Amarre (“la exposición es mala, no me gustó, no me dice nada”)

La exposición Circundante está llena de amarres. Unas cuerdas negras y delgadas han sido extendidas, tensadas y amarradas formando una sucesión ordenada de arcos que va de lado a lado de la Galería Santa Fe. Cada cuerda parte en ángulo del piso y hace la trayectoria suelo–pared–techo–pared–suelo. La sucesión de todos los arcos de cuerda crea un pasaje curvo cuya luz tiene forma holgada de pentágono. La distancia regular entre cada arco de cuerda es casi de dos palmos. Hay muchas cuerdas y muchos amarres. A medida que se camina por un sendero que corre paralelo al perímetro de la sala, que está demarcado por la ausencia de cuerdas, se percibe una progresión en la altura de los amarres que están sobre la pared: su constante ascendencia o descendencia hace un dibujo de puntos que es afín a las líneas curvas del espacio de la galería. Los amarres de las cuerdas están hechos sobre pequeñas armellas, con un nudo sencillo, y en dos o tres partes de la sala, donde hay variaciones —por ejemplo sobre un muro que sobresale— no hay armellas, y las cuerdas entran de manera nítida y decidida sobre el estuco que cubre las paredes. Todas las cuerdas se ven tensas pero al tocarlas tienen cierta elasticidad; al soltarlas vuelven a su posición. Al fondo, sobre ambos remates del sendero, las paredes han sido cubiertas con espejos que van del suelo al techo y sobre ellos se extiende la imagen de la Galería Santa Fe. Los espejos tienen un guardaescoba gris. Eso es.

“¿Eso es?” preguntará todo aquel que espera algo más de la crítica y no solamente una tediosa descripción. “¿Eso es?” dirá molesto todo aquel que le exige a la crítica que cumpla con esa hazaña que se llama toma de posición. La crítica debe dar gusto a todos aquellos que esperan de ella una lección de ética y estética. La crítica debe estar al servicio de todas esas almas hambrientas de cultura que exigen un juicio del que emane una sentencia contundente, consumible, recordable y de fácil transmisión. El crítico, como el periodista, el publicista o el profesor, debe ser un comunicador y con sus frases ayudar a formar a la opinión. La frase de un crítico para calificar la exposición Circundante podría ser la siguiente: “la exposición es mala, no me gustó, no me dice nada”.

A muchos lectores esto les bastará. La frase “la exposición es mala, no me gustó, no me dice nada” es exacta, repetible y austera, no se equivoca. Sin embargo, para algunas ánimas vindicativas, la perfección de la frase causará algo cercano al desasosiego y, a riesgo de responder a una inteligentada con otra inteligentada, el crítico de Circundante deberá instruir al público dándole otras razones de peso. Por ejemplo, una receta para una crítica podrá comenzar con un discurso razonable contra los excesos de la razón y continuar su diatriba poniendo en duda la acción de rigor, labor y eficacia con que fue hecha Circundante. Mediante estos dos amarres —la idea y la forma— el crítico surtirá de consignas al público para que la exposición pueda ser criticada bajo la apariencia de una argumentación de mayor nivel intelectual. Para minar la idea el crítico señalara que Circundante es un ejemplo, casi anacrónico —como lo son las películas futuristas del pasado—, de los efectos autoritarios de la razón: el artista debe ser loco, libre y ultramontano —un ser falto de cordura— y Circundante es un experimento fallido y petulante que quiere eximir a la obra de no ser más que la catarsis exaltada de una patología congénita (el artista como eterno enfermo y sufridor). Para refutar la forma el crítico tratará de mostrar que el asombro técnico que genera Circundante, sobretodo al público ignorante, no es más que un alarde preciosista de laboriosidad y señal de una manufactura que malogró su virtuosismo al convertirse en mero onanismo (según lo anterior, todos los obreros que trabajan en construcción y que día a día repiten, con un mínimo de cálculo, la misma acción, son unos pretenciosos: ¡Vanidad de vanidades, todo es vanidad!). Si el crítico llega a sentir que con estos dos amarres no basta, o que su imaginación es incapaz de hacer más relaciones con la obra, siempre podrá hacer otro amarre recurrente: el ataque personal. El crítico confiado en lo que sabe del artista podrá exponer todo aquello que considere como una mala experiencia. Así, para el caso de Circundante, o para el caso del artista, podrá echarle en cara su falta de profesionalismo —no ser artista— y podrá denigrar de él llamándolo ingeniero, arquitecto o hasta músico aficionado. También, para gusto del público ignorante, se le podrá achacar al personaje que lee teoría, que ha estado en el exterior del país o que tiene un gran ego, y para gusto del público informado, se le podrá imputar al artista que se mueve por los círculos de la rosca curatorial. Si esto no es suficiente, como Circundante forma parte del Premio Luís Caballero, se podrá hacer una referencia al factor monetario —la moneda como lenguaje común entre los hombres— y decir que el artista participa en el certamen porque le interesa ganar un dinero extra.

