“El sol se había puesto. La noche solemne se había instalado. Los niños se separaron, y cada cual se fue, sin saberlo, según las circunstancias y los azares, a madurar su destino, a escandalizar al prójimo y gravitar hacia la gloria o hacia el deshonor.”
Baudelaire, Las vocaciones
¿No es el entrecruzamiento entre arte y economía el encuentro de un sustrato que desvirtúa completamente al arte hasta hacerlo desaparecer completamente en la medida en que lo trastoca en valor, con todas las consecuencias que ese valor trae consigo en el sentido de ser no ya una representación simbólica sino algo que ha mutado su verdad en mercancía, en valor de cambio, en papel moneda hasta perder el registro de su poder de significación, su valor de uso?
Y el entrecruzamiento entre arte y política, si nos permitimos aislar estas coordenadas de lo político y lo económico para intentar el análisis, la disección ¿no sería la mutación de esa verdad del arte, en la búsqueda de un poder de gran eficacia que entraría a tambalear toda la esfera de realidad del hombre, entendiendo que esa esfera se expresa como capacidad de oportunidades, es decir como representatividad real en ese horizonte que todo lo envuelve, lo económico?
Entonces señalar que lo económico o lo político son asignificantes en la discusión sobre el arte es un exabrupto.
Si el arte es un valor su representatividad política y económica no es irrelevante.
Pretender lo contrario es instaurar una suerte de idealismo estético, algo que quizá colinda con una pretensión fascista del arte. Del fascismo como el escalón terminal de un alto capitalismo. En cierto modo ese momento totalitario del arte podría compararse con la imagen de los campos de concentración en que los prisioneros son sometidos a un espacio de musicalización perpetua e infernal, haciendo de la música ese horizonte común en que tortura y pérdida de libertad se despliegan acompasados a un ritmo monótono y universal, el de un arte totalitario.
El problema económico del arte no es un vector más, es la aceptación de una contaminación real en que una verdad estética ha mutado en mercancía, y en esa mutación su representatividad simbólica no puede sino transmutarse y participar de ese nuevo referente que trastoca la forma en que sucede. En que el arte nos afecta. Su total desaparición como efecto simbólico, es decir, la total contaminación de esa verdad, de ese cuerpo de verdad que encarnaría el arte, en una realidad que lo disuelve, que retira su excepcionalidad.
Hoy en día la economía es política. Hoy en día por lo tanto se precisa de un arte político. El arte no puede ser otra cosa. No hay un cerco que haga del arte una verdad excepcional protegida del reino del valor. Protegida del totalitarismo del capital. Si hay arte, hay valor. Mercancía. Integración. Transescena.
De cualquier manera la contaminación ha llevado al arte y a toda situación humana a formar parte de ese intercambio. Si el arte es un valor el artista trabaja. Cabría preguntarse por el valor de ese trabajo y por las condiciones de ese intercambio y las repercusiones que este tipo de valor producen. Pero no es un valor neutral, no es el equivalente de un papel moneda que ha perdido contacto con su origen real, se trata en cambio de una mercancía que es ella misma el valor. Un billete coleccionable. Sería un exabrupto exhibir el dinero. El arte como valor en cambio es exhibible y explotable. Se hace uso del arte como valor. Como valor económico en primer lugar pero también por su capacidad de almacenamiento simbólico, que transforman su valer en una mercancía particular.
Y es particular porque se trata de un tipo de mercancía en que su valor no está condicionado por el trabajo humano invertido. Pareciera que en este caso la ecuación marxista entra en cuestión, en el sentido en que la plusvalía de ese valor, se revierte sobre el aparato de producción de la mercancía misma. El arte es una mercancía donde el trabajo invertido es insignificante y lo que cuenta es otro tipo de valor, el valor gestión, el valor que todo el aparato de montaje de obra es capaz de gestionar, el mercado, la transescena. Los precios del arte no fluctúan por el valor trabajo sino por la capacidad gestionante que esa transescena es capaz de movilizar. Se trata de un operario particular. El artista no está solo en su taller, su soledad sólo es un artificio de esa tramoya operacional de la gestión en que se necesitan todos los elementos de ese decorado.
No debiéramos olvidar que la obra ha sido comprada y que en adelante es una propiedad, así, de manera impensable, el capital adquiere algo que parecía un intangible; lo simbólico, la verdad, y al hacerlo tangible, adquiere su poder; de otra parte la esencia del arte muta, o adquiere una nueva fuerza y un valor. El capital compra el arte y esa transacción muta la escena del arte. Opera incluso su destrucción. Allí no quedan sino los restos de un naufragio del que intentamos vanamente su reconstrucción. No es inocente el intercambio. No es inocente el que el arte sea también una fuerza de trabajo adquirida por el capital. Quizá el arte, eso impoluto y enigmático sea un país desconocido que avizoramos con ansia, una estela que anuncia un quizá, algo que habría tenido lugar y sin embargo su fuerza no pudo anular las circunstancias, el valor, el intercambio, el poder, la acumulación.
