Se trata de una afirmación difícil de hacer, pues este escrito no es sobre alguna película de Dario Argento o en torno a un cuadro de Alejandro Obregón que el pintor mismo quiso un día, borracho, destruir a cuchillo tras darse cuenta de esa belleza escondida bajo la abyección de la imagen que había pintado. No. No se trata de la belleza escondida en la representación del horror, sino del horror que, más allá de sí intenta encontrar la belleza.Hay un dispositivo escultórico pervertido en los rituales del dar muerte en Colombia, una siniestra interpretación de la escultura moderna que se materializa en los gestos del machete, el cuchillo y la motosierra en formas por todos conocidas: el corte corbata, el corte franela, el corte de gallo, el florero y la cola bolín, entre muchos otros, dan testimonio de una pulsión muy fuerte del homicida por hacer pedagogía con su trabajo. Una pedagogía hecha de imágenes, de esas imágenes que no sólo se sitúan a la vera del camino a la vista de cualquier transeúnte, sino que se ponen al margen de la imagen misma porque nos negamos a contemplarlas de frente en tanto nos patean con el horror desnudo de la imposibilidad de dar nombre, de creer que esas pilas de carne amputada que asume formas caprichosas en medio de una vereda destruida, alguna vez fueron seres humanos. Imágenes entonces, que pretenden ser una forma de arte que nos enseña cómo hay que vivir o más bien, como no hay que hacerlo: “así mueren los sapos”, “paraco hijueputa”, “por cachiporro”, “Para que sigan robando”, y un largo etcétera de lemas puestos en papeles, grafitis y sobre los cadáveres mismos, si es que estas construcciones pudieran llegar a ser, incluso, cadáveres.El horror no es arte, pero quiere serlo. Y si no puede, no se debe a una carencia sino, precisamente, al exceso. A un sentido que excede el sentido, a un gesto que desborda el gesto, a una forma que solo busca deformar, ya sea al cuerpo del otro o al orden social, mítico o ético que lo produce.Y en tanto ordenes en constante constitución, hay rituales de comunión también implicados en esa producción de horror, una “vida social” cuyas formas se activan en la socialización de la mutilación y del consumo de la sangre o la carne del muerto (aunque sea puramente mediático) tras los que, como manifiesto, se garantiza una y otra vez algún “nosotros”: Nosotros que matamos al difunto, nosotros que lo despedazamos, nosotros que comimos de su carne y que bebimos la sangre que se iba regando; nosotros que jugamos futbol con la cabeza cercenada y que ya, ni siquiera pensamos que esa cabeza sea algo distinto a una pelota”. Estos rituales de comunión son, vistos desde afuera, el equivalente de una piñata infantil en la que un cuerpo colgado es apaleado de forma colectiva hasta que de su interior reventado brotan dulces y juguetes que son recogidos por los niños como promesa de felicidad y certificado de pertenencia: “yo estuve ahí también”.
“Muñecos” y “morracos” son apenas dos de los nombres con que se designa al cadáver, y cabría preguntarse entonces por las formas en que una dimensión lúdica está ahí presente. ¿Cómo llegamos a esa hibridación de la persona y el muñeco? ¿Cómo se dio ese proceso de igualación horrorosa que nos permite jugar con las dos categorías como una sola? ¿Cómo se unen el juego y el horror de lo innombrable en un proceso de construcción de sentido en el que ya no somos personas, pero lo somos en tanto vivimos haciendo metáforas sutiles que nos permiten, siendo personas, ser muñecos?
Todas esas preguntas y reparos se forman y se disuelven en medio de una u otra comunión, de esta o aquella fiesta, de tal o cual piñata, en las que, con toda seguridad, gritamos en coro: “nosotros” mientras vamos pidiendo un palo para destripar al muñeco.
Los invitamos, pues, a que se unan a esta comunión de muñecos, papel de piñata y formas del horror con que Todopipas ha decidido untarnos a todos, porque todos estamos untados de ese horror al que ya no deberíamos seguir sacándole el cuerpo.