Y La Cultura, ¿qué?

Es costumbre que el último nombramiento en el gabinete de los presidentes sea el de Cultura. Puesto que se trata de una ‘cartera’ casi vacía y que se llena según la caprichosa generosidad de Hacienda y Planeación, Cultura es la cenicienta del paseo, aunque la saquen a bailar en las mejores fiestas. Cuando a Andrés Pastrana le estaban planchando el traje de su posesión del 7 de agosto de 1998, era de madrugada y no tenía ministro. Para compensar este descuido, tuvo cuatro.

Es costumbre que el último nombramiento en el gabinete de los presidentes sea el de Cultura. Puesto que se trata de una ‘cartera’ casi vacía y que se llena según la caprichosa generosidad de Hacienda y Planeación, Cultura es la cenicienta del paseo, aunque la saquen a bailar en las mejores fiestas. Cuando a Andrés Pastrana le estaban planchando el traje de su posesión del 7 de agosto de 1998, era de madrugada y no tenía ministro. Para compensar este descuido, tuvo cuatro.
Acepto que la cultura no solo no da votos sino que produce elementos bastante díscolos, más inclinados hacia la oposición que hacia el gobierno. En la política y en los grandes negocios hay personas que se preparan para ser ministros: de Economía, de Minas, de Agricultura y hasta de Gobierno, como Valencia Cossio, que hace las veces de domador, pero nadie se prepara para ministro de Cultura. Hay gente preparada para serlo, pero los políticos andan más cerca del espectáculo que de las universidades, donde existen los gestores de la Cultura del siglo XXI.

Hace dos décadas, la cultura, tal como se entendía entre nosotros, se limitaba a las bellas artes y las letras y, a veces, a la promoción del folclor nacional, apenas una parte de las culturas populares. La gestión que se hacía era una mezcla paternalista de Responsabilidad Social Empresarial del Estado y obra de beneficencia. Quizá por lo último, sus presupuestos fueron siempre irrisorios: la beneficencia es lo que se da de lo que sobra.

La cultura y su gestión se han vuelto más complejas. Cultura son más cosas, tantas, que algunas pasan de contrabando cuando les va mal en el negocio. Y la gestión se ha profesionalizado a medida que empezaron a crecer las industrias culturales, pero también a medida que crecieron nuevas expresiones creativas en la sociedad de masas. Por ejemplo, las nuevas culturas urbanas y la ampliación del campo creativo en los espacios rurales, conectados ahora con la globalización de los urbanos.

Las tecnologías de la información y la comunicación se dividieron el terreno: una parte se quedó en la institución estatal encargada de su regulación y funcionamiento y muchas otras de sus creaciones se aclimataron en la Cultura, desde el cine y la producción de audiovisuales hasta las músicas alternativas, el diseño gráfico y la creación de blogs de todas las especialidades. Y aquí no termina todo.

La relación del Estado con las culturas populares fue durante un tiempo paternalista y soberbia. Había que subir al escenario a «esa pobre gente» con sus bailes e instrumentos «primitivos», sacarla de paseo al exterior y mostrarla como parte de «nuestra identidad» de pueblo, mientras esa pobre gente se moría de hambre. Muchos grandes profesionales fueron tratados como aficionados y murieron en la olla.

Las cosas han cambiado, pero la desigualdad entre las culturas populares que gozan de prestigio en el gran negocio de las disqueras y los conciertos y las que sobreviven a las malas manteniendo la autenticidad de lo que hacen, esa desigualdad es muy grande. No ha cambiado tampoco la idea que los presidentes se siguen haciendo sobre la gestión de la cultura: es la fea de la fiesta, aunque sea la que mejor baila.

Las culturas de ahora sobreviven entre las subvenciones del Estado, que son pocas, y la comercialización de sus productos, que es cruelmente selectiva: se acomoda o perece. Existen leyes que dan incentivos fiscales a la empresa privada que invierta en cultura; se están haciendo cálculos económicos sobre el aporte de la Cultura y sus negocios al PIB, pero existe otra cultura, tradicionalmente mendiga, reacia a la comercialización impuesta por las industrias culturales y del entretenimiento.


Óscar Collazos

___

publicado por El Tiempo

2 comentarios

Muy buena la reflexión, sin embargo es completamente falso que los gestores culturales estén en las universidades, son muy pocos y el ambiente universitario, sobre todo el público, es demasiado comodo como para incentivar este tipo de prácticas. Claro, las excepciones existen. Pero los gestores no están ni en las universidades ni en la política.

Estoy en completo acuerdo, los gestores no están ni en las universidades ni en la política. Sería además muy bueno, que en el ministerio de cultura se contara con personas a las que realmente les importe, no sé por qué no puede ser como en Inglaterra y otros países europeos donde los encargados del ministerio son personas que viven y sienten la cultura, además de ello la conocen y la cultivan, ya sean historiadores, artistas, curadores, profesores…
pero bueno, seguir hablando de esto en el país es una tarea sin sentido.