“Cosecha (2010), es una mazorca de tamaño natural a la que le han sido cambiados los granos de maíz por muelas. Esta pieza de arte única, obra sublime, suspendida entre la vida —el maíz prehispánico— y la muerte —la violencia del país—, resume los principales atributos de la obra de Carlos Castro (1976), su factura técnica, el recurso de la ironía para dialogar con el contexto social colombiano. La pieza fue expuesta en las salas anexas al Museo del Banco de la República, uno de los más visibles de la región, y fue incluida en el Salón de arte BBVA – Nuevos Nombres, evento de tradición que define a los que serán protagonistas del mercado emergente del arte contemporáneo colombiano. Castro estudió en universidades importantes de Ecuador, Colombia y Estados Unidos, su obra ha participado en varias exposiciones nacionales e internacionales, está en colecciones privadas, y recientemente fue reconocido por el crítico norteamericano y curador de la Bienal de Venecia, Robert Storr”.
El anterior texto debería existir pero no existe: aun así cada dato (menos lo de “sublime”) es cierto y comprobable. Es el hipotético promocional que traduce a mercadeo lo que hace Castro en arte, un artilugio que comunica un mensaje en la lingua franca del prestigio. Una confección verbal inspirada en el marketing inflacionario de Christies y Sotheby’s, pura ortodoncia bursátil que le calza aura a una pieza con potencial de venta; una descripción notarial, un par de pinceladas de interpretación y al grano: datos de museos, mercado, academia y el respaldo de alguna autoridad.
En Buscando lo que no se le ha perdido, la contundente muestra de Castro en LA Galería en Bogotá, Cosecha era la obra más destacada, una pieza tan fotogénica como esos otros íconos que roban portada en las revistas del glamour artístico — en Art Forum la calavera forrada de diamantes de Damien Hirst, en Art News el Citroën de Gabriel Orozco—. Para este rutilante éxito influyen, claro, talento y talante del artista pero, ante una exposición tan lograda como la de Castro, es inevitable preguntarse hasta qué punto la amplia difusión de que gozan los artistas de élite responde en mayor grado a los mecanismos internos de un engranaje bien aceitado: conjunción de arte y mercadeo, de galerías y coleccionistas, de bienales, ferias y subastas, de dosis precisas de localidad y globalización insertadas en una economía ventajosa que una vez detecta a un artista promisorio, lo asume como marca y explora su resonancia a todos los niveles.
Hace unos años Castro puso un agáchese en la feria Artbo, vendía miniaturas artesanales de obras de marca del arte reciente colombiano. Ahora que Castro y otros artistas han crecido, es hora de que sus galerías hagan lo mismo y aprendan de ellos. El mercado colombiano no está a la altura de lo que hacen sus artistas, seguir así es posar de filisteos e ignorar que el dinero es una de las tintas con las que se escribe la historia del arte, es exponer la mazorca pero quedarse con la tusa de lo que pudo haber sido.
(Publicado en Revista Arcadia # 48)