beatriz eugenia díaz: del otro lado del paisaje liberal

Reflejar nuestra existencia parece ser el motivo que orienta la voluntad de arte de los pueblos, la búsqueda de un lugar para morir y enterrar a nuestros muertos, para erigirnos un dolmen conmemorativo, para realizar nuestra inmortalidad al ritualizar nuestra mortalidad. Por su vocación metafísica, Aristóteles consideraba que la voluntad de poesía estaba más cerca de la exploración filosófica que de la constatación histórica o etnográfica, orientada más hacia la búsqueda de la trascendencia que de la contingencia, regulada más por el debe ser que por el es. Que la voluntad de arte sea más afín a la Filosofía que a la Historia o la Etnografía, quiere decir que el arte se siente en casa al compartir con la filosofía su pasión por la exploración permanente de infinitos inéditos, –que se amarra cuando permite que los datos sensoriales, históricos o etnográficos, poden su horizonte, ese horizonte para soñar nuestras libertades y cultivar la humanidad. Que  la voluntad de poesía comparta con la ética su interés por el debe ser, quiere decir que propicia la sensibilidad ética, no que profesa una ética en particular, contingentes por demás.

La voluntad de poesía de los pueblos nos ha sacado poco a poco de nuestra condición animal, ha tratado de responder dos o tres preguntas fundamentales que han hecho inmortales al hombre y a la mujer. Con sus preguntas los artistas poetas han iluminado la existencia, han develado un horizonte basto de posibilidades de ser; al someter la muerte a su pensamiento, al introducir caos en el cosmos, libertad donde impera el mecanicismo,  le han arrebatado a los dioses su humanidad,  como Prometeo, les han obligado a compartir con nosotros su mortalidad, nos han hecho inmortales. Esta iluminación de nuestra existencia la vivencíamos como sentimiento, alegría la llamaron los griegos en la Antigüedad, que algo sabían de arte. En nuestros días, comprendemos esta alegría como experiencia poética, sensación de universo la llamó Valéry. 

Resulta tentador pensar, si la institución Arte Contemporáneo en Colombia no se ha venido constituyendo a la manera de los templos doctrinarios que la corona española instauró en la Colonia, y si los curadores de arte no son en verdad una reconfiguración a la manera de los encomenderos del Antiguo Régimen español. Estimulante para la imaginación es, entonces, encontrarnos con artistas poetas que han sabido evitar el dogmatismo de  El Concepto que  tiene a la imaginación de nuestra época varada en las playas desérticas de lo prosaico; éstos destejen en la noche lo que sus encomenderos lisonjeros traman para ellos en el día. Las prácticas artísticas contemporáneas rescatarán su poesía o no serán. 

Con una hoja en blanco podemos realizar muchas cosas; inclusive, en el pensamiento artístico, hacer nada es un hacer cuando los artistas optan por compadrar zonas blancas con sonidos y silencios blancos; los artistas poetas pueden dejarse invadir por nuestro primitivo horror al vacío y llenarla con todo tipo de pretextos gráficos o poéticos, como el dibujo de Guzmánruiz en su reciente propuesta, o así solo sea con la tarea caligráfica contemporánea para estudiantes de la época del fin del arte: «mi mamá ya no me ama». Otra posibilidad que tienen los artistas poetas es, sin ahogarlo, enlazar el reacio vacío fluido blanco que nos asedia con sus murmullos blancos, permitirle mostrarnos sus silencios como coro para nuestra tragedia, como testigo de la historia que queremos cantar. El artista poeta puede lograr que los silencios canten con él las historias que otros describen en la literatura amarilla o roja. Sin historia no hay arte, tampoco sin canto. Este canto no es la descripción de acontecimientos triviales, así estén teñidos con dolor y sangre humanos, como en la música de carrilera. El canto poético, valga la redundancia, recuerda nuestra vocación de infinito, evoca nuestra trascendencia, la inmortalidad del hombre y la mortalidad de los dioses, los dioses mueren, el hombre persiste; el canto limpia el barro de nuestros pies, muchas veces la sangre de nuestras manos, erige lugares en que uno al otro reflejamos nuestra mortal inmortalidad, muchas veces inmoral por su parentesco con los dioses; el arte nos redime de nuestras menesterosidades. Lo contrario, lo han dicho muchos teóricos, es la prosa, la compulsión por el dato escueto, etnográfico, vocación de fracaso la llamó Borges, la compulsión a repetirse sin más y sin cesar. El primer fracaso es nacer, el último morir, el arte la redención de todos. Si lo real es el fracaso, si lo cotidiano es la vulgaridad de la  inautenticidad, la poesía debe trascenderlos: ¿por qué el hombre y la mujer enterraron su voluntad de ser felices? Porque los que han de cantar fueron silenciados con El Concepto, no preguntemos por quién.  

