Una de las supercherías más comunes que circulan acerca de los circuitos artísticos es la idea de que la emergencia de nuevos artistas deriva de poderes personales arbitrarios. En lugares como México es frecuente creer que determinados agentes artísticos (coleccionistas, vendedores o críticos) manipulan por completo y a voluntad la visibilidad o no de los artistas, al punto de que éstos deben a aquéllos enteramente su carrera. Nada más falso. La idea de que alguien posee la varita mágica de establecer la investidura de un artista por efecto de acciones aisladas y absolutas no sólo es producto de una cierta pereza intelectual: sino también es, resignadamente, un desconcierto de la crítica y una evasión de las posibilidades de cambio que podrían saltar a la imaginación.
Por un lado, esos supuestos análisis fallan en detectar la textura específica e históricamente determinada con que las obras artísticas adquieren significación cultural. Por otro, la atribución de prestigio cultural es un proceso de participación inequitativa, pero que bien pensado se revela también como un proceso social más o menos extenso. Ciertamente hay una trama de poderes económicos, institucionales y discursivos desiguales en profundidad con respecto al “mundo del arte” que determina en cierta medida la opinión de los círculos cerrados del mercado y las instituciones en un determinado periodo. No obstante, sus decisiones requieren eventualmente ser ratificadas o revocadas por círculos sociales más amplios y no es infrecuente del todo que esos criterios de élite queden también rebasados por otras pasiones y deseos. La forma en que diversos grupos e individuos participan en el proceso de valoración artística es claramente desigual, tanto en términos de peso económico, autoridad académica, discursiva o mera oportunidad histórica. Pero esa desigualdad no significa que los participantes más periféricos o marginales carezcan de capacidad para definir en mayor o menor medida al menos una parte del canon cultural. Qué es visible y valioso en el rubro artístico no es una materia de calidad inmanente, gusto o pura simulación; es más bien un campo continuo de disputas sociales, reacomodos institucionales y batallas históricas donde es ilusorio pretender gobernar a voluntad el proceso, pero donde también es siempre posible intervenir tácticamente para producir y demandar reformas y, así, participar en los cambios de sistema o criterio cultural.
En los últimos dos decenios no sólo hemos atestiguado un cambio del estatuto del arte en lugares como México, específicamente en el circuito del arte global, sino el decaimiento (y en varios aspectos, el derrumbe) de una serie de instituciones y mecanismos de visibilidad y competencia artísticos. Hacia mediados de los años ochenta del siglo xx —después de las batallas políticas del arte local de los años posteriores al 68—, se había formado en México un sistema de validación artística ciertamente restringido, aunque tenía una cierta apariencia de funcionalidad. Éste consistía en un mercado poco desarrollado, y relativamente aislado, pero lo acompañaba una narrativa local fortalecida en medianía pues se refería a dos modelos claros de promoción y administración del prestigio artístico: el primero apuntaba hacia un modelo de “salón” heredado de la Francia de los siglos xviii y xix, representado por una variedad de concursos oficiales y “concursos-bienales” que habían surgido, en parte, de la retórica de descentralización cultural; el segundo aludía a un sistema de exposiciones en galerías y museos que estaba definido en forma de un sistema escalafonario. Los concursos, entre los cuales destacaba el Encuentro Nacional de Arte Joven de Aguascalientes (a partir de 1981), tenían como una de sus principales funciones plantear un espacio público por convocatoria de lanzamiento y fogueo de nuevos artistas, el cual se enlazaba con la promesa de una carrera de exposiciones en museos y espacios secuencialmente más importantes que eventualmente culminaban en el imaginario de ese sistema, en la idea de la exposición “Homenaje Nacional” de orden póstumo o en vida.[1] Esa doble trenza tenía, ciertamente, un efecto resultado escaso (o casi nulo) en términos de efectos públicos mayores, formación de reputación histórica, creación de colecciones privadas o públicas o notoriedad internacional. No obstante, ofrecía canales aparentemente claros de ascenso en una carrera que, aunque tuviera pocos beneficios y efectos, era representable con claridad. Un camino, sin embargo, quedaba frecuentemente rebasado por la excepción y erupción: el significado que tomaba determinada obra a pesar de esos canales de tránsito en términos de su valor histórico o polémico.
