La postura del pobre encomiable. Hacia la construcción del mito de la maldición literaria
Las trayectorias de Jean Jacques Rousseau y Nicolas Gilbert inauguran en la escena literaria francesa una estrategia de legitimación: la del escritor que, al renunciar a las recompensas sociales y económicas, exhibe su pobreza, y la desdicha a la que esta conduce, como un signo de su independencia y de su virtud. Un breve análisis de la puesta en discurso de esta postura en la obra de Rousseau y de Gilbert nos permitirá comprender mejor la transformación que esta opera en las prácticas y las representaciones de lo literario, sentando así las bases para la construcción del mito de la maldición literaria.
El 19 de octubre de 1752, después del triunfo de su ópera titulada El adivino del pueblo, representada en presencia del Rey y de Madame de Pompadour en Fontainebleau, Jean-Jacques Rousseau es convocado a una audiencia real, a la cual no asistirá, y renuncia, mediante este gesto, a la pensión real ofrecida por Louis XV. Unos meses antes, tras haber adquirido una notoriedad pública gracias al éxito de su Discurso sobre las artes y las ciencias (1750),1 Rousseaurenunciaba al puesto de encargado de finanzas que su protector, Dupin de Francueil, le había ofrecido, y se hace copista de música, dándole así la espalda al mecenazgo privado. De esta manera,
en el momento en el que todos esperaban que ablandara su política de independencia, que convirtiera su capital de prestigio en pensiones y protecciones, y que confirmara de esta forma su integración al mundo de las letras y de los poderosos, Rousseau reafirma, mediante una serie de negativas, su intención de permanecer libre y pobre, esto es, de asumir completamente el personaje de indigente voluntario que [había] contribuido a hacerlo famoso. (Brissette 135) 2
De extracción humilde, como Rousseau, Nicolas Gilbert instaura, algunos años después del filósofo genovés, una estrategia de posicionamiento que consiste en entregar discursivamente sus desgracias al buen juicio del público, en lugar de acudir a la protección de un poderoso. Al hacerlo, Gilbert pretendía revelar la incapacidad de las instancias de consagración oficiales 3 y reivindica el mérito por encima del nacimiento, valorizando así, mediante la puesta en escena del “genio infortunado”, su condición de pobre encomiable.
Estos dos gestos inauguran en la escena literaria francesa una estrategia de legitimación inédita: la del escritor que, al renunciar a las recompensas sociales y económicas, exhibe su pobreza, y la desdicha a la que esta conduce, como un signo de su independencia y de su virtud. Un breve análisis de la puesta en discurso de esta postura en la obra de Rousseau y de Gilbert nos permitirá comprender mejor la transformación que esta opera en las prácticas y representaciones de lo literario, sentando así las bases para la construcción del mito de la maldición literaria.
