BEATRIZ GONZÁLEZ, artista plástica notable (de figuras planas, más comprometidas con la tonalidad alegre que con un exigente dibujo), se ha constituido, y no de hoy, en señora y dueña de la historia de la caricatura en Colombia.
Brillan, sin embargo, las omisiones: entre otras, la de ella misma o la de Maripaz Jaramillo, cuyo estilo comparte o la del propio y grande Botero, caricaturista que ridiculizó, valga un solo ejemplo, la prisión norteamericana de Abu Ghraib. Entre los asiduos de prensa, la colección es incompleta sin Vladdo, o sin un Luisé, un Alfín o un Palossa.
Inclusiones indebidas también las hay, como la del jesuita Santiago Páramo, a quien se le confunde con caricaturista en un esbozo de púdicos desnudos, preparatorio de los frescos de la capilla de San José, en San Ignacio.
Don José María Espinosa, pintor de batallas y retratista de Bolívar, fue caricaturista, sí, pero hay que advertir que sus cuadros de más aliento tienen de obra ingenua lo que no tienen de sátira intencionada.
Preferidos de Beatriz, y con razón, son los dibujos de Pepe Gómez, el hermano de Laureano, cuya línea clásica a veces se envilece. Como curiosidad, pinta a Laureano, con un perfil moderado y, desde luego, muy joven, con base en el cual lo dibujó el propio Rendón.
Se destaca a Greñas, desde luego, fundador de múltiples cuadernillos de humor, así como a Alberto Urdaneta, excelente dibujante de rostros, que pone a caminar sobre cuerpos cortos. Verdaderos retratos, a veces con el quietismo y la pobreza gráfica de quien acude a una sola y única fuente.
Alguno de los antiguos presenta lo que para mí es un descubrimiento: Rafael Núñez, con un párpado caído, víctima al parecer de una miastenia ocular de la que nunca se habló.
Cómo no reírse con las fisonomías de Horacio Longas, de gran escuela. Otra curiosidad es el retrato al óleo en que Francisco Antonio Cano, nadie menos, intuye la mente suicida en los vidriosos ojos de Ricardo Rendón.
Abundante historia muy antigua, así como pobreza en la presentación de lo contemporáneo, tratado —con excepción de algunos favoritos— mediante parches colgados de amarillento papel periódico, ilegible y de muy desairado aspecto, que, por cierto, desdice de los exhibidores del Banco de la República.
Defecto de historiógrafos es adueñarse, a su acomodo y buen ver, de la historia, que refundan de acuerdo con su gusto personal.
Lorenzo Madrigal
publicado en El Espectador
(enviado a esfera pública por Iris Greenberg)