El difícil arte de representar a las víctimas

En estas épocas de posverdad y posconflicto, los límites entre la realidad de los hechos, la veracidad de las fuentes, lo real y la ficción, son cada vez más borrosos.

¿Cómo inciden estos cambios en las obras de aquellos artistas que trabajan en torno a las víctimas del conflicto armado en Colombia, donde el trabajo con testimonios y archivos implica un tipo de acercamiento en el que la ética y la veracidad de las fuentes juegan un papel fundamental?

Esta es sólo una de las preguntas que vale la pena hacer en un momento en el que desde entidades culturales del Estado e instituciones académicas se organizan con mayor frecuencia exposiciones, seminarios, encuentros y convocatorias en torno a la importancia de la verdad, la memoria, la reparación de las víctimas y la incidencia que puede tener el arte en estos procesos.

Cada día hay más artistas, curadores e investigadores trabajando en este campo y a mediano plazo un amplio número de obras y proyectos curatoriales circularán por los nacientes centros y museos de la memoria.

En el siguiente análisis del debate en torno a la carta anónima que le fue enviada a Beatriz González hace casi una década, se presentan varios hechos problemáticos en torno al uso de archivos y documentos del conflicto, así como la forma en que el arte trabaja con la voz de las víctimas.

Los hechos

Primer hecho. El 31 de enero de 2007, la líder de derechos humanos Yolanda Izquierdo fue asesinada en su casa en Rancho Grande, un barrio de Montería. Su labor en pro de la restitución de tierras para campesinos desplazados por la violencia la había expuesto a incontables peligros y, a pesar de las amenazas recibidas, la Fiscalía no le concedió protección alguna. El caso impactó a Colombia, pues otro de sus mártires ocupaba la primera plana de los periódicos.

Segundo hecho. El 23 de mayo de 2008 aparece en El Tiempo una fotografía de un grabado realizado por Beatriz González titulado Ondas de Rancho Grande: la imagen se había inspirado en una fotografía publicada el año anterior en ese mismo periódico, donde se mostraba a Yolanda Izquierdo sosteniendo un mapa. González, apropiándose de la fotografía, hizo un retrato de una mujer que sujeta un papel donde se ilustra ese misma mujer sosteniendo ese mismo papel, ad infinitum. El artículo, Hoy, una obra de arte con El Tiempo, invitaba a los lectores a apropiarse ellos mismos de esa imagen ya apropiada, a colorearla, a rellenarla, a recortarla a su gusto.

Tercer hecho. El 6 de noviembre de 2008, en la Galería Sextante, se organiza la curaduría Transmisiones, organizada para el 41 Salón Nacional de Artistas. Allí se expuso Ondas de Rancho Grande, el grabado original, flanqueado por algunas de las intervenciones que le habían llegado a González a partir de su convocatoria.

Cuarto hecho. La artista recibió una carta anónima firmada por una lavandera colombiana. La mujer, explica, vio la publicación del grabado en El Tiempo y se la llevó a su casa: allí la colgó en la pared y le rezó, pues se trataba, como afirmaban sus vecinos, de una santa. Le pedía a González que intercediera por ella para agradecerle a la santa por los milagros que le había realizado.

Quinto hecho. En la Galería Alonso Garcés, entre mayo y junio del siguiente año, se organiza la exposición Carta Furtiva: aparecen los grabados Ondas de Rancho Grande y unas pinturas donde una silueta se desdibuja entre manchas de colores mientras sujeta una hoja de papel entre sus manos. Las obras, afirmó la artista, se vieron profundamente influenciadas por la carta anónima; de hecho, los meses que siguieron González intentó contactar a la lavandera a través de la W radio y de El Tiempo.

Sexto hecho. El 3 de julio de 2009 se publica en El Tiempo un video anunciando la verdadera identidad del autor de la carta anónima: un arquitecto y artista plástico llamado Simón Hosie. Éste aseguró que la suya fue otra intervención más realizada a la obra publicada en El Tiempo en 2008. En ese mismo momento, Hosie montó una instalación en la Plaza de Bolívar inspirada en su personaje ficticio: una casa de latón habitada por una lavandera.

