Entrevista con Reinaldo Laddaga*
Por Pablo Mancini
—En su reciente libro Estética de la emergencia, usted explica que nos encontramos en una fase de cambio de cultura en las artes comparable, en su extensión y profundidad, con la transición que tuvo lugar entre finales del siglo XVIII y mediados del XIX. ¿Cómo empezó a acercarse a esa idea?
—Mi intención original fue encontrar vocabularios y modelos que me permitieran describir una cierta clase de proyectos que me parecían constituir lo más rico e intrigante de la producción estética de los últimos años, pero que eran, al mismo tiempo, particularmente difíciles de conceptualizar con los medios de los que disponemos en crítica de arte, de cine, de literatura. Se trataba de proyectos iniciados por artistas o escritores que, en lugar de consagrar sus energías a realizar obras (es decir, composiciones de texto o de imagen más o menos estables, de límites más o menos bien definidos) se proponían construir plataformas y programas de acción que permitieran a numerosas personas (artistas y no artistas) asociarse en procesos que combinaban la producción de imágenes y discursos, la realización de experiencias de aprendizaje colectivo, el despliegue de formas de activismo social o político, e incluso la práctica del diseño urbano. Mi impresión era que estos proyectos eran remotos descendientes de las vanguardias de los 20 o los 60, pero su espíritu, su lógica básica, eran enteramente diferentes.
Al mismo tiempo, estas cosas tenían lugar en un momento en que es evidente (en todo caso para mí) que una cierta modernidad termina y otra (una “segunda modernidad”, diría el sociólogo Ulrich Beck) comienza. El cúmulo de procesos que hemos estado atestiguando en el último cuarto de siglo (lo que solemos llamar “globalización”) constituye, a mi juicio, un cambio de época. Me refiero a la confluencia, en este período, de la pérdida relativa de poder de los Estados nacionales (subrayo “relativa”), la aparición de espacios transnacionales (sea en el campo de la militancia política, sea en el campo de la producción económica), y ese acontecimiento que es el progresivo despliegue de las comunicaciones digitales, empezando por internet, que modifican el modo como las personas estructuran su relación con los entornos materiales y sociales en los cuales se encuentran. Estoy convencido de que este cambio es comparable con el que se producía a finales del siglo XVIII, con la consolidación de los Estados nacionales, la extensión de los medios impresos, la creación de las formas de expresión política que todos conocemos. Mi apuesta puede formularse de este modo: “a cambio de época en casi todo, cambio de época en las artes”.
Digo “apuesta” porque, cuando hablamos del presente, lo que decimos tiene siempre el carácter de una apuesta: no hay certezas, nada nos asegura que no nos equivoquemos. Mi apuesta en el libro es que esto es lo que sucede: que hay un cambio de cultura de las artes tan profundo como el cambio más general en el que están insertas. Mi intención inicial era describir una serie de proyectos desde esta perspectiva. El libro es algo así como la caja de herramientas que he podido encontrar (buscando aquí y allá, en campos y genealogías teóricas muy diversas) para hacerlo.
—Usted afirma que asistimos a una desinvención de la modernidad. ¿Qué emerge de esa desinvención? ¿De qué que se trata esa experiencia?
—“Desinvención de la modernidad” es, en efecto, una expresión que uso en el libro. Pero no es una expresión que yo haya inventado. La tomo de Bruno Latour, que la moviliza en un interesantísimo libro llamado Políticas de la naturaleza. A lo que Latour apunta es a mostrar que, en la medida en que queramos abordar de una manera productiva algunos de los desafíos del presente (particularmente el desafío ecológico, pero pienso, por mi parte, que este es también el caso en lo que concierne al desafío de construir una política progresista en todos los niveles), es preciso que comencemos por desprendernos de algunos de los hábitos mentales constituidos en la larga historia de la modernidad. Como, a causa de mi formación, me cuesta pensar esta modernidad sin recurrir a la figura de la “sociedad disciplinaria” que Michel Foucault describía a partir de los años 70 –y que entiendo, para decirlo brevemente, como una sociedad donde predominaba una forma de organización singular, que articulaba a los individuos en una serie progresiva de grillas, desplegadas y controladas desde posiciones de mando centrales, al mismo tiempo que una sociedad donde las ciencias y las artes se desplegaban según la forma de las disciplinas en el uso más habitual de la palabra (como cuando hablamos de “física” o “arquitectura”, de “economía” o “música”)–, pienso esta “desinvención de la modernidad” como la invención de un universo transdisciplinario. Y esta tarea no consiste solamente en la invención de conceptos diferentes de los que hemos estado usando para resolver nuestros problemas o describir nuestra experiencias, sino también en el desarrollo de nuevas lógicas organizativas, nuevas maneras de reunir a los individuos, las tecnologías, los recursos, los espacios para la producción de acciones y discursos. Esto es lo que los artistas, los escritores, los cineastas en los que me detengo, si no los entiendo mal, ensayan hacer.
—Los proyectos que Usted analiza en el libro –El Proyecto Venus, Park Fiction y What’s the time in Vyborg?– son constructivistas y dan lugar al despliegue de comunidades experimentales que generan «modos de vida artificial”. ¿Cómo es que se despegan esos proyectos de la noción moderna de vanguardia?
