puesta en abismo

Me es imposible, amigo mío, hablarle de esta exposición, pues usted sabe que yo no estaba en el país cuando tuve noticia de la sensación que produjo. A usted le corresponde dar cuenta de ello; charlemos juntos, así quizá descubramos por qué después de un primer tributo de elogios dirigido al artista, después de las primeras exclamaciones, el público pareció enfriarse. Toda exposición cuyo éxito no se mantiene carece de valor. Pero para complementar esta conversación sobre la exposición Ámbitos de Miguel Huertas, le voy a contar una visión bastante extraña que me atormentó la noche que siguió a un día en el que había pasado la mañana viendo exposiciones y la tarde leyendo algunos textos, unos de arte, otros de filosofía, otros de literatura y, al final, uno de crítica.

Ámbitos

Me pareció que estaba encerrado en un lugar oscuro, una especie de galería semicircular y de techos altos donde al final de uno de sus dos extremos se veía la luz. Yo estaba solo pero todavía se oían ecos de un evento social que había congregado a mucha gente. Yo conocía el lugar y lo había visto vestido de otras maneras —con ruidos, con armatrostes sobre el techo y sobre el piso y con proyecciones de imágenes que se movían— pero ahora el sitio no me parecía tan conocido, ahí no pasaba mucho, me sentía algo perdido. No había ruido, no había objetos y se veían apenas unas fotos en sus marcos, un par de pequeños espejos y algunas líneas y manchas sobre las paredes. Antes de entrar al lugar un guardián me había pedido un tiquete de entrada y, sin pensarlo, saqué el papel de mi bolsillo y se lo dí, también le pedí el favor de que encendiera las luces de la galería pero él se limitó a señalar el techo: los rieles donde debían estar los focos para la iluminación estaban vacíos. Esto me recordó otras galerías donde había estado, en especial una donde sus montajistas se preciaban de decir una y otra vez que su vocación consistía en buscar siempre espacios no convencionales —por lo general ruinosos— para hacer sus exposiciones, y afirmaban —casi hasta el cuadrado— que ellos, con su accionar vanguardista, convertían la ciudad en una galería; pero casi siempre, no todas las veces, pero casi siempre, estos montajistas parecían estar más preocupados por usufructuar estos lugares —decorándolos bajo las pautas de la cosmetología minimalista— que por habitar el espacio mismo: esterilizaban pisos, techos y paredes, distribuían armónicamente la obras, iluminaban juiciosamente cada detalle, posicionaban su marquilla, y sobretodo, al final de la faena, se vanagloriaban, con grandilocuencia y seguridad, de su elegancia. En mi sueño esto no sucedía, o más bien, pasaba lo contrario, el lugar no se autoafirmaba, ahí nada se posicionaba, la oscuridad y el aparente descuido, convertían la galería en un lugar: el espacio fluía y no era un foco de luz lo que me atraía hacia las cosas —como les sucede a los insectos con la luz de los bombillos— sino que era yo, en mi soledad, el que debía buscar las cosas. En el sueño mis ojos se iban adaptando a la penumbra y con el paso del tiempo cada vez veía más. Pues bien, amigo mío, ¿qué dice de todo esto?

Amigo.—Pero, dígame, ¿no ha confiado su sueño a nadie?

Crítico.—No. ¿Por qué me lo pregunta?

Amigo.—Porque la galería que usted acaba de describir y lo que dice haber visto en su sueño es exactamente igual a la exposición Ámbitos de la Galería Santa Fe del Planetario de Bogotá.

Crítico.—Es posible. Había oído hablar tanto de esa exposición los días anteriores, que, al tener que hacer un espacio en sueños, habré hecho lo que hizo el artista. Sea como fuere, mis ojos se seguían adaptando a la luz y en vez de permanecer en la oscuridad iba distinguiendo algunas cosas: por ejemplo, cerca de la ventana del fondo —por ahí entraba la mayoría de luz a la galería, casi que era un lente— había unos marcos con unas fotos. Los marcos, de tamaño mediado, carecían de vidrio y estaban armados con madera sin pintar, las fotos iban pegadas sobre un fondo que tenía una superficie cruda y oscura, semejante a la del papel de lijar. Los marcos iban en dos hileras, cada una iba enfrentada en las paredes opuestas del extremo iluminado de la galería. Las series debían estar compuestas por más de ocho pero por menos de quince fotos, es difícil recordarlo, el tinte de los sueños es siempre oscuro y a medida que hablo no sé si voy inventando cosas o si solo las recuerdo. Las fotos tenían algo que llamó mi atención, muchas conservaban el marco que les da el marginador de la ampliadora o el borde blanco del papel que muchos artistas eliminan pues lo consideran un residuo.