Otra crítica de otros críticos, más centrada en la potencia de la obra, podrá hacer relaciones con otras cosas. Por ejemplo, una crítica mostrará, con suspicacia, como Circundante es ejemplo del resurgimiento de un arte retiniano, producto de la coqueta atracción que ejerce un vaivén óptico sobre la mirada y que coincide, en este día y época, con el carácter casi ornamental del pensamiento político. La ingeniosa ecuación podría ser que la tozudez de los problemas sociales, políticos y económicos ha dejado en claro que el pensamiento crítico es inocuo y esto lleva al arte a refugiarse en lo material como única condición valida de expresión: lo único que se puede esperar del arte es un solipsismo formalista y un agradable, pero para algunos culposo, sensualismo (¿pueden ser la sensualidad o el materialismo más que formas de evasión?¿no podrían ser actos de resistencia?).

Otra crítica dictada por una exacerbada pulsión existencial podrá centrar su argumento en decir que la exposición no comunica y que esa falta de mensaje es una evidencia más de la deshumanización del arte. Esa crítica abogará por una nueva conexión entre arte y vida. Tal vez le faltó al artista de Circundante hacer uso de una fórmula capaz de inocularle contenido y compromiso social a la obra: podría haber usado cuerdas hechas con pelos de animales en vía de extinción —¡Razón versus Naturaleza!—, o cuerdas tejidas con hilos de color amarillo, azul y rojo hechas por un taller de tejedoras de bajos recursos —¡Arte y artesanía!¡Colombia Patria Querida!—, o podría haber usado en las cuerdas los colores simbólicos de la bandera gay —¡Bogotá sin indiferencia!—. (¿puede ser la abstracción más que una forma de evasión?¿no podría ser una práctica lúcida de indiferencia?).

Pero todas esas críticas hacen relaciones demasiado elaboradas y complican el juicio ético y estético que el crítico como comunicador debe hacer. Esas asociaciones, además de hacernos pensar y de darnos material a los escribidores del arte, no sirven para lograr un efecto contundente. Lo mejor que el crítico puede hacer es emitir un mensaje simple que nos permita a todos —incluido al jurado del premio— llegar a un rápido consenso. Se espera del crítico una sentencia que deje claro que la obra de arte se comprende o no se comprende, que el arte comunica o no comunica. La frase “la exposición es mala, no me gustó, no me dice nada” sirve para eso.

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La exposición Circundante está llena de amarres. Unas cuerdas negras y delgadas han sido extendidas, tensadas y amarradas formando una sucesión ordenada de arcos que va de lado a lado de la Galería Santa Fe. Cada cuerda parte en ángulo del piso y hace la trayectoria suelo–pared–techo–pared–suelo. La sucesión de todos los arcos de cuerda crea un pasaje curvo cuya luz tiene forma holgada de pentágono. La distancia regular entre cada arco de cuerda es casi de dos palmos. Hay muchas cuerdas y muchos amarres. A medida que se camina por un sendero que corre paralelo al perímetro de la sala, que está demarcado por la ausencia de cuerdas, se percibe una progresión en la altura de los amarres que están sobre la pared: su constante ascendencia o descendencia hace un dibujo de puntos que es afín a las líneas curvas del espacio de la galería. Los amarrares de las cuerdas están hechos sobre pequeñas armellas, con un nudo sencillo (casi casero), y en dos o tres partes de la sala, donde hay variaciones —por ejemplo sobre un muro que sobresale— no hay armellas, y las cuerdas entran de manera nítida y decidida sobre el estuco que cubre las paredes. Todas las cuerdas se ven tensas pero al tocarlas tienen cierta elasticidad; al soltarlas vuelven a su posición. Al fondo, sobre ambos remates del sendero, las paredes han sido cubiertas con espejos que van del suelo al techo y sobre ellos se extiende la imagen de la Galería Santa Fe. Los espejos tienen un guardaescoba gris. (Ante la economía de medios de una obra que se plantea con decisión desde el dibujo, habría que pensar si era necesario el uso de los espejos: es claro que una imagen al verse reflejada extiende sus límites pero también, en el caso de Circundante, se crea un eco casi ornamental, cercano a un truco usado en la decoración de interiores, que altera el tono binario, o de suficiente insuficiencia, que se construye entre las cuerdas y el espacio de la obra.)

“¿Eso es?”

—Lucas Ospina