Sin embargo, el trabajo como propiedad esencial de las mercancías se transforma en un intangible en el terreno de la mercancía del arte. El trabajo como tal, el que realiza un artista no se comporta como regulador del valor, y es aquí donde el arte se trueca en una mercancía extraordinaria, en la medida en que su valor es un intangible sujeto a la manipulación del capital. Aquí la fuerza homologante de este tipo de mercancía no es el valor trabajo sino el valor especulación, y ese valor en absoluto depende del trabajo invertido sino de la capacidad de gestión o especulación que todo el aparato de producción de obra puede poner a circular. De tal suerte que su valor fluctúa escapando a toda ley económica.
Un arte así es un enigma, un misterio, pero en el sentido en que escapa a toda posible predicción en la escala del valor de la mercancía. El alma que Mefistófeles pudo hurtar para hacer realidad su sueño, un verdadero elixir de juventud que escapa a cualquier intento de normativa de escala humana. En cierto modo el arte encarna la utopía del capital. Una zona inmune al análisis capitalista. No hay ley del valor trabajo que pueda alcanzarla. Desaparece. Es un capital irregistrable.
Así como el trabajo se encuentra en la base como tasación de las demás mercancías, el arte se halla en una cúspide, como supervalor para la tasación de toda posible especulación. Por esta vía el capitalista encuentra la posibilidad de comprar el supervalor o valor de especulación con lo que asegura unos excedentes de capital inexpugnables a toda posible tasación futura, quedando liberada definitivamente la tasación del valor trabajo. Lo suntuario deja de ser un lujo en el sentido de un valor sin valor, por el contrario, en la medida en que se trata de un supervalor equivale al monopolio de todos los precios o Trust. Equivale a hacerse al supervalor que garantiza el monopolio. Un supervalor cada vez más inaccesible para la mayoría mundial de ese mercado de valores.
Haciéndose inaccesible para la inmensa mayoría, el arte tiende a desaparecer incluso como valor mercancía de ese mercado posible. Tal es el sentido del coleccionismo en la época actual. Sin margen de accesibilidad el arte pasa a ser un bien suntuario más, en retirada del mercado, con ocasionales apariciones en un micromercado sólo accesible a los grandes monopolios. Un simple juego de especulación. El arte como portador de un supervalor a su vez genera una desagradable gradación en relación con valores menores que jamás alcanzarán la categoría de supervalor, serán valores, piezas de arte con apariencia de o pretensión de supervalor pero que jamás entrarán en el juego, una inmensa colección de minivalores no representativos de valor arte pero que crearán la ilusión de libre competencia en el mercado. Esos minivalores corresponden a lo más degradado de la esfera del arte. Un arte de trastienda, sin glamour. Un arte descastado como el perro abandonado en la esquina, al que llamamos “criollo” por simpatía, y que en realidad es un chandoso más. Un inexistente en la jerarquía del supervalor.
Las llaves del arte, del supervalor del arte, las conserva apenas una minoría. Pero de igual manera, en la medida de ese acotamiento del arte en esferas cada vez más selectas, como esferas del arte del supervalor, el arte pierde su cosmopolitismo para pasar a ser una estilización estandarizada y reconocible de ese supervalor o arte. Habría entonces lo impensable, una suerte de oligarquía del arte o supervalor. El resto es la inmensa mayoría, o la base creciente de un arte sin ningún valor en la medida en que jamás se registra como valor y en esa carencia o supresión de todo valor es un inexistente. Un no arte. Un no valor que comienza a vegetar en las redes clandestinas de un mercado negro del arte donde surge como anti valor. Un arte de los extramuros del sistema de la economía de capital. Un arte que es la negación del supervalor como negación de sus leyes y monopolios.
No hay valor trabajo detrás del arte como supervalor. No hay objetos, acciones, no hay capital simbólico. Una terrible nada es el supervalor. Un vacío. Un naufragio.
En cambio se trata de esa aura artificial en que muta el supervalor, manipulable en todas direcciones, creadora de un cuerpo artificial al que llamamos arte. El Arte ha desaparecido tras el disfraz. Es inaprehensible. Escapa siempre. Se transforma en algo que no hemos podido dilucidar. Está en cambio su ilusión. Su corporización momentánea en la colección, en el museo, en la gestión. La subasta es su momento más real. De lo contrario permanece impoluto e inservible.
Los grandes contenedores de obras de colección siguen en espera, escombros, acumulación de lo inservible, banalidad. Fracaso. Expoliación de lo que habríamos de ver.
La mutación del arte en supervalor nos conmina también a preguntarnos por el estatuto de lo real. En aras de una respuesta, la verdad crítica opera como mera retórica, justificando y alimentando al supervalor. Un garante simbólico de esa realidad que no es sino la pervivencia de una estatización política y económica que se imponen como verdad y como ideal, por acción del supervalor.
En la otra vertiente, si el arte es político significa que opera como una suerte de intervencionismo social en que una maquinaria genera acciones o artefactos de corte humanitarista y filantrópico, simulación de las condiciones de un estado de bienestar que ocultaría el que ese intervencionismo en realidad ayuda a subvencionar y equilibrar las redes bancarias y financieras de los grandes monopolios que alimenta. El arte político sería equiparable a ese ilusorio estado de bienestar. Un New Deal. Un nuevo trato.
Mientras tanto la calle, la multitud, la trastienda en que se retira el simulacro en espera de la verdadera utopía ¿El Arte? La vida otra a la vuelta de la esquina de la transescena.
Claudia Díaz, noviembre 18 de 2014