Amigo.—Tenían entonces un doble marco, el marco de la foto y el marco del marco.

Crítico.—Exactamente. Una práctica poco común en estos tiempos donde el progreso de los procesos fotográficos nos permite fijar, o plastificar, una imagen que carece de bordes sobre un soporte duro a una escala grande —y casi heroica— o a un tamaño económico y afín al bolsillo. Ha quedado claro que pensar en el marco es un anacronismo, es algo pasado de moda. Los fotógrafos quieren que la imagen sea una sola con el mundo y esto lo hacen con las mejores intenciones. Es la montaña la que viene a Mahoma y esa ilusión, sin hacer mucho esfuerzo, nos dice que lo que vemos es lo que es.

Amigo.—No me dirá que usted, un amante del arte, desfavorece la ilusión.

Crítico.—Amigo mío, vivimos de la ilusión, del engaño, de la mentira, pero un gesto no niega al otro, en una obra de arte podemos encontrar ambas vías abiertas, un artista es un mago que no le teme a hacer magia y, a la vez, a mostrar el truco. En mi sueño unas de las fotos eran a color y otras eran en grises, y el contraste entre las dos gradaciones, contrario a decirme que lo que yo veía eran fotos de registro o de documentos, o del pasado y del futuro, me decían: somos fotos y nada más, somos imágenes de lo real, no somos lo real; pero también esas imágenes me permitían adentrarme en ellas, perderme en ellas, y siempre la obra, con su marco, me dejaba volver a salir de la imagen, o aún más, me permitía ver que todo siempre estaba dentro de una imagen más grande: la imagen de la imagen más el marco, y luego yo podía extender la progresión de este pensamiento hacia el marco de la galería, y luego hacia el mundo y así hasta la nada.

Amigo.—Amigo, a pesar de su entusiasmo, ambos sabemos que hablar del marco dentro del marco es una idea de vieja data.

Crítico.— ¡Ah, no hay nada como las viejas preguntas y las viejas respuestas!

Amigo.—Pero es una idea algo trillada.

Crítico.— El arte viejo crítica tan bien al arte nuevo como el arte nuevo crítica al arte viejo, sin embargo, algo de razón puede tener usted. La obra, por momentos, se sostenía excesivamente en ese mecanismo, al que creo los franceses se refieren con la expresión “Mise en abyme”.

Amigo.—Usted disculpara mi ignorancia pero no sé francés.

Crítico.— Soy yo el que le pido a usted disculpas, pero no para pretender una falsa modestia, lo hago porque creo en la igualdad de las inteligencias. Igual que usted, no tengo idea de ese idioma pero la ignorancia es atrevida y en mi atrevimiento algo he podido encontrar al respecto. Compartimos con los franceses el término “Puesta en escena”, ellos lo llaman “Mise en scène”. Pues así mismo, “Mise en abyme” podríamos traducirlo a “Puesta en abismo”. Aunque es una denominación reciente, el recurso es muy conocido, ya Cervantes lo usaba continuamente y por ejemplo, al comienzo de “El Quijote”, nos dice que el libro no ha sido escrito por él sino que es una narración hecha por un traductor arabigo llamado Cide Hamete Benegeli; el autor inventa un autor ficticio que incluye la obra del autor real. En mi sueño sucedía algo similar. Soñé que la exposición era sobre el espacio del lugar de exposición y que además se mostraba en el lugar de exposición mismo. Si hacer una exposición es la puesta en escena de una obra, hacer una exposición sobre el lugar de exposición es una puesta en abismo; si un marco esta dentro de otro marco, y ese marco dentro del marco de la galería, el espectador también hace parte de esas inversiones; si la maquinaria de una exposición da esa ilusión, nosotros, sus lectores o espectadores, también somos parte de ella y de ahí el vértigo, la puesta en abismo.

Amigo.—Amigo mío, su sueño parece más una pesadilla. Una tautología de la que nos cuesta despertar, pero que al final, al abrir lo ojos, o al salir de la galería, no tiende más que a producir un leve desasosiego, una sensación de vacío, ya no de abismo.

Crítico.—Efectivamente. Ser conciente que “se piensa que se está pensando” puede ser un buen comienzo, pero si no se pone algo en juego el mecanismo se convierte más en una repetición inútil y viciosa que en un pensamiento, solamente queda el truco, no la magia. Pero no seamos tan severos en la interpretación de la obra de mi sueño, recuerde que los críticos de arte tenemos mucho que aprender de la crítica de restaurantes que en un mismo texto hace reparos a los platos mal preparados pero a la vez no duda en resaltar los aciertos.

