcionaron) a nivel local?, ¿no son siempre artistas allegados y amigos cercanos?

Para nadie es un secreto que cada espacio tiene su “parche”. Y es ese parche el encargado de aplaudir (Wow! Awesome!) cada cosa que les gusta en su “vida social”. Inclusive el mismo Pelaez nos puede ampliar si la “vida social” que pregonaba El Bodegón tenía algo que ver con darle un valor “artísitico” a sus relaciones sociales.

¿No tiene el Mercado de la Prácticas Artísticas todos los ingredientes de la “vida social” que promovía El Bodegón?

Aquí un fragmento del “statement” del Bodegón:

“Fiestas, conciertos y otras actividades pretenden generar espacios para la reunión informal de artistas, estudiantes y vecinos de la zona, deseosos de encontrarse, chismear y divertirse. Consideramos que en el entorno artístico, la vida social es fundamental como dispositivo de movilización. Creemos que la conciencia crítica suele no estar involucrada con esquemas aburridos.”

Guillermo Vanegas: Ya que la cuestión terminó convirtiéndose en una “pelea de hipsters”, va este link para que disfruten y nos hagamos menos los de las gafas.

Ya en serio. El punto no es sobre la tribu urbana universitarizada o grupete de desocupados recientemente graduados con algún tipo de aspiración en el campo artístico que tratan de parecer, en spanglish, concernidos respecto a lo mal que está el país, por regalarle un asqueroso juguete de cartón a un niño que se deja cubrir con cinta pegante o por jugarle a la cosa alternativa mientras se distraen con gadgets de última tecnología (que finalmente, todos terminaremos usando –así sea prestados).

El tema que trae Obando tiene que ver más bien con el retorno de esa lacra del arte setentero local que algunos llamaron “amor y dibujo del gamín” u otra fórmula que ahora no recuerdo y cuya teorización le valió en su momento una impresionante insultada a una curadora estadounidense hace tiempo exiliada de nuestro amable país. Entonces, esa atracción por la miseria idealizada ahora vuelve alimentada con la fuerza del chiste borriudano de lo Relacional, gracias al cual es posible vivir de paseo, sin hacer nada y ganando becas, o mejor, diseñando proyectos o asesorando en la sombra la redacción de políticas culturales (Estimado Fernando, entiendo su clamor; Yo creo, es mi opinion… ).

A eso hay que sumarle su absurda canonización en la X Bienal de Bogotá o el Encuentro MDE07, donde tallercitos, simulacros de picnics y sonrisas hicieron las delicias de muchos de nuestros artistas y turistas generosamente recibidos (a mí me atendieron de maravilla). ¿Alguien recuerda lo que pasó con los talleres pedagógicos del ultimo Salón Nacional? Allá no había hipsters, pero eso sí toneladas de buenas intenciones.

No hace falta disfrazarse de profesor calvo para parecer serio, ni de adolescente delgado para hacerse el pendejo (o de profesor delgado para hacerse el pendejo, o de adolescente calvo para parecer serio). No hace falta comparar nuestra escena local con cualquier otra para tratar de no ver aquí que el problema es de hondo calado y que supera los alcances de unas pocas y miserables galerías o espacios de arte (con respeto), donde hacemos de todo. Desde creernos inteligentes hasta entontecernos con licor, como en las buenas familias (donde aun no hay problemas de adicción a la bebida).

Lo de la pornomiseria (el dibujo del gamin) es uno de los temas que trae el texto de Obando. Y no es el único, ni tampoco el argumento central. Desde el comienzo de su escrito el indaga sobre la “comunidad” y lleva el asunto más lejos que el mero “retorno” de la pornomiseria:

“¿“Pero, quién carajos es la comunidad?” Pronto vine a entender que la comunidad eran 9 o 10 babosos amigos del artista en cuestión quienes, casi por obligación, “participaban” en sus sosos eventos. Casualmente, esta comunidad estaba constituida, casi de manera exclusiva, por jóvenes-adultos blancos cool, entendidos (o posando como tales) del arte, auto-proclamados liberales, oyentes de indie rock y consumidores de productos orgánicos. En pocas palabras: hipsters. Todos, votantes de Barack Obama en las elecciones de 2008. Se había instaurado entonces la dictadura de la comunidad y era prácticamente imposible evadir su presencia en la escena artística. El gusto “único y original” de unos se había vuelto el de millones.”

Julieta Gonzalez: NO estoy de acuerdo con el prototipo que manejan de mujer Colombiana, yo soy mujer colombiana joven y no me parece como lo muestran osea no todas somos tan superfluas que seamos bonitas, sexy no quiere decir que no pensemos en nuestra autoralizacion sin tener que girar entorno a la de un hombre.