Las lecturas y las interpretaciones

En la entrevista que le realizó El Tiempo, Hosie explicó su motivación: quería mostrar cómo la obra de González —a quien admiraba profundamente— podía transformar las vidas de incontables anónimos en Colombia, de la misma forma en que los esfuerzos de Yolanda Izquierdo las habían modificado en su lucha política. El personaje de la lavandera anónima buscaba exaltar la labor de estas dos mujeres, agradeciéndoles: lo considera un “retrato comunitario” de la población colombiana y, afirma, “detrás de esa carta no hay una campesina, sino miles y millones de campesinos”. El artista, ganador del Premio Nacional de Arquitectura, había vivido los últimos diez años entre comunidades rurales del país, conviviendo con sus habitantes, quienes inspiraron su obra. La revelación de su identidad se vio motivada por la posibilidad de conocer a González en persona y de discutir en qué forma la había afectado su intervención.

Las opiniones se polarizaron velozmente. Los principales puntos de vista giraron alrededor de la naturaleza del arte político, de la aparente ingenuidad de González, de la misma acción de Hosie y su posterior instalación en la Plaza.

El arte político —¿fallído?

Algunas de las voces que se sumaron al debate aseguraron que más allá de la acción reprobable de Hosie —¿cómo se le ocurrió suplantar la voz de una víctima con semejante descaro?—, el problema residía en la naturaleza del arte político per se. Carlos Salazar, por ejemplo, fue de los primeros en pronunciarse: “El Arte político colombiano es la apoteosis de la Recolección Apócrifa y la morralla plástica”. Criticó el hecho que, con intenciones meramente lucrativas y mercantiles, los artistas, muchas veces, se apoderaban de objetos comunes y los incluían en sus obras, asegurando que le habían pertenecido a víctimas del conflicto. Y los compradores internacionales de arte, fascinados por el drama local, obsesionados con la miseria, “nunca va a hacer el esfuerzo de comprobar si en realidad los objetos de la violencia lobotomizada por el Cubo Blanco son testigos del dolor y el abuso o son comprados en San Victorino.” Un ejercicio deshumanizador: simple y frío cálculo. Con respecto a la carta de Hosie, escribió: “era un excelente performance hasta que nos dimos cuenta que….¡era en serio!. Aprendió, con más aplicación que los demás artistas de exportación de Colombia, cómo habla un pobre, como habla un desplazado, como habla una lavandera. Aprendió el sollozo y lo presentó como un espectáculo mediático. Aprendió como se vende.” Su performance —si se le puede llamar así— fue la máxima materialización de esta apropiación del drama ajeno con fines mediáticos: sólo quería llamar la atención de su ídolo. Salazar lo define como “un estafador que suplanta a sus víctimas,” igualitico al Mr. Ripley del cine, asegura.

De igual forma, Víctor Albarracín resaltó la lectura puramente mercantil que se puede hacer de lo sucedido y se pregunta “¿Bajará el precio de estas obras ahora que la mentira no es tan hermosa?”. Lee el incidente como un factor a tener en cuenta en la valoración de González y como una revelación de la mentira que representa el arte político, que pierde —si alguna vez lo tuvo— un “valor terapéutico, social y metafórico”.

Mauricio Cruz, por su lado, declaró que el arte político es un simple juego y que “el juego del arte no puede ser sino autorreferencial.” No existe un verdadero diálogo con las víctimas, hecho que se demuestra con la decepción que debió haber sentido González al descubrir que su maltrecha lavandera no era más que un artista joven totalmente distanciado de la violencia.

Lucas Ospina, refiriéndose a la capacidad de las imágenes de establecer realidades, escribió: “La jugada de Hosie es afín a la ética del arte: decir verdades con mentiras, bellas mentiras que se revelan como tal. Es ahí donde el político, el militar, el cura o el publicista no pueden actuar, el cinismo es un lujo que no se pueden dar (aunque la mayoría se tome la licencia).” La carta no fue más que una demostración del poder persuasivo del arte, que configura verdades, realidades enteras.

El artista —¿embaucador?