Amigo.—Es cierto, y no solamente los críticos de arte deberían aprender de la crítica gastronómica, también los curadores. Mire usted que nunca he leído un texto de un curador donde se hable, siquiera mínimamente, de los defectos de la obra. Algunos curadores, a pesar de mostrarse bien versados en los últimos reparos de la teoría, al momento de escribir sobre las obras, no escriben textos críticos —coherentes con la “postmodernidad” de las teorías que predican— sino que escriben panegíricos, glosas que son afines al positivismo que engloba el mercadeo del producto artístico y del que además, de manera directa o indirecta, estos panegiristas devienen un sustento.

Crítico.—Amigo, amigo, nos estamos alejando de mi sueño, temo que si no continuo con mi narración, la obra desaparezca. Dejemos para otra ocasión ese asunto de críticos y curadores, regresemos a la obra que soñé. Ya retomaremos ese tema, tan pertinente a la crítica institucional, cuando hagamos filosofía.

Amigo.— Si. Lo que hoy nos une es lo que vimos, lo que estaba ahí, en la obra y en su sueño.

Crítico.—No todo en la exposición era algo tan esquemático como la puesta en escena de la puesta en abismo, o si todo lo era, había detalles que permitían perderse por rumbos menores. Le decía que también había dibujos, varios tipos de dibujo, como si todo hubiera sido hecho no por una persona sino por un grupo de personas. Esta variedad no se la atribuí a un devaneo eclecticista, más bien me recordó que lo importante para un artista no es tener o no tener estilo sino tener muchos estilos. Los dibujos variaban, unos eran manchas oscuras, extensas, que estaban trabajadas sobre la pared y que al ser miradas por un tiempo revelaban algo entre las sombras; no sé bien que veía, por momentos figuras, reflejos, y yo estaba solo con ellas, recuerde que nunca estamos más solitarios que en los sueños, y la falta de precisión de esos dibujos me ayudaba a mantener la atención, la imagen no se revelaba y esto hacía que yo pudiera seguir soñando; otros dibujos, eran trazos de perspectivas hechas a partir de hilos o usando una regla y un lápiz de carboncillo. En éstos últimos dibujos había un mayor cuidado, la línea se mostraba segura y su carácter descriptivo les quitaba el peso de cargar con cierto afán expresivo que se convertía rápidamente en saturación en otros ejemplos. La descripción menos sinuosa que hacían estos dibujos los ataba a las paredes donde estaba hechos y eran, si la comparación no le parece exagerada, como una especie de radiografía del espacio.

Amigo.— Me parece que si usted continua con esas comparaciones puede llegar caer en la crítica lírica que usted tanto crítica, pero a la larga es su sueño, es lo que usted vio ahí y si quiere darse ciertas licencias poéticas está en su derecho. No se preocupe por mi, yo lo estoy oyendo atentamente, pero sopeso lo que usted dice.

Crítico.—Es por eso que así nos convirtamos en enemigos usted siempre será mi amigo.

Amigo.— Dejemos la sensiblería y volvamos a la obra. Esos dibujos de los que hablábamos, los descriptivos, solamente se hicieron dos o tres veces, así que como elemento no tenían mucho protagonismo.

Crítico.—Lo mismo pasaba en mi sueño.

Amigo.—Pero la calidad de un dibujo de grandes dimensiones que estaba en el lado oscuro de la Galería Santa Fe dejó a más de un espectador perplejo. El formato del dibujo era rectangular y estaba hecho con carboncillo sobre la superficie de los paneles que tapan las ventanas de ese lado de la galería. El rectángulo que demarcaba el dibujo no parecía ser regular y la línea inferior y superior parecían dirigirse decididamente hacia un punto de fuga. Esto me recordó el tipo de dibujos que solo adquieren una forma definida al ser mirados desde cierto ángulo y me pareció que el artista había tratado de hacer algo similar, sin embargo, por más que me alejé y me acerqué diagonalmente a la obra, no pude darle forma a ese amasijo de cosas. El dibujo era a mano alzada y al parecer trataba de mostrar algo que los paneles impedían ver. Esta noción se veía reiterada de manera literal en otras acciones, hechas en otros lugares de la galería. En dos de ellas, dos pequeños espejos, apoyado uno lateralmente y otro sobre el piso, mostraban, gracias al ángulo de su inclinación, la parte de atrás, el esqueleto, de los paneles que hacen la pared falsa de la galería.

Crítico.— Los espejos me recuerdan esos adminículos que usan los dentistas cuando hacen una revisión bucal.

Amigo.— Si, si, muy bien, pero déjeme continuar. En otro lado de la galería, casi en la mitad, se había removido un pedazo de panel interrumpiendo la continuidad de la pared…

Crítico.— ¿A manera de traqueotomía?

