He seguido con interés las tres conversaciones que actualmente tienen lugar en este espacio. Por una parte, me llama la atención la simultaneidad de estos diálogos. Es como estar en uno de esos cafés -como el célebre «automático»- donde se reunen artistas, escritores, filósofos, estudiantes y un grupo de asiduos que unas veces los escuchan, y otras, se concentran en sus asuntos. En la mesa donde conversan Antonio Caro y Gloria Posada, reaparece el tema del salón con humor. Me interesa agregar que mientras en el país se alteran los flujos de público entre regiones y se amplian carreteras y hoteles para que den abasto al movimiento de gente causado por los salones regionales, en la ciudad de Cali se está dando algo distinto. El salón se está organizando por la misma gente de la ciudad y con reglas de juego distintas a las que imparte el ‘omnipotente’ ministerio.
Sin partir de definiciones de autonomía kantianas o del siglo XIX, podría decir que los caleños lograron desarrollar su salón de forma autónoma. Es decir, tomando ellos las decisiones a partir de criterios definidos por ellos mismos. Con lo anterior me interesa tender un puente entre la conversación de M. Boom, V. Quinche y L. Ospina, y la de G. Posada y A. Caro. Y no es que las instituciones sean malas o buenas. Es simplemente que, como sucede con el caso del Reina Sofía España, las más de las veces parecen preocupadas por impulsar eventos y políticas que parten de esquemas institucionales (modelos de exposición y difusión que dan mayor relevancia a la voz de la institución que a la de la comunidad artística) propios de un país como el nuestro, en el que las instituciones culturales no se caracterizan precisamente por ser sólidas y construidas a partir de políticas coherentes y sostenibles. Y esto no es un problema de las instituciones y mucho menos de sus funcionarios. Es un problema mayor que tiene que ver con la poca importancia que históricamente se le ha dado a la cultura en Colombia.
rodrigo leyva