—Es difícil decir algo razonable sobre las vanguardias en pocas palabras. Hay una enorme cantidad de variedades de prácticas de vanguardia y habría que ser fieles a su especificidad. Más aún, los proyectos que menciona tienen sus antepasados, sin duda, en tal o cual momento de la genealogía de prácticas que tienen de la vanguardia la propensión a desenfatizar el momento de producción de objetos estables y definidos como propósito principal de la práctica estética. Al mismo tiempo, las vanguardias “efectivamente existentes” me parece que tenían, en general, una serie de características a propias. Por ejemplo, la tendencia a producir, como objetivo central, una crítica a la tradición del arte, al que se acusaba de no cumplir, de traicionar, de reprimir incluso las promesas (de una vida más plena, de una historia más justa) que el arte mismo (o una cultura en la que el arte era una fuerza formativa) había inicialmente formulado. De ahí la proposición constante de que el arte debe ser abandonado, o superado, o recompuesto como práctica renovada de la vida, de la cual las vanguardias hacían una noción exaltada. Por eso era común en ellas aspirar a una alianza con la revolución social. Ese espíritu sigue, en muchos sitios, vivo.
Pero, honestamente, no tengo la impresión de que sea particularmente productivo entender los proyectos en los que me detengo como repeticiones (o siquiera como desarrollos directos) de esos modelos históricos. Yo he encontrado más útil comparar los proyectos de los que hablo no tanto con otros proyectos artísticos del pasado, sino con proyectos no artísticos del presente. Con la vasta empresa de programación en fuente abierta, por ejemplo; es decir, con la suma de iniciativas centradas en la construcción de programas que se distribuyen junto con su código básico, de modo que los usuarios-programadores pueden modificarlos (como sucede en el universo de Linux, para mencionar el caso más conocido). O con ciertas formas de investigación que asocian a científicos y no científicos. Pienso en el modo en que el avance de la investigación en sida ha dependido de la colaboración entre enfermos, médicos e investigadores, colaboración posible gracias a la instrumentación de estructuras organizativas originales.
No quiero simplificar demasiado, pero allí donde las vanguardias propendían a definir sus acciones como basadas en premisas del tipo “no al arte, sí a la vida”, los proyectos que me interesan asocian el arte (incluso entendido como fabricación de objetos) y la gestión social y el experimento pedagógico y una multitud de otros campos, más o menos formalizados, de la acción humana. Hay una expresión que usan los biólogos: “evento composicional”. Un “evento composicional” tiene lugar cuando dos líneas genealógicas distantes se combinan y producen algo que los modelos preexistentes al evento no permiten describir. Los proyectos en los que me detengo son “eventos composicionales”, en este sentido. En ellos, algunas características de las vanguardias históricas son incorporadas y metabolizadas en programas que obedecen a lógicas muy diferentes.
—En su libro, explica que si los proyectos que describe se vinculan a un saber, es a la teoría general de la asociación. ¿Podría ampliar esa idea?
—Lo que me propongo decir es simple: no sabemos de cuántas maneras es posible asociar de maneras duraderas a las personas. La modernidad fue, en este sentido, particularmente inventiva: figuras como las del partido político, el sindicato, incluso la burocracia en sentido estricto constituyeron innovaciones. La universidad tal como la conocemos, como gran lugar de reparto de posiciones y de roles, es otra. Y, en lo que concierne al universo del arte, el museo del tipo que todos conocemos, cuyo modelo inicial fue el Louvre posrevolucionario, el gran museo que dispone a las pinturas y las esculturas en un gran plano que describe el devenir del espíritu humano, es una manera de asociar personas, objetos, espacios y tiempos de una manera que, aunque hacia finales del siglo XVIII tuviera antecedentes, era enteramente original.
Tal vez me repita, pero tengo la impresión de que las formas asociativas que conocemos tienden a ser desbordadas estos días por multitudes de problemas y multitudes aún mayores de deseos. Personalmente, no veo cómo se podría volver a intensificar la práctica artística sin concebir otras maneras de poner las producciones de que se trate en el espacio público. ¿Qué debería venir a aparecer en el lugar de las galerías de arte (no necesariamente sustituyéndolas, pero sí junto a ellas)? ¿De los museos? ¿De los artistas? ¿De los públicos? En mi libro, intento describir proyectos donde me parece que estas preguntas se ponen en juego, donde algunas respuestas provisorias se proponen, o donde, más modestamente, se intenta relanzar la discusión.
—¿Encuentra que las nuevas tecnologías digitales, la red en particular,son una compuerta evolutiva en la producción artística? En su libro El lenguaje de los medios de comunicación, Lev Manovich sostiene que nuestra relación con la red es análoga a la que teníamos hace cien años con el cine: esto recién comienza. ¿Qué opina al respecto? ¿Cómo vislumbra el futuro?
—Sí, claro. De varias maneras. Por un lado, porque es un soporte de producción y un canal de distribución cuyas potencialidades comenzamos recién a descubrir. Por otro lado, porque es un sitio en el que se desarrollan formas de presentación de sí por parte de los individuos y formas de relación de los individuos entre sí que son inéditas, impensables sin su existencia. Pienso en el vasto universo de expresiones y de diálogos que se despliegan en los mil rincones de la red, en los weblogs personales o en los juegos on line, donde grandes cantidades de jugadores participan de la