Amigo.— Persiste usted con sus comparaciones, pero sí, casi a manera de traqueotomía. El hueco, del suelo al techo, que dejaba la remoción del panel, mostraba como detrás de esa pared falsa había una discreta hilera vertical de ventanas de vidrio dispuestas en forma de persiana; estaban sucias, llenas de polvo, pero por ahí todavía entraba el aire, el ruido y la luz a la galería. Entonces, volviendo al dibujo rectangular, en él se veían trazos que trataban de hacer un árbol y otro tipo de cosas, y se podía pensar que el ejercicio malogrado que produjo esa imagen, consistía en imaginar libremente lo que estaba afuera de la galería, lo que la pared falsa, hecha por los paneles, no dejaba ver. La resolución del dibujo era bastante errática, la mano alzada que tan bien se había desempeñado en otros dibujos, no lograba mucho, si acaso algunas manchas y una que otra línea, ahí solamente reinaba una confusión que ni siquiera, a pesar de si misma, se podía considerar lograda.

Crítico.— Es extraño porque en mi sueño me pasó lo mismo, por mucho tiempo deambulé dando vueltas tratando de encontrarle un ángulo a ese dibujo rectangular, pero, luego de un tiempo, me di por vencido. Mi sueño tenía los mismos defectos que la obra y el árbol que usted menciona carecía de la fuerza que se necesita para hacer ese dibujo, era una rama fofa, sin estructura. Pero también en la imagen había más trazos y mediciones y una labor frenética de composición de muchas cosas, no recuerdo qué con exactitud, para bien o para mal, me ha trabajado el olvido. En conclusión, no sé que decirle, el ejercicio de hacer esa imagen llamaba mi atención pero a la vez sus detalles me perdían.

Amigo.— Tal vez ese dibujo fue un sueño del autor, pero no una pesadilla, más bien un delirio que sirvió como válvula de escape a la racionalidad del proyecto.

Crítico.— El sueño de la razón engendra monstruos y ciertamente la imagen de mi sueño tenía cierto aire monstruoso. Comparar la obra que soñé a la que hizo el artista, y compartir los mismos errores, me hace pensar que yo, que no veo a ese artista durante el día, tengo tratos con él durante la noche. Sin embargo para la salud de nuestra percepción del arte, le ruego, amigo mío, que recuerde que lo que vimos no es una tesis y que un elemento malogrado no invalida la totalidad de lo visto. Si hablamos de trazos, había líneas maravillosas y en muchos ejemplos el uso del dibujo quedó justificado; pero sobre todo, la obra de mi sueño me dio la oportunidad de la experiencia del espacio, habité la galería, no como un ávido y entusiasta espectador de exposiciones de arte, sino como un paseante solitario. Y ese respetuoso ofrecimiento, sin ningún tipo de intromisión es, hoy por hoy, un regalo inapreciable.

Amigo.—Aún así, usted antes dijo que por momentos había ahí más vacío que abismo, y también que algunos dibujos se excedían en un juego críptico.

Crítico.— Cuando voy a una exposición, individual o colectiva, alternativa o comercial y veo un solo detalle que me guste, mi ronda se justifica; por supuesto que esto no exime de responsabilidad al autor, al curador de la muestra, o al galerista, ellos siempre deben procurar hacer lo mejor posible, pero como espectador, a veces me basta un detalle para apreciar una obra. Es más, creo que me llenaría de terror si un día veo una obra y en ella todo me gusta. No lo soportaría. Guárdese, amigo mío, de penetrar totalmente en las obras de arte, se echará a perder todas y cada una de ellas, hasta las más queridas. No mire un cuadro mucho tiempo, no lea un libro demasiado insistentemente, no escuche una pieza musical hasta agotarla, no hay ninguna inagotable, lo echaría todo perder y, con ello, lo más bello y lo más útil que hay en el mundo.

Amigo.— Tendré en mente su consejo. Pero dígame, y ya para terminar, quiero saber que había en la imagen de las fotos de su sueño; quiero saberlo pues si estas imágenes no coinciden con las de la obra, tal vez hayamos encontrado una diferencia entre la galería Santa Fe y la galería de su sueño.

Crítico.— En la fotos había luz, amigo mío, más luz.

Posdata

Crítico.— El texto de crítica que se adapta en este escrito, y que influyó sobre mi sueño, se llama Jean Honore Fragonard y es una crítica al cuadro Coreso y Calírroe expuesto en el Salón de 1765. El texto fue escrito por Denis Diderot a pedido de su amigo Fiedrich Grimm, editor de la Correspondence Littéraire. El texto fue publicado en español en el libro Escritos sobre arte / Denis Diderot publicado por Editorial Siruela y puede usted consultarlo en:

http://coresoycalirroe.blogspot.com/

Otros textos, que están presentes en mi sueño, pueden ser Maestros Antiguos de Thomas Bernhard o Fin de partida de Samuel Beckett.

—Lucas Ospina