La súbita transformación de la escena artística en las últimas décadas, derivada de la globalización cultural y el desarrollo de los circuitos de arte contemporáneo en el sur, tuvo mucho que ver con el trastocamiento y decadencia de esos sistemas de reclutamiento artístico nacional. La circulación artística global no admite, por más que la prensa municipal y las autoridades culturales lo imaginen, que ningún país esté presidido por alguna clase de cacique conceptual, ni que haya canon unidireccional que pueda ser validado por escalafón en las instituciones y concursos. Del mismo modo, la competencia entre curadores, en ámbitos tanto privados como públicos, hace impracticable la idea de organizar los museos y salas de exposición de un modo jerárquico. Así como la intervención de curadores viajeros internacionales y la formación de curadores locales tuvieron un papel decisivo en transformar decisiones aparentemente burocráticas y objetivas en exhibiciones y programas definidos argumentalmente, también tuvieron el efecto de erosionar la supuesta división de vocaciones y funciones de las instituciones locales. Instituciones y curadores compiten, con mayor o menor poder, por resaltar la atención del público de una a otra oferta cultural, sin importar si operan en un garaje o en un palacio, al crear proyectos de arte contemporáneo que no responden a nociones de edad, género o técnica fijos. La significación de una práctica artística no se define tan sólo en un mercado o en un circuito crítico o académico municipal, sino en un entrecruce de intereses transnacionales complejos y en una batalla discursiva por la significación. La propia demografía de los circuitos artísticos, que en los últimos años ha sufrido una explosión en números, recursos absolutos y geografía, conspira para producir un terreno donde el prestigio y el valor cultural están siempre en disputa. Incluso, puede argumentarse que la tendencia de medios y públicos por localizar el valor en el precio de las obras de arte es bastante triste, porque intenta encontrar un orden de significación en un espacio caracterizado por la inestabilidad y la disputa. Ciertamente, “sobrevaloración económica del arte contemporáneo” es una expresión de la monstruosa desigualdad que ha propiciado el triunfo del neoliberalismo en el ámbito global. Es también un intento desesperado por establecer, de un modo supuestamente entendible y compartido por todas las víctimas del mercado, un supuesto valor cultural que interviene en acciones, tendencias, obras, estéticas y objetos, los cuales están constantemente en revisión y competencia.
En cualquier caso, la obsolescencia de esos sistemas tuvo como resultado hacer opacos e ineficaces los mecanismos de sucesión artística generacional. La forma en que los artistas de los llamados “noventa” pasaron a tener circulación en los circuitos curatoriales globales en lugares como México, tuvo, en primera instancia, un efecto de apertura pues la pauta local fue pronto rebasada por los efectos de una investigación y exhibición de orden planetario. La transición al sistema global artístico apareció como un feliz sabotaje de la organización artística pasada. En el peor de los casos, ha producido la impresión de que las opciones de avance artístico son un mero producto de lo que el anglicismo denomina networking: las habilidades de contacto personal, construcción de redes y seducción curatorial. Mucho del resentimiento que gira en torno a los circuitos de arte contemporáneo deriva de la impresión de que las relaciones personales y el favoritismo rigen programas y sistemas. En efecto, el mundo del arte aparece atravesado por la dinámica de clases del capitalismo avanzado: una división entre marginación y oportunismo que condena a la mayoría a una precariedad social inescapable y, en cambio, favorece a otros con mecanismos invisibles que reproducen los privilegios de una clase eficaz en desorden aparente.
No obstante, la condición cerrada de ese sistema es también producto de la negligencia y falta de imaginación. Podría, de hecho, designarse como un proceso inconcluso. El proceso de globalización artística no es uniforme: puede redefinir por entero los canales de exhibición y circulación artística sin afectar sus mecanismos educativos ni la política de la representación. La falta de métodos de inclusión no es un efecto necesario del sistema artístico-curatorial: es el producto de la falta de otros mecanismos que le acompañan, mecanismos de renovación y movilidad artística que son, en cambio, habituales en una multitud de latitudes. El acceso de algunos artistas a los circuitos globales les dio la oportunidad de aparecer localmente como un mainstream impenetrable. Pero el cambio de reglas podría haber elaborado otros métodos de acceso a la visibilidad artística del sistema anticuado que entró en desuso.