Algunos criticaron al mismo Hosie por su irreverencia, por su descarada manipulación del discurso de las víctimas pero, más que todo, por su inocencia —lejos de la acepción positiva del término—. Al respecto, André Paolo afirmó que la carta y sus sucesivas consecuencias fueron parte de un plan de marketing del artista, un modo de darle visibilidad a la obra que, días después de la revelación de su identidad, instalaría en la Plaza de Bolívar. La casa de latón fue habitada por una mujer de Ciudad Bolívar que ocupaba el rol de la lavandera de la carta: es ella, es el personaje, afirma Paolo, la verdadera incógnita detrás del asunto.

La casita de latón fue definida por Ospina como un novelón, malísimo, y el artista espera —¿reza?— que Hosie demuestre que detrás de su actitud de “Boy-scout”, de vocero de las víctimas, se esconda la del cínico, el que entiende que todo esto no es más que un juego perverso. Su naïvité es en lo absoluto interesante. Sobre el artista, además, escribió: “parece un niño al que le acaban de comprar la caja de colores prismacolor del arte, quiere usarlos todos para hacer una gran obra de arte total, y no son solo colores, son instalaciones, acciones, cartas, pinturas, crítica, hablar en lenguas, posesión, latonería y pintura.”

Para Alberto Aragón, el “cambuche” en la Plaza fue la materialización del afán amarillista de los colombianos por ver cómo es la vida de ese personaje de la lavandera: “como vive, en donde vive, como es su camita, donde caga, donde mea, tan linda la cunita, que casita tan humilde – miserable–.” Es la novela que los medios querían ver.

González —¿la víctima?

Poco se sabe de las consecuencias que tuvo la revelación de Hosie como verdadero artífice de la carta anónima. Devastadoras, se podría suponer, si se confía en los testimonios que narraron cómo la primera dirección que González había definido para la exposición cambió tras la llegada de la carta, si se tiene en cuenta que el título de la exposición —Carta Furtiva—  se inspiró en ésta, o en la insistente búsqueda de su autora. Si la carta realmente impactó tan personalmente a la artista, lo más probable es que el descubrimiento de la mentira tuvo un gran impacto.

Según un artículo en Semana, muchos —¿quiénes?— pusieron en tela de juicio a la misma González. Algunos, se asegura, llegaron a pensar que ésta siempre supo que se trataba de una farsa —por las imágenes tan elaboradas y las fallas ortográficas obvias— y que, a pesar de ello, se apropió de la historia de la lavandera mentirosa como forma de “promocionar una exposición”. Otros, por el contrario, se plantearon la pregunta de “¿Cómo era posible que una mujer de su trayectoria e inteligencia, con una agudeza crítica que le ha valido parte de su reconocimiento, se hubiera comido el cuento entero?” A esto, Alonso Garcés —dueño de la galería donde se realizó la exposición Carta Furtiva— respondió que “Beatriz me dijo que ella había recibido la carta como si fuera de una lavandera, y que para ella esa era una realidad.” La mentira no importaba, entonces, porque detrás de ésta había una verdad, muchas verdades de tantos anónimos.

Este último punto del debate es el más oscuro: hay poca información, pocas entrevistas, como si se tratara de un tema extremadamente sensible —claro, la credulidad de una de las artistas más consagradas del país—. A pesar de esto, el asunto pareció zanjado pues la mayor parte de la opinión pública pareció serle fiel a González y darle la espalda al Boy-scout de los prismacolor.

El caso de la Carta Anónima, que tanto debate provocó hace ya casi diez años, es muy diciente en lo que concierne el arte político nacional. Es evidente que gran parte de la crítica especializada lo entiende como un acto de gran hipocresía por parte de los artistas y de los coleccionistas, y considera incompatibles e irreconciliables las nociones de política y arte —un resentimiento que ha reaparecido en distintas ocasiones en los últimos años—. Se trata de un pensamiento que, posiblemente, tendrá que ser reevaluado ya que, con la firma del Acuerdo de Paz, Colombia parece estar entrando en una etapa histórica nueva —nuevísima—. La violencia, se podría esperar, dejará de ser el factor que determine la identidad nacional y el motor de la mayoría de expresiones artísticas. Un arte del posconflicto.

Y, ¿cómo podrán los artistas ser voceros de las víctimas, redimir la memoria, luchar contra el olvido, sin caer en los errores de inexpertos como Simón Hosie? ¿Será posible hacer un arte político encaminado a la reconciliación, a la redención de los damnificados con el que éstos puedan identificarse realmente?

 

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