Vigilar, castigar y tostar: Arte fuera de la mirada

Unas semanas después de dar a luz en 2018, inicié sesión en una vieja dirección de correo electrónico que ya no reviso, en una búsqueda nocturna de los datos de acceso de una antigua cuenta de Skype. Para mi sorpresa, una solitaria voz humana llamó entre las ofertas robóticas de aceite de CBD gratuito y entradas para el programa del Dr. Phil: un correo electrónico con el inquisitivo asunto ¿Hola hola? y el saludo aún más inquisitivo «¿¿Querida Jaymee??»

Ad Reinhardt, 1945

Unas semanas después de dar a luz en 2018, inicié sesión en una vieja dirección de correo electrónico que ya no reviso, en una búsqueda nocturna de los datos de acceso de una antigua cuenta de Skype. Para mi sorpresa, una solitaria voz humana llamó entre las ofertas robóticas de aceite de CBD gratuito y entradas para el programa del Dr. Phil: un correo electrónico con el inquisitivo asunto ¿Hola hola? y el saludo aún más inquisitivo «¿¿Querida Jaymee??»

Mis ojos saltones se abrieron de par en par al ver el nombre del remitente. Era de un curador para el que había hecho prácticas entre 2006 y 2008, cuando era una joven artista consumida por el vortex energético que implica el intentar «triunfar» en Los Ángeles, vender obras a un coleccionista y graduarme como la mejor de mi clase en una conocida escuela de arte. Hacía más de cinco años que no me ponía en contacto con este curador, hacía seis que no pisaba Los Ángeles y, una década, un cambio de carrera y un bebé después, creía haber dejado atrás esta fase casi irreconocible de mi vida.

Hasta que una mañana, unos meses antes, mientras anotaba en mi diario el contenido de una vívida pesadilla provocada por el embarazo, derramé miles de palabras de dolor desenvuelto en torno a los diversos factores estructurales y excluyentes que me habían expulsado del mundo del arte todos esos años. Estos factores iban desde los económicos -decidirme en contra del programa de posgrado que me aceptó por la pequeña montaña de deudas que requería- hasta los relacionados con el #MeToo, por ejemplo, ser intimidada para que guardara silencio por compañeros de la escuela de arte de raza blanca. Desenterró detalles indecorosos sobre las condiciones de explotación de mi pasantía junto a este curador, que ahora evidentemente trabajaba en un museo importante. De repente, todo estaba ahí de nuevo, y ahora, aquí estaba él también.

Sorprendentemente, algunas revistas parecían interesadas en el artículo en que se habían convertido estos apuntes. Una de ellas incluso lo envió a revisión de pares. Por alguna estúpida razón, me regodeé de este hecho ante el curador: Mis novedades son que he tenido un bebé y que tengo un ensayo que está siendo considerado para su publicación.

Envíame el ensayo, me respondió con toda naturalidad.

Me entró el pánico. ¿Qué debo hacer? Él aparece en el ensayo, y… no precisamente de forma favorable. ¿Debo cortar la parte en la que aparece y enviar el resto? ¿Debo no responder a este correo y desaparecer para siempre? Para colmo, al día siguiente la revista rechazó el artículo, adjuntando nueve páginas de comentarios que bien podrían haber sido ácido verbal vertido sobre mi herida abierta.

¿Por qué tuve que mencionarle el ensayo y provocarme esto? ¿Qué me pasa? Me estremecí al darme cuenta de que había vuelto a caer en la tentación de aferrarme a una «victoria» profesional que me diera más legitimidad a los ojos de alguien más alto en la escala del mundo del arte. Sin embargo, muchos años después, una parte bien entrenada de mí seguía viendo esta relación como jerárquica, en lugar de igualitaria, y quería una estrella de oro, por así decirlo.

Resulta que esa misma «parte bien entrenada de mí» había sido la investigación central del ensayo que había escrito, es decir, cómo el mundo del arte funciona mediante un sistema de premios y castigos. La última estrella de oro es «lograrlo», ser reconocido como un participante viable por quienes ya ostentan ese estatus, como este comisario. La forma de ganarse esta recompensa de visibilidad es a través de un comportamiento «correcto», desde tener el conjunto correcto de influencias teóricas o artísticas (por ejemplo, la filosofía francesa continental ✔, Van Gogh 🚫), hasta ir a la escuela de arte correcta (en mis años en Los Ángeles nunca oí a nadie hablar del departamento de arte de Cal State LA, por ejemplo), hasta -en mi experiencia, la más sutil y a la vez más insidiosa- hacer tipos correctos de obras de arte, concebidas directamente para ser consumidas y circuladas eficazmente dentro del mercado del arte existente.