En esa mirada retrospectiva y espectacular de su vida que constituyen sus Confesiones, Rousseau vuelve, al relatar la anécdota de la representación de su ópera en Fontainebleau, sobre su primera experiencia de las convenciones mundanas de la Corte:
Ese día llevaba el mismo atuendo descuidado que me era usual; larga barba y peluca mal peinada. Asumiendo esta falta de decencia como un acto de coraje, me presentaba de esta forma en la misma sala en la que pronto entrarían el Rey, la Reina, la familia real y toda la corte. (Œuvres complètes 377)
Ese aspecto descuidado, probablemente inconsciente, o producto de su ignorancia de los códigos, se convierte gracias a su pluma, algunos años después, en el signo premonitorio de su voluntad de distanciamiento de los poderosos, es decir, de su independencia. Convertida en postura, esto es, en elección voluntaria mediante la cual el autor construye su imagen pública, la inobservancia de los códigos vestimentarios sirve de fundamento a sus apuestas discursivas y comportamentales posteriores. Así, en Las ensoñaciones del paseante solitario,Rousseau vuelve sobre su nueva postura de pobre encomiable al reafirmar su voluntad de independencia mediante la elección del oficio de copista:
Abandoné el mundo y sus pompas, renuncié a todo adorno: no más espada, ni reloj, ni medias blancas, doradura o peinado; una simple peluca, un buen vestido grueso de paño y, mejor que todo eso, desarraigué de mi corazón las condiciones y envidias que dan precio a cuanto dejaba. Renuncié a la posición que entonces ocupaba, para la que no era bueno en absoluto, y me puse a copiar música por páginas, una ocupación por la que siempre había tenido un gusto declarado. (Œuvres complètes 1014)
Esta conducta escandalosa (varios reproches que buscaban descalificarlo le fueron hechos por sus pares, en particular por Voltaire y Diderot) está acompañada de un discurso que valora su renuncia y que construye a su vez la inteligibilidad y la oduce:
Si el desprendimiento de un corazón al que no le importa ni la gloria, ni la fortuna, ni siquiera la vida, puede hacerlo digno de anunciar la verdad, me atrevo a creerme llamado a esta vocación sublime: es para hacer el bien a los hombres, según mis fuerzas, que me abstengo de recibir algo de ellos [los poderosos] y que cuido celosamente mi pobreza y mi independencia. (Correspondance complète 2: 59–60)
Aquel que habla no es ni un poderoso, ni un miembro del clero, ni un notable, sino un hombre, puro y simple, desprovisto de títulos nobiliarios y fortuna. ¿De dónde viene entonces su autoridad, ese derecho a la palabra en el que funda su discurso y garantiza su credibilidad? Insertado en el sistema de retribución establecido, el hombre de letras obtiene su legitimidad del reconocimiento, simbólico y económico, acordado por las instancias de consagración oficiales. El mecenazgo, a través de su dispositivo de gratificaciones y de protección, garantiza a su vez el acceso a las élites y el derecho a la palabra. En esas circunstancias, la pobreza autorial es un signo de fracaso, pues “el dinero y el prestigio inherente al título de pensionario son la recompensa de un doble mérito: el del saber o del talento literario y el de las buenas costumbres” (Brissette 122). Así, al rechazar las determinaciones del mecenazgo (distracciones, mundanidad, clientelismo, dependencia del poder), Rousseau opera una inversión radical de las modalidades de consagración y legitimación, que consiste en hacer de la pobreza voluntaria el signo de su independencia con respecto a la autoridad. Al hacerlo, reivindica, contra las expectativas del poder establecido, una legitimidad que no depende de las instancias oficiales, sino de su capacidad de combatirlas y de renunciar a sus honores. La autoridad del hombre de letras, que ya no está ligada a las recompensas económicas, sino a la pobreza como signo de independencia y desinterés, descansa en la capacidad de articular el discurso con la vida: es el “desprendimiento de un corazón al que no le importa ni la gloria, ni la fortuna, ni siquiera la vida” el que le hace “digno de anunciar la verdad”. Signo exterior de la virtud y de la pureza del hombre, la pobreza se convierte entonces en la condición de la palabra sincera, auténtica, honesta y desinteresada. Así, “un lazo casi crístico se establece entre la humilde condición asumida, la ruptura que esta implica con el medio del poder y la autorización de su palabra (‘digno de decir la verdad’)” (Meizoz, Le gueux philosophe 50). En los esbozos de sus Confesiones, Rousseau confirmará este lazo entre la pobreza (como prueba exterior de la grandeza del hombre), el mérito (como riqueza espiritual adquirida gracias a su renuncia) y la verdad (como adecuación entre la vida y el discurso, entre el exterior y el interior de la vida espiritual): “Si no poseo la celebridad que confieren el rango y el nacimiento, tengo otra que me pertenece y que he pagado: la celebridad de las desgracias” (Œuvres complètes 1: 1151).
Juan Zapata
Université Charles de Gaulle, Lille III, Villeneuve-d’Ascq, Francia
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