Son dos, al menos, los mecanismos que, a primera vista, requieren construirse para introducir el dinamismo de la inclusión en el ejercicio de un organismo del arte gobernado por un proceso de decisiones curatoriales como el que prevalece en los espacios mexicanos de exhibición en la actualidad. Por un lado, está la necesidad de establecer alguna clase de imbricación entre la educación y la carrera artística. En ese campo, ciertamente, la situación en México está marcada por un gran atraso. Las instituciones de educación artística, por regla general, no incluyen la llamada “visita de estudio” como uno de sus dispositivos principales. Salvo los programas independientes que han sido gestados por los artistas que provienen del cambio de fin de siglo (el programa soma, en particular, que se fundó en 2009 por artistas que provenían de la experiencia de espacios independientes como La Panadería y Temístocles 44, o la práctica del Seminario de Medios Múltiples que desde 2003 conduce José Miguel González Casanova en la antigua enap), los artistas locales suelen carecer de la oportunidad de mostrar su trabajo en proceso a toda clase de agentes externos (galeristas, críticos, artistas, coleccionistas, curadores y profesores de otras instituciones), quienes no sólo abren perspectivas que rompen la circularidad de la enseñanza del taller, sino que, en ocasiones, hacen posible dar un primer paso en la búsqueda de circulación artística. El hecho de que la práctica de la curaduría en todas sus etapas esté tan íntimamente ligada a la práctica de la visita de taller hace aún más problemática su ausencia de los programas escolares: reduce el contacto individualizado que es, de hecho, la práctica cotidiana que fundamenta la investigación curatorial a un privilegio de élite y no a un mecanismo asumido de la pedagogía artística.
Una indolencia parecida toca el otro extremo de la estructura: el aparato curatorial. A pesar de los esfuerzos por hacer exhibiciones y proyectos que incluyan una variedad de artistas y nuevas voces, hay una cierta circularidad de nombres y referencias en las exhibiciones de arte nuevo en México que tiende a reducir los proyectos a las pocas decenas de artistas que, precisamente, emergieron en los años noventa en México. Naturalmente, curadores y curadoras buscan, al estar activos y en movimiento, artistas para exhibiciones colectivas, proyectos de residencias y becas. Pero en todas esas búsquedas suelen confiar en las virtudes de las redes de información y sociabilización en que habitan; sin reparar que en ellas, naturalmente, se produce una identificación entre privilegio y acceso. Con la excepción de unas cuantas iniciativas aisladas (sobre todo, el programa de becas de producción “bbva-Bancomer Arte Actual” que realiza bianualmente desde 2008 el Museo Carrillo Gil del inba), ha existido una relativa falta de proyecto en las instituciones locales para introducir programas que busquen, explícitamente, incluir nuevos practicantes que tengan en común tanto la edad y la proveniencia como el género y el origen cultural. Más allá de la competencia por hacer exhibiciones que definan la historia de un periodo o consigan prestigio entre pares, es necesario introducir la inclusión y transformación del canon como una de las demandas y valores centrales de la curaduría. Su operación no se justifica tan sólo por el modo en que puede conciliar o hacer coincidir los intereses de producción, circulación y reflexión acerca de las obras de arte; su mérito estriba, del mismo modo, en su habilidad para mantener en cuestionamiento la tendencia a la sedimentación del canon cultural, en su capacidad para subvertir la representación y en generar una inestabilidad creativa con relación al contingente artístico.
En el Museo Universitario Arte Contemporáneo (muac) hemos asumido que nos corresponde, con otras instituciones y colegas afines, crear cuantas vías y modos sea necesario para producir un tejido artístico más complejo en nuestra localidad. Hemos optado por establecer una tarea de investigación continua que se alimenta de una variedad de fuentes convergentes.
