El museo aparece en el siglo XVIII como una institución clave para la representación del nuevo sujeto. El museo consuma la laicización del arte, su separación del culto religioso, y pone también de manifiesto la desaparición de la religión como esfera pública: la fe protestante pertenece al ámbito privado. Paralelamente el museo hace público el arte profano, creando un nuevo espacio de representación, y lo historiza. De esta manera articula la historicidad del capitalismo y regula su estado de revolución permanente, fijando el presente, autorizándolo. También separa la alta cultura de la baja, y en estadios más avanzados discriminará, de entre toda la creación artística de un momento dado, la que entra en la categoría estética de moderno o contemporáneo de la que no merece tales calificativos. En el museo se muestra el tipo de temporalidad que corresponde a la sociedad capitalista, facilitando una visión redentora de la sublevación de los burgueses contra la monarquía y la Iglesia: como superación histórica.
También arranca los patrimonios artísticos de la aristocracia del ámbito de lo privado y los entrega al dominio público, dentro del proceso de construcción del nuevo estado nacional y la creación de la esfera pública.
La obra de arte que entra en el museo ya no debe salir de él. Se convierte en un bien público, desprovisto de valor de cambio. Se monumentaliza. Es puro valor de uso, para un espectador que presuntamente adquiere experiencias valiosas a través de su contemplación. El museo saca la obra de arte del circuito de consumo de mercancías y, en un tropo difícil de entender, disloca su temporalidad, insertándola en una historiografía que le confiere una determinada forma de intemporalidad.
Al mismo tiempo que las instituciones públicas de exhibición de arte se especializan y perfeccionan, la evolución del capitalismo pone al descubierto cual es la auténtica esfera pública burguesa: el mercado. En nuestra sociedad sólo es público aquello que deviene mercancía. Ser público es ser mercancía; no existe otra forma de publicidad.
La obra de arte, como todos los productos en la sociedad capitalista, deviene pública cuando se transforma en mercancía. Esto no tiene nada que ver con la idea romántica de pureza artística, no venderse o ignorar los intereses materiales. Como ya hemos comentado, en la actualidad la esfera pública burguesa se identifica con el mercado, son una misma cosa. Es público aquello que se incorpora al mercado, que es mercancía. La obra de arte no puede existir más que como mercancía, salvo que disolvamos la noción de “artístico” en cualquier práctica creativa privada.
También debemos considerar parte de la distribución la enseñanza del arte en todos sus niveles, porque mediante ella la mirada del espectador o consumidor es educada para discernir y apreciar el objeto artístico. Este discernimiento no es una operación sencilla, ya que no estamos hablando del disfrute de supuestas cualidades formales, de una belleza universal, sino de la identificación correcta de discursos culturales. En la mirada hay implícito un acto de juicio, y por lo tanto una posición ideológica.
El consumo es el momento en que se produce el significado de la obra de arte. El consumidor, como sujeto, establece la relación con la obra, el objeto. Esta relación está mediada por el sistema de distribución, en el sentido de que éste predispone determinadas lecturas, y su articulación es quizás el auténtico campo de batalla del arte actual. Los “ready made” de Duchamp explican mejor que cualquier teoría la naturaleza productiva del consumo. La obra de arte adquiere un sentido, se completa, podríamos decir, en el momento en que alguien es capaz de identificarla como tal y de situarla en el espacio discursivo que hemos señalado al hablar de la crítica.
Por regla general el artista contemporáneo acepta con agrado la desaparición del discurso crítico, una vez que la contemporaneidad se justifica sobre todo por el recurso a determinados tópicos formales y no por un posicionamiento ideológico o discursivo. La existencia de un sistema – llamo sistema a lo que conocemos como mundo del arte – que se legitima a sí mismo por medio de una dialéctica entre arte contemporáneo y no contemporáneo, en la que la contemporaneidad es siempre una categoría estética positiva, asociada a una idea vaga de progreso, le exime de desarrollar cualquier forma de pensamiento crítico, al mismo tiempo que le permite participar un lucrativo negocio.
De hecho las actuales formas de visibilidad del arte y del artista descartan la crítica. El artista trabaja en la producción de una marca, no en la construcción de un discurso. La autoría del artista, que en principio se daba como un acto de afirmación del nuevo sujeto burgués, propietario y autónomo, se ha transformado en marca: la autoría substituye al discurso como elemento significativo de la obra; el nombre del artista se convierte en un conglomerado semántico capaz de organizar la relación que antes hemos señalado entre el objeto (obra de arte) y el sujeto (público).