Mientras tanto, la amenaza del castigo cuelga permanentemente en el reverso de la recompensa, ya que, como escribe el estudioso de la educación Alfie Kohn, los premios y los castigos «son dos caras de la misma moneda». Ambos comparten la misma función: inducir el cumplimiento, es decir, conseguir que la gente obedezca órdenes y haga lo que se le dice. En el caso del mundo del arte, si un comportamiento correcto y obediente significa tener la oportunidad de obtener la recompensa de «triunfar», comportarse de forma incorrecta significa enfrentarse al castigo de la exclusión o el fracaso -quedar fuera de las exposiciones, las páginas de las revistas, las universidades, etc., que constituyen las formas en que los participantes reconocidos son vistos y escuchados- y, por tanto, quedar relegados al reino de lo invisible. Para evitar el castigo, los participantes cumplen con los requisitos de la corrección para conservar nuestra oportunidad de obtener la recompensa, incluso cuando esto significa trabajar sin paga, descender a niveles obscenos de deuda, sufrir la discriminación encubierta o abierta, o cualquier tipo de realidades vividas degradantes y deprimentes.

En mis días de trabajo en Los Ángeles, nunca escuché a nadie hablar abiertamente de esta dinámica de recompensas y castigos, lo que hace que su existencia sea prácticamente imposible de verificar, y mucho menos de calificar de errónea. En todo caso, si te quejabas se entendía que no estabas lo suficientemente comprometido con “triunfar” y que, por tanto, merecías fracasar. Lo más parecido a una llamada de atención fue un ensayo por el artista Ian Burn en 1975, que vinculó esta dinámica a un mercado global del arte cada vez más comercializado bajo el capitalismo avanzado:

No sólo las obras de arte acaban siendo mercancías, sino que también hay un sentido abrumador en el que las obras de arte empiezan siendo mercancías… Lo que hemos visto más recientemente es el poder de los valores del mercado para distorsionar todos los demás valores, de modo que incluso el concepto de lo que es y no es aceptable como «obra» se define primero y fundamentalmente por el mercado y sólo en segundo lugar por los «impulsos creativos» (etc.). Este ha sido el precio de interiorizar un modo de producción tan intensamente capitalista… Todos hemos acabado siendo víctimas del capricho [del mercado del arte], los «principios» del arte moderno nos han atrapado en una prisión panóptica de nuestra propia cosecha.

El sorprendente lenguaje de Burn evoca descripciones de comportamiento y visibilidad “correctos” en Vigilar y castigar de Michel Foucault, un análisis de las prisiones panópticas reales inquietantemente aplicable al sistema de premios y castigos del mundo del arte. «Nuestra sociedad no es la del espectáculo, sino la de la vigilancia», escribe Foucault, recordando mi interacción jerárquica con el curador. La palabra vigilancia -surveillance en inglés- deriva del francés y significa literalmente «observar desde arriba», lo que me recuerda mi interacción con el curador. Después de todo, la recompensa sólo llega cuando los que están por encima de nosotros nos ven.

La torre de vigilancia del Panóptico original del siglo XVIII se situaba en el centro de un círculo de celdas sobre las que vigilaba continuamente, cada una de las cuales contenía un individuo en «estado de visibilidad consciente y permanente». De hecho, el Panóptico era un dispositivo disciplinario tan eficaz que no eran necesarios barrotes metálicos ni grilletes, ya que sus súbditos hacían el trabajo de interiorizar su poder sobre ellos mismos: «Aquel que está sometido a un campo de visibilidad, y que lo conoce, asume la responsabilidad de las restricciones del poder; las hace jugar espontáneamente sobre sí mismo; inscribe en sí mismo la relación de poder en la que desempeña simultáneamente ambos papeles». Como sugiere Burn, el poder regulatorio automatizado del Panóptico reside en nuestra propia creación. Como participantes, nos convertimos en cómplices de la aplicación de las reglas de funcionamiento del sistema de premios y castigos.

