La obsolencia de la escultura moderna en el espacio público, es síntoma de la crisis provocada por la intervención arbitraria del artista en el espacio público. Enormes objetos autónomos fueron instalados con dineros públicos en plazas, parques y avenidas.
A continuación, una reflexión de Fernando Gómez Aguilera, quien introduce con claridad el problema de la obsolencia de la escultura moderna, que se hizo evidente en Colombia con el caso del monumento al bicentenario de la independencia a cargo del maestro Edgar Negret.
Rogelio Viviescas
En 1990, el crítico de arte Michel North escribía en un ensayo publicado en Critical Inquiry: “el desarrollo más notable en la escultura pública de los últimos treinta años ha sido la desaparición de la propia escultura”
A la altura de 1968, Noguchi formulará una crítica explícita a un comportamiento artístico frecuente que interpretaba el espacio público como un mero contenedor de la obra, hacia el que la pieza no manifiesta ninguna sensibilidad especial. Las palabras del artista norteamericano pueden leerse al modo de un síntoma del debate y las inquietudes del momento (además de reflejar los ideales artísticos que él mismo desarrollaría a lo largo de su vida), a la vez que censuran una manera de proceder que aún hoy en día continúa siendo moneda corriente en la escultura instalada en la calle: “Hoy estamos familiarizados con los espacios que contienen escultura pero, aparte de esto, el concepto de espacio escultórico casi no ha cambiado. Los escultores piensan el espacio como un receptáculo para la escultura y, en cualquier caso, esta escultura ya es el trabajo en ella misma… Un encargo es engullido por la tradición académica y se convierte en decoración”.
Después de años de innovación y experimentación formal, algunos artistas optan en los 60 por expresarse en el espacio público, tanto en el urbano como en el más pintoresco de los parajes naturales. Las razones aducidas para explicar ese salto han sido variadas: desde la voluntad de los creadores de dar una respuesta crítica al sistema comercial del mundo del arte, encabezado por las galerías, hasta el deseo utópico de restablecer, una vez más, los vínculos entre arte y vida, pasando por el propósito de familiarizar y aproximar al ciudadano al arte moderno, sin dejar a un lado el intento de contribuir, con el maquillaje del arte, a hacer más humanas y habitables las ciudades despersonalizadas derivadas del Movimiento Moderno, adecentando con toques de sensibilidad los crecientes espacios urbanos de la especulación, en los que el ciudadano se siente despojado de lugares donde ejercer la ciudadanía compartida.
Una actitud esta última que ha sido contestada, en ocasiones, por artistas, críticos e historiadores. Recientemente lo hacía con inteligencia militante y humor crítico Rogelio López Cuenca, anotando una dirección interpretativa que merece ser subrayada: “Hay que plantarse en el sentido de negarse a seguir amojonando las isletas de tráfico y las rotondas de las circunvalaciones con esculturas, (…) más o menos afortunadas… mientras la ciudad, entendida como ese espacio público, democrático, desaparece ante nuestros ojos: frente a ese secuestro del espacio público, a los artistas se les pide que acudan a embellecer, a humanizar, a suavizar con la droga blanda del arte los efectos de la droga dura de la arquitectura y el urbanismo (o de la puesta de ambos al servicio de la especulación inmobiliaria)”. Porque lo cierto es que, a pesar de los resultados, se siguen colocando, con insistencia y de manera creciente y desprogramada, esculturas descontextualizadas, zafias e inútiles en nuestras ciudades, pagadas con dinero público.
Judith Baca se ha referido a la década de los 60 como el momento en que se disuelve una línea de expresión de arte público tradicional que denomina “cannon in the park” (esto es “cañón en el parque”). Alude a la fórmula convencional del monumento conmemorativo, con el que el poder glorificaba a sus héroes y reconocía sus hazañas, espacio de referencia en el que encontraba legitimación su modelo ideológico. Baca se refiere a la nueva escultura que, en los años 60 y en EE.UU, está preparada para extenderse por parques, jardines, plazas, calles y avenidas, expresada a través de nuevas gramáticas formales. Aspira a ampliar su espacio habitual de exposición, constituido por museos y galerías, y a discutir conceptos y valores. Sucede en ámbitos urbanos y se manifiesta también en el entorno rural.
Los artistas realizan una nueva lectura del lugar que les conduce a trabajar directamente sobre el medio, modificándolo, alumbrando nuevas conductas creativas, mientras, desgraciadamente, se profundiza en las heridas urbanas. “Lo que ha cambiado recientemente es la necesidad de mantener un diálogo con el público en el espacio público y renovar nuestro punto de vista sobre lo que ha de ser la función del artista”. El conflicto y las respuestas ciudadanas reactivas son consustanciales a este debate. A finales de los 80, tanto el conservadurismo político con respecto al arte moderno, cuanto el reproche de imposición a los artistas por su falta de sensibilidad pública y exceso de formalismo, o la contestación social a determinadas piezas, reflejan algunas de las dificultades con que se encontró el arte público. Su expresión más emblemática la ejemplifica la controversia en torno a Tilted Arc, de Richard Serra, instalada en la Plaza Federal de Nueva York, en 1981, y retirada, por las protestas de los usuarios de las oficinas colindantes, tras un largo pleito, en 1989.
La resistencia social, e incluso la hostilidad, a las obras de arte público contemporáneo ha sido favorecida por las prácticas invasivas de numerosos de artistas, que han tomado el espacio público simplemente como una prolongación del museo, desatendiendo el contexto específico y las características, necesidades e intereses de la comunidad.
Fernando Gomez Aguilera