A Beatriz Eugenia Díaz le proporcionaron una Galería de Arte en blanco y la cantó en blancos. Blancos sobre blanco, entre sonidos blancos. Sus bajo relieves sobre una especie de Muro de Lamentaciones dan la apariencia de ser un homenaje a Ramírez Villamizar, –de recoger la ideología del ascetismo que caracteriza a gran parte del arte moderno, –de estar aplicando el  principio liberal de la austeridad que tantos artistas han aplicado en Colombia[1]. No obstante,  es sólo eso, una feliz apariencia. Es un pretexto para conducirnos a un Otro Lado de la posibilidad en la que nos ha anclado el encomendero del arte liberal, El Concepto, para salir al encuentro de la música presente en las pequeñas cosas que conforman nuestra existencia casi olvidada, hoy reducida a padecer las formas vistosas con que se han diseñado los paraderos publicitarios de buses de nuestras avenidas principales.

Si Díaz logró poner a su servicio el horror al vacío que históricamente ha acosado a los que duramos un día, por fragilidad psicológica, muchos de los  espectadores  no logramos dominar nuestros temores, nuestros traumas, las secuelas de nuestros fracasos. Con terquedad insistimos en reclamarle un equilibrio visual ante la mitad de la hoja dejada por la  artista entre silenciosos pero intimidantes blancos; pronto nos damos cuenta de que la apariencia inmaculada de sus bajo relieves, acendrada por un exceso violento de luz blanca, que  purifica y escruta pertinazmente, nos tiene reservados rutas de escape al oprobio de la forma pura, aquella que ha configurado el susodicho  Concepto. Puestos nuestros oídos en contacto con el Muro que nos tiene atrapados en sus bajo relieves, con sorpresa descubrimos que estas rutas conducen a un Otro Lado insospechado, sólo audible; sus bajo relieves son
antivoyeristas, subvierten el régimen  de la mirada occidental. Díaz musita  que ser es audir; allende la inquina que disimulan mal la pureza y la transparencia de sus bajo relieves, a lo largo de este muro de silencios desgarrados, alcanzamos a audir un canto que se aleja, el latir de una existencia de la cual hemos sido desarraigados.

En el emplazamiento de Díaz en la Galería Santa Fe se nos develan algunas verdades. Comprendemos que estamos de Este Lado del muro, atrapados en la materialidad impura de unas formas blancas que, con la pedantería y arrogancia que caracterizan al régimen de su majestad El Concepto, simulan ser El fin de la Historia, siendo tan sólo una posibilidad más de ser, aunque empobrecida; nuestra intuición las vivencia con desconfianza, algunos las saben falsas, la mayoría las intuyen desprovistas de significado;  lo corroboramos cuando nuestro oído nos desdobla del Otro Lado una dimensión inédita de una realidad que es posibilidad infinita; se ha dado el caso de algunos espectadores que no logran identificar el artefacto, que no alcanzan a escuchar el reto: ¡atrévete a oír!. Comprendemos que lo real, las posibilidades significativas, está en la música que captamos del Otro Lado de esta televisión-realidad plena de luz blanca neoliberal,  así el canto lo percibamos cada vez menos audible, más alejado de su origen, de nuestro autoretrato conversado de humanidad; sabemos, sin embargo, que aún estará allí para nosotros si logramos desprendernos de los alambrados blancos que ha erigido el mercado, que nos enfrentan unos a otros en la guerra del centavo, que niegan nuestro origen y evaporan nuestro destino.