Foucault llama a este cumplimiento interiorizado de las reglas un «entrenamiento correcto» que transforma a sus participantes antes autónomos en «cuerpos dóciles», cuya conformidad constante hace imposible cambiar el status quo, replicándolo así infinitamente. “Cuerpos dóciles” describe exactamente lo que noté en mi respuesta automatizada, casi involuntaria, al curador: que por mucha distancia física y psicológica que pusiera entre el mundo del arte y yo, por mucho que hubiera desaprendido en los años posteriores, en el momento en que volvió a sonar el timbre volví a hacer cola para complacerlo, como si mi cuerpo actual hubiera sido secuestrado por una fuerza externa.

Reconocí este secuestro. Es una escisión que ocurre cuando ya no estamos simplemente «en» nuestros cuerpos, sino simultáneamente en nuestros cuerpos y muy conscientes de cómo los demás perciben nuestros cuerpos (como dice Foucault, jugando ambos roles). Como mujer, yo había sido socializada toda mi vida para satisfacer la mirada masculina, por lo que la sensación no era nueva. Lo que se sintió nuevo fue darse cuenta de que esto era más que una simple mirada masculina; por un lado, la objetivación o el deseo sexual estaban ausentes aquí. Esta era una mirada capitalista, según la descripción de Ian Burn; o para ir más lejos, era la mirada de lo que bell hooks llamó el patriarcado capitalista supremacista blanco. La mirada masculina, la mirada capitalista, la mirada blanca, la mirada colonial, etc. no funcionan como entidades separadas; se entrelazan e interactúan de innumerables maneras para servir a los sistemas de dominación entrelazados. Por supuesto, la mirada no cae sobre todos por igual: su mecánica domina o coopta diferentes cuerpos en diferentes grados (como lo demuestra el hecho de que los artistas en los principales museos de EE. UU. son 85% blancos y 87% hombres). Sin embargo, ninguno de nosotros está exento de su control, ni siquiera los más privilegiados. Como escribió Ian Burn, “todos somos víctimas de su capricho”.

Así como la mirada patriarcal-capitalista-supremacista blanca crea una división en nuestros propios cuerpos—de la doble conciencia de W.E.B. DuBois al «to-be-looked-at-ness» de Laura Mulvey a la escalofriante descripción de James Baldwin de darse cuenta de su alteridad racial cuando era niño—el patriarcado capitalista supremacista blanco nos separa de nuestros propios «impulsos creativos, etc.», para volver a las palabras de Ian Burn. Como cuerpos divididos y dóciles, hacemos arte con la intención expresa de ser mirados, con la mirada del mercado del arte (y sus mecanismos de aplicación supremacistas blancos, capitalistas y patriarcales) constantemente cerniéndose sobre nuestros hombros.

Entonces, ¿qué alternativa al panóptico hay, cuando no hay escape de su mirada? ¿Cómo cambiamos este sistema cuando, por diseño, se postula como la única opción? Tal vez, si extendemos literalmente la metáfora del panóptico, podemos observar el trabajo de abolicionistas de prisiones como Angela Davis, Mariame Kaba y Ruth Wilson Gilmore, cuyo trabajo y erudición han argumentado durante mucho tiempo que poner fin al complejo industrial de prisiones requiere desmantelar al patriarcado capitalista supremacista blanco  (o, para usar el término de Gilmore, el capitalismo racial). Si bien la abolición del mercado del arte puede parecer tan idealista o lejana como lo fue la abolición de las prisiones no hace mucho tiempo (y todavía lo hace para muchos), ese escepticismo limitante es en sí mismo otra función del sistema. Como argumenta Kaba, “la opresión pone un techo a nuestra imaginación”.

Después de todo, ¿no es fundamentalmente el trabajo de un artista utilizar nuestra imaginación? Debemos asumir este problema como un desafío creativo. Si bien puede sonar desalentador, el movimiento abolicionista no espera ni aboga por un cambio de la noche a la mañana. “Tiene que haber 1.000 experimentos diferentes”, continúa Kaba. “Lo resolveremos trabajando para llegar allí es praxis, no evasión”. Algunos de los 1.000 experimentos pueden parecer organización colectiva, desde pedir el fin de las pasantías no remuneradas hasta modelar cómo llevar a cabo una feria de zines equitativa que represente a diversos artistas emergentes y pague a los participantes. Otros experimentos pueden ser gestos individuales, desde hablar en contra de las prácticas racistas de los museos y negarse a participar en ellas, hasta responder con empatía a un solicitante «fallido» sobre el modelo de escasez competitiva de financiación de subvenciones y el mundo del arte en general.

Independientemente del enfoque que adoptemos, todos los artistas pueden trabajar de inmediato para deshacer la mecánica interiorizada de la mirada curando la división en nuestros propios cuerpos y, a su vez, en nuestra creación artística. Para ello, podemos recurrir a una práctica más innata y la antítesis del control o la dominación: el juego. Cuando mi hija, ahora de casi cuatro años, está jugando, está completamente presente en su cuerpo, sin preocuparse de si lo que está haciendo es correcto o de cómo es percibida. Estar encarnados de forma plena y lúdica es político en una cultura violenta que nos aliena de nosotros mismos, de los demás y de nuestras obras de arte.

Esta ética del juego como una postura políticamente significativa fuera de la mirada se manifiesta en las humorísticas obras de artistas “no conformistas” del antiguo bloque soviético, que realizaban exposiciones en apartamentos o parques con gran riesgo personal y literalmente sin mercado alguno, a veces siendo arrestados por las autoridades. Aparece en el trabajo de Howardena Pindell, quien describe su versatilidad formal y conceptual “como una forma de jugar” a pesar de décadas de alienación, no sólo del mundo del arte dominado por hombres blancos, sino también del Black Arts Movement dominado por hombres y la AIR Gallery dominada por mujeres blancas. Aparece en el trabajo de Lorraine O’Grady, cuya exuberante actuación de 1983 Art Is… en el desfile del Día Afroamericano en Harlem «no estaba dirigida al mundo del arte». O’Grady y Pindell ahora están recibiendo la atención del mundo del arte, pero, como señala Christina Sharpe, «esta es la clave: continuaron trabajando sin ella. Porque, en cada instancia, el trabajo y no el reconocimiento blanco tenía que ser, era y es la cosa”.

Durante mi tiempo en Los Ángeles tuve la increíble suerte de ser testigo de un ejemplo cercano del juego, al alquilar una habitación en la casa de la artista Channa Horwitz. (De hecho, esa es la razón por la que el curador me escribió después de tantos años: había pasado por la casa de Channa para recoger una pieza de su patrimonio, lo que le recordó que yo había vivido allí). Channa siempre solía describir su proceso creativo como «sólo es un juego», y trabajó toda su carrera para seguir la trayectoria que este juego le llevaba a toda costa. A menudo contaba dolorosas historias de invisibilidad, desde ser rechazada del programa MFA en CalArts hasta mostrar tímidamente su trabajo a la señora del correo porque era la única persona con la que sentía que podía hablar de ello. A pesar de las numerosas presiones para cambiar su trabajo y adaptarlo a la mirada del mundo del arte, optó por seguir sus «impulsos creativos (etc.)» y seguir jugando, incluso si eso significaba que su trabajo nunca se vería.

Jugar era algo natural para Channa; contaba muchas historias dramáticas y decía muchas cosas divertidas. Sin embargo, mi frase favorita de Channa fue algo que dijo el año antes de morir, cuando -al igual que O’Grady y Pindell- su obra estaba despertando el interés de grandes exposiciones y museos emblemáticos. Comentó, «I’m not milquetoast, but I am toast», lo que más o menos se traduce como que no soy mansa, pero sí estoy jodida. Con este comentario resumió sin querer su vida: había sido dispuesta a convertirse en una persona quemada como una tostada con tal de decir su verdad.

 ¿Estaba yo dispuesta a hacer lo mismo? Supongo que tenía que hacerlo, por el bien de Channa, a pesar del nudo que tenía en la garganta. Así que, después de suavizar parte del lenguaje del ensayo en las partes en las que aparecía el curador – «amonestado» se convirtió en «advertido», por ejemplo-, tragué con fuerza y pulsé Enviar. Si iba a ser rechazada o excluida por un comportamiento incorrecto, era justo, pero al menos escuchaba a mi propio cuerpo y actuaba al servicio de sus necesidades y valores.