En el verano de 2013 lanzamos un experimento consistente en llamar a una convocatoria pública de “Revisión de portafolios”[2] la cual tenía un doble propósito: ofrecer a estudiantes y artistas jóvenes la experiencia de un intercambio crítico con colegas curadores o artistas, y ampliar la muestra de los posibles artistas con la que los curadores de los museos de arte contemporáneo de la unam pudiéramos emprender algún proyecto. De los 320 portafolios de artistas que recibimos, los curadores del muac escogimos 90 con los cuales poder tener encuentros de crítica personalizados. La mayor parte de ellos se realizaron en las instalaciones del Museo en el mes de septiembre de 2013 que, a su vez, derivaron en una serie de recomendaciones con las que podrían revisar más a fondo varios casos.[3] A ese proyecto formalizado se suman la actividad deliberada de revisar portafolios y estudios de acuerdo tanto con sugerencias de todo tipo como con la relación de viajes y conferencias en diversas localidades.
Desde un inicio, nos propusimos no definir el modo en que el Museo se haría cargo de interactuar con los artistas. Como en cualquier otro de los canales de la investigación curatorial (la recomendación abierta, la búsqueda de contacto del artista mismo o la confluencia casual con una obra en exposiciones, publicaciones o sitios de red), el roce y encuentro con un artista puede o no derivar en la realización de un proyecto individual o colectivo o, simplemente, detectar trayectorias que conviene seguir para el futuro. La regla que nos hemos impuesto es tratar de incorporar la tarea de inclusión tanto en términos de artistas jóvenes como de género y proveniencia, al centro de nuestro trabajo curatorial, pero de modo que sea integral con los métodos mismos de la curaduría: la reflexión y acción sobre lo singular, a sabiendas que la mejor forma de producir la inclusión es dándola por asumida como uno de los intereses y constricciones que definen en cualquier momento nuestra actividad como curadores. La sorpresa que en todo momento hemos tenido es que, contra nuestro prejuicio, hay una multitud de obras que tienen el nivel y contundencia para reclamar su espacio en un museo como el muac. Si esa investigación ha derivado en una muestra colectiva como la que se muestra aquí, el fruto de la sorpresa es el resultado de la obligación, puesto que la calidad y significación de las obras que hemos encontrado en el camino fueron tales que decidimos creer en la oportunidad de darles alojo en nuestro programa.
Nada muestra más cabalmente la problemática de la exclusión que la facilidad con que, una vez que se toma la decisión, un curador o una institución son capaces de encontrar una marejada de artistas que requieren ser tomados en serio. Esperamos que el público concuerde no sólo con el hecho de que la búsqueda ha sido fructífera, sino con que es necesario profundizar dicha búsqueda.
Cuauhtémoc Medina
[1] En su momento, a principios de los años noventa, me tocó someter ese sistema a crítica. Véase: “Generosa juventud, la del arte”, en: Primer Coloquio “Los museos y el arte en México”. Memoria. Febrero de 1993. México: Federación Mexicana de Asociaciones de Amigos de los Museos A.C., 1993: 61-69.
[2] Véase: http://www.muac.unam.mx/webpage/eventos.php?id_clasificacion_evento=7&id_evento=406
[3] En esas revisiones personalizadas participaron 21 colegas, tanto curadores del sistema de museos de la unam, como colegas artistas y curadores independientes. Éstos fueron:, José Luis Barrios, Amanda de la Garza, Alejandra Labastida, Cecilia Delgado, Daniel Montero, Helena Chávez, Patricia Sloane, Muna Cann, Ignacio Plá, Mariana David, David Miranda, Daniel Garza, Karla Jasso, Blanca Gutiérrez, Luis Felipe Ortega, Eduardo Abaroa, José Miguel González, Jessica Berlanga, Víctor Palacios, Vicente Razo y Cuauhtémoc Medina. Naturalmente, dado que sus observaciones eran simples recomendaciones para revisar más a fondo el trabajo de uno u otro artista y no un sistema de concurso, su tarea de revisión no estuvo en ningún momento ligada a algún producto curatorial concreto.
- Crítico, curador e historiador de arte. Doctor en Historia y Teoría de Arte (PhD) por la Universidad de Essex en la Gran Bretaña y Licenciado en Historia por la Universidad Autónoma de México. Ha sido investigador del Instituto de Investigaciones Estéticas de Universidad Nacional Autónoma de México desde 1993, y entre 2002 y 2008 fue el primer Curador Asociado de Arte Latinoamericano en las Colecciones de Tate Modern, en el Reino Unido. Actualmente es Curador en Jefe del Museo Universitario Arte Contemporáneo (MUAC) de la UNAM.