Así es Bogotá, la amable, la que se engalana para los mercados libres, no es la nuestra, no la de quienes no tenemos quien nos ame o a dónde huir; una ciudad partida en dos  en donde el hombre es lobo para el hombre. Bogotá es la Ciudad Polaris, una ciudad con paraderos de buses hábilmente diseñados, concebidos para iluminar y venerar con neón el espíritu del mercado; una ciudad que es  simultáneamente la Capital Mundial de la cultura en el año 2007 y en la que un estudiante asesina a puñal a su maestro por la espalda; una ciudad que paga los impuestos más altos del país y su universidad pública no recibe el dinero que le permitiría ofrecer una educación a sus jóvenes que no sea sólo de caridad, de vitrina, para autosatisfacer y cualificar sus estadísticas de alfabeticidad. La propaganda de formas blancas de paradero de bus, reforzadas por la intensidad del neón, ha extraditado la belleza y el canto que alguna vez hicieron parte de la vida cotidiana, sin ser ésta por sí misma canto; para que exista belleza el poeta ha de cantar; como mostró Junca, en el brillo de las lentejuelas se esfumó el cultivo de la humanidad, con ellas nuestra esperanza de igualdad, libertad y solidaridad fueron vaporizadas.  

La propaganda en neón blanco del mercado es la belleza de una época en que el hombre y la mujer quedaron por primera vez en su corta historia a la deriva, sin horizonte; nos resta la música mecánica de Este Lado de la ciudad, la del Norte glamuroso; la del Otro Lado  cada vez la percibimos más lejos, es imperceptible a través de nuestros computadores; un Otro Lado con promesa de libertades, de solidaridad, por el mercado reducidas en Este Lado a entidades metafísicas deleznables, su sistema le proporciona la fortaleza para negar la existencia de la solidaridad en algún lado, así  algunos artistas poetas con toda su voluntad de canto se esfuercen por proporcionarnos pruebas de que todavía subsiste. Díaz nos devela esta verdad, nos ofrece una prueba de sobrevivencia de la libertad y la solidaridad en algún lado, nos muestra que la poesía no está mandada a recoger, como piensa con pedantería El Concepto, nos convence de que la esperanza, para bien o para mal, no lo sabemos, finalmente ha salido de la caja de Pandora; nos ofrece el canto como la única salida de ese vistoso paradero en el que hemos sido atrapados. Díaz no sufre de agorafobia, vivencia con alegría los lugares abiertos, ha ampliado los límites de la Galería Santa Fe, pudiera haberlos ensanchado más, si se hubiera atrevido a intervenir su piso nefando; sólo Uhía se lo propuso y logró domesticarlo. A su pesar, Díaz ama a Bogotá, la concibe como una entidad de brazos abiertos, lo mismo afirma de la Galería que habita en estos días.   

Buena parte de lo expresado hasta aquí no lo ha dibujado literalmente la artista, su pensamiento nos  conmina a pensarlo, sin constreñirnos. Mérito de la poesía es no sucumbir a la tentación de la prosa, aunque sus reflexiones la sacudan de cuando en vez para probar su vitalidad. Para que la poesía sacuda se requiere voluntad de ser sacudido, una voluntad de libertad. Los poetas artistas siembran y cuidan esta voluntad. Cuando los artistas poetas callan, las libertades pierden su voz.

 

Jorge Peñuela 


[1] Tesis expuesta en Sotto Voce, ensayo presentado al Premio Nacional de Crítica de Arte, retirado para redescribirlo.