Unos días después, el «(1)» apareció en mi bandeja de entrada. La respuesta del curador -larga, sincera y arrepentida- empezaba con una disculpa por las formas en que había contribuido a «hacer insostenible [mi] camino». Reflexionó con vulnerabilidad sobre cómo las tensiones entre su origen de clase trabajadora y sus propias luchas personales en el mundo del arte pueden haberle obligado a actuar de esa manera. Reveló sus sentimientos conflictivos sobre su éxito actual –hay una profunda sensación de vacío que siento independientemente de los logros que parece que obtengo– y luego concluyó con palabras amables sobre mi escrito y la obra en sí, y un ofrecimiento de ayuda en lo que pudiera.

Le respondí en una hora. Cuando empecé a darle las gracias por haberme confiado con tanta honestidad su propio camino, me topé con algo tan lúcido que me sorprendió incluso a mí: Creo que abrirse a esas partes de nuestras experiencias puede ser la única manera de llenar el vacío que mencionas. Si vamos a buscar la reconciliación más allá del sistema de recompensas y castigos, debemos hablar con vulnerabilidad y escuchar; debemos estar dispuestos a mirar en otras direcciones, además de hacia arriba, y hacia algo más curativo, más instructivo y más importante: el uno al otro. Tal vez entonces nos demos cuenta de que no tenemos que estar en una escalera en absoluto, y que hay suficiente espacio en el círculo para todos.

Al final, el curador me puso en contacto con una revista de arte en línea que aceptó el ensayo. Cuando la revista lo  publicó, reflexioné sobre la serendipia de esta inesperada correspondencia con el curador, y volví a pensar en la tardía fama de Channa. Tal vez el acto de seguir los «impulsos creativos (etc.)» de uno hasta el punto de convertirse en una tostada añade una capa de riqueza imprevista si alguna forma de visibilidad acaba llegando. Es una riqueza que nunca podríamos haber imaginado si nos hubiéramos quedado en la escalera como nos habían entrenado –una riqueza cuyo valor está más allá de la métrica del éxito o del fracaso, en la preciosidad de la vida.

Al final me publicaron, e incluso me pagaron, pero lo más importante es que gané un sentido de testimonio, conexión y la claridad irrevocable de que ser correcto es un juego perdido. Porque aunque la corrección se presente como la única manera de “ganar”, este tipo de ganar no nos protege de esa sensación de vacío que el curador describió. Para resistir este vacío, tenemos que estar dispuestos a dejar de ser correctos. Tenemos que estar dispuestos a realinear nuestros valores lejos de querer «lograrlo» y, en cambio, poner fin a los sistemas de dominación y control. Tenemos que deshacer nuestro entrenamiento para mercantilizar nuestras obras, nuestras relaciones y nuestro propio ser, y volver a centrarnos en «sólo jugar», aunque hacerlo signifique arriesgarnos al castigo de la invisibilidad, la exclusión y el fracaso. Debemos imaginar la posibilidad de un mundo diferente, y luego hacer nuestras obras de arte con ese fin.

Al hacerlo, puede que nos convirtamos en una tostada, pero sabremos con certeza que no somos unos mansos «milquetoast».

Jaymee Martin*

Jaymee Martin es una artista, escritora y educadora interdisciplinaria estadounidense. Trabaja como editora de currículo para un sistema de escuelas que ayuda a los estudiantes adultos encarcelados a obtener diplomas de escuela secundaria. Su libro Of Making Many Books There Is No End fue publicado por Sming Sming Books en 2021.

*Texto inédito de Jaymee Martin. Traducción al español de esferapública con el visto bueno de la autora.

 


Ad Reinhardt, 1945

Discipline, Punish, and Toast: Artmaking Outside the Gaze

A few weeks after giving birth in 2018 I signed into an old email address I never check anymore, on a sleep-deprived search for the login info of an ancient Skype account. To my surprise, a lone human voice called out among the robotic offers for free CBD oil and tickets to the Dr. Phil show: an email with the inquisitive subject Hello hello? and the even more inquisitive greeting “Dear Jaymee??”

My baggy eyes widened at the sight of the sender’s name. It was from a curator I had interned for back in 2006-08, when I was a young artist consumed with the swirling energies of trying to “make it” in Los Angeles, selling work to a collector and graduating at the top of my class at a well-known art school. I had not been in contact with this curator in over five years, not physically stepped in Los Angeles in six, and one decade, a career change, and a baby later, I thought I had put this near-unrecognizable phase of my life to bed.

Until one morning a few months earlier, when, while jotting down the contents of a vivid, pregnancy-induced nightmare in my journal, I unspooled thousands of words of grief surrounding the various structural, exclusionary factors that had driven me out of the art world all those years ago. These factors ranged from the economic—deciding against the graduate program that accepted me because of the small mountain of debt it required—to the #MeToo-esque, e.g., being bullied into silence by white-dude art school classmates. It unearthed unseemly details about the exploitative conditions of my internship alongside this curator, who was now evidently working at a major museum. Suddenly there it all was again, and now, here he was too.

Surprisingly, a few journals seemed interested in the piece these jottings had become. One even sent it off into peer review. For some stupid reason, I gloated about this fact to the curator: My updates are that I had a baby, and I have an essay being considered for publication!

Send me the essay, he wrote back matter-of-factly.

CRAP, I panicked. What should I do? He appears in the essay, and… not exactly favorably. Should I cut out the part he’s in and send the rest? Should I just not respond to this email and disappear forever??? As if to pile on, the next day the journal rejected the piece, attaching nine pages of commentary that may as well have been verbal acid poured onto my open wound.

Why did I have to mention the essay to him and bring this upon myself? What is wrong with me? I winced, realizing I had fallen right back into the temptation to show off a professional “win” that would afford me more legitimacy in the eyes of someone higher on the art world ladder. However many years later, some well-trained part of me still viewed this relationship as hierarchical, rather than egalitarian, and I wanted him to give me a gold star, so to speak.

As it happened, that same “well-trained part of me” had figured as the central investigation of the essay I’d written—namely, how the art world functions through a system of rewards and punishments. The ultimate gold star is to “make it,” to be seen and recognized as a viable participant by those who already hold that status, such as this curator. The way to earn the reward of visibility is through “correct” behavior, from having the correct set of theoretical or artistic influences (i.e., continental French philosophy ✔, Van Gogh 🚫), to going to the correct art school (in my years in LA I never heard anyone talk about Cal State LA’s art department, for example), to—in my experience, the most subtle yet most insidious—making correct types of artwork, devised outright to be efficiently consumed and circulated within the existing art market.

Meanwhile, the threat of punishment hangs permanently on the flipside of the reward, since, as the education scholar Alfie Kohn writes, rewards and punishments “are two sides of the same coin.” Both share the same function: to induce compliance, that is, to get people to obey orders and do as they are told. In the case of the art world, if correct, obedient behavior means earning a shot at the reward of visibility and “making it,” then behaving incorrectly means facing the punishment of exclusion or failure—being kept out of the shows, magazine pages, universities, etc., that constitute the ways recognized participants are seen and heard—and thus relegated to the realm of the invisible. In order to avoid punishment, participants comply with the requisites of correctness in order to preserve our shot at the reward, even when it means working for no pay, descending into obscene levels of debt, enduring covert or overt discrimination, or any manner of degrading and depressingly prevalent lived realities.

Back in my LA hustle days I never heard anyone talking openly about this rewards-and-punishments dynamic, making its existence virtually impossible to verify, let alone call out as wrong. If anything, if you complained it was understood that you were not committed enough to “making it” and thus deserved to fail. The closest I got to a call-out was an essay by the artist Ian Burn in 1975, linking this dynamic to an increasingly commodified global art market under late capitalism:

Not only do works of art end up as commodities, but there is also an overwhelming sense in which works of art start off as commodities … What we have seen more recently is the power of market values to distort all other values, so even the concept of what is and is not acceptable as ‘work’ is defined first and fundamentally by the market and only secondly by ‘creative urges’ (etc.). This has been the price of internalizing such an intensely capitalistic mode of production … We have all ended up victims of [the art market’s] capriciousness, the ‘principles’ of modern art having trapped us in a panoptical prison of our own making.

Burn’s striking language evokes descriptions of “correct” behavior and visibility in Foucault’s Discipline and Punish, an analysis of actual panoptical prisons eerily applicable to the rewards-and-punishments system of the art world. “Our society is not one of spectacle, but of surveillance,” Foucault writes. The word surveillance derives from the French meaning literally “to watch from above,” calling to mind my interaction with the curator. After all, the reward comes only when we are seen by those above us.

The original 18th century Panopticon’s surveillance tower stood at the center of a circle of cells over which it continuously gave watch, each containing an individual in “a state of conscious and permanent visibility.” In fact, the Panopticon was so effective a disciplinary device that no metal bars or shackles were necessary, since its subjects did the work of internalizing its control over themselves: “He who is subjected to a field of visibility, and who knows it, assumes responsibility for the constraints of power; he makes them play spontaneously upon himself; he inscribes in himself the power relation in which he simultaneously plays both roles.” Like Burn suggests, the Panopticon’s automatized regulatory power rests in our own making. As participants, we self-enforce the rules of how the rewards-and-punishments system functions.

Foucault calls this self-enforcement a “correct training” which transforms its formerly autonomous participants into “docile bodies,” whose constant compliance renders it impossible to ever change the status quo, thus replicating it infinitely. “Docile bodies” exactly describes what I noticed in my automatized, almost involuntary response to the curator: that no matter how much physical and psychological distance I’d put between me and the art world—no matter how much unlearning I had done in the years since—the moment the bell rang again I fell right back in line to please him, as if my present-day body had been hijacked by an external force.

I recognized this hijacking. It’s a splitting that happens when we are no longer just «in» our bodies, but simultaneously in our bodies and acutely aware of how our bodies are being perceived by others (as Foucault says, playing both roles). As a woman I’d been socialized my entire life to cater to the male gaze, so the sensation was not new. What felt new was realizing that this was more than just a male gaze—for one, sexual objectification or desire was absent here. This was a capitalist gaze, per Ian Burn’s description; or to go even further, it was the gaze of what the late bell hooks called white supremacist capitalist patriarchy. The male gaze, capitalist gaze, white gaze, colonial gaze, etc. do not function as separate entities; they intertwine and interact in myriad ways to serve interlocking systems of domination. Of course, the gaze does not fall on everyone equally—its mechanics dominate or co-opt different bodies to different degrees (as evidenced by the fact that artists in major U.S. museums are 85% white and 87% male). Yet none of us are exempt from its control, even the most privileged. As Ian Burn wrote, “we are all victims of its capriciousness.”

Just as the white supremacist-capitalist-patriarchal gaze creates a split in our own bodies—from W.E.B. DuBois’s double consciousness to Laura Mulvey’s «to-be-looked-at-ness”  to James Baldwin’s chilling description of realizing his racial otherness as a child—white supremacist capitalist patriarchy splits us from our own “creative urges, etc.,” to return again to Ian Burn’s words. As split, docile bodies we make art with the express intent to be looked at, with the gaze of the art market (and its white supremacist capitalist patriarchal enforcement mechanisms) constantly hanging over our shoulders.

So what alternative to the Panopticon is there, when there is no escape from its gaze? How do we change this system when, by design, it posits itself as the only option? Maybe, if we extend the Panopticon metaphor literally, we can look to the work of prison abolitionists such as Angela Davis, Mariame Kaba, and Ruth Wilson Gilmore, whose labor and scholarship have long argued that ending the prison-industrial complex requires dismantling white supremacist capitalist patriarchy (or, to use Gilmore’s term, racial capitalism). While abolishing the art market may sound as idealistic or far-off as abolishing prisons did not long ago (and still does to many), such limiting skepticism is itself another function of the system. As Kaba argues, “Oppression puts a ceiling on our imaginations.”

After all, isn’t using our imaginations fundamentally an artist’s job? We ought to take up this problem as a creative challenge. While it may sound daunting, the abolitionist movement neither expects nor advocates overnight change. “There have to be 1,000 different experiments,” Kaba continues. “We’ll figure it out by working to get there is praxis, not evasion.” Some of the 1,000 experiments may look like collective organizing, from calling for the end of unpaid internships to modeling how to run an equitable zine fair that represents diverse emerging artists and pays participants. Other experiments may be individual gestures, from speaking out against racist museum practices and refusing to participate in them, to responding empathetically to a “failed” applicant about the competitive scarcity model of grant funding and the art world at large.

No matter which approach we take, all artists can immediately work to undo the internalized mechanics of the gaze by healing the split in our own bodies, and in turn, our artmaking. To do this, we can turn toward a practice more innate and the antithesis of control or domination: play. When my daughter, now almost four, is playing, she is completely present in her body, not worrying about if what she is doing is correct or about how she is perceived. Being fully and playfully embodied is political in a violent culture that alienates us from ourselves, each other, and our artworks.

This ethic of play as a politically meaningful stance outside the gaze comes through in the often-as-funny-as-it-is-political work of “non-conformist” artists of the former Soviet Bloc, who held exhibitions in apartments or parks at great personal risk and with literally no market whatsoever, sometimes getting busted by authorities. It comes through in the work of Howardena Pindell, who describes her formal and conceptual versatility “as a way of being playful” in spite of decades of alienation, not only from the white-male-dominated art world, but also the male-dominated Black Arts Movement and the white-dominated women’s A.I.R Gallery. It comes through the work of Lorraine O’Grady, whose exuberant 1983 performance Art Is…at the African American Day parade in Harlem “wasn’t addressed to the art world.”  O’Grady and Pindell are both now receiving overdue art world attention, but, as Christina Sharpe points out, “this is the key—they continued making work without it. Because, in every instance the work and not white recognition had to be, was, and is the thing.”

During my LA hustle days I was incredibly lucky to witness an up-close example of play, by just happening to rent a room in the home of the artist Channa Horwitz. (In fact, that’s why the curator wrote me after so many years—he’d stopped by Channa’s house to pick up a piece from her estate, which reminded him I’d lived there.) Channa always used to describe her creative process as “just playing,” and worked her entire career to follow the trajectory this playing took her in at all costs. She often recounted painful stories of invisibility, from getting rejected from the MFA program at CalArts to sheepishly showing her work to the mail lady because that was the only person she felt she could talk to about it. Despite ample pressure to change her work to conform to the gaze of the art world, she chose to stick to her “creative urges (etc.)” and just keep playing, even if it meant her work might never be seen.

Playing came naturally to Channa; she told a lot of dramatic stories and said a lot of hilarious things. Perhaps my favorite Channa-ism of all, though, was something she said in passing the year before she died, when, like O’Grady and Pindell, her work was attracting interest from blockbuster shows and flagship museums. “I’m not milquetoast, but I am toast,” she remarked, inadvertently summing her life up: she had been willing to become toast to all that, as long as she spoke her truth.

Was I willing to do the same? I guess I had to, for Channa’s sake, despite the rock in my throat. So, after softening some of the essay’s language in the parts where the curator appeared—“admonished” became “warned,” for example—I swallowed hard and hit Send. If I was going to be rejected or excluded for incorrect behavior, fair enough, but at least I was listening to my own body and acting in service of its needs and values.

A few days later the “(1)” popped into my inbox. The curator’s response—long, heartfelt, penitent—opened with an apology for the ways in which he may have contributed to “making [my] path untenable.” He reflected vulnerably on how the tensions between his working-class background and his own personal struggles in the art world may have compelled him to act in such a way. He revealed conflicted feelings about his current success—There is a deep sense of emptiness I feel no matter what accomplishments I seem to make, he wrote—then closed with kind words about my writing and the piece itself, and an offer to help in whatever way he could.

I wrote back within an hour. As I started to thank him for confiding in me so honestly about the fraughtness of his own pathway, I landed on something so lucid it jarred even me: I think opening up about those parts of our experiences may be the only way to fill the emptiness you mention. If we are going to seek reconciliation beyond the rewards-and-punishments system, we must speak vulnerably and listen; we must be willing to look in other directions besides up the ladder and towards something more healing, more instructive, and more important: each other. Maybe then we would even realize that we don’t have to be on a ladder at all, and that there is enough room in the circle for everyone.

Ultimately the curator connected me to an online art magazine that accepted the piece. When it went up for publication, I reflected on the serendipity of our unexpected correspondence, and thought again about Channa’s late renown. Maybe the act of following one’s “creative urges (etc.)” to the point of becoming toast adds a layer of unanticipated richness if some form of visibility does eventually come. It’s a richness we could never have imagined had we stayed on the ladder as we had been trained to—a richness whose value lies beyond the metric of success or failure, in the preciousness of life.

In the end I got published, and I even got paid, but more importantly I gained a sense of witness, connection, and the irrevocable clarity that being correct is a losing game. For although correctness may present itself as the only way to “win,” this winning does not protect us from that sense of emptiness that the curator described. In order to resist this emptiness, we have to be willing to stop being correct. We have to be willing to realign our values away from wanting to “make it” and instead towards ending systems of domination and control. We must undo our training to commodify our works, our relationships, and our bodies, and shift our focus back to “just playing,” even if doing so means risking the punishment of invisibility, exclusion, and failure. We must imagine the possibility of a different world, then make our artworks to that end.

In so doing we may become toast, but we’d know for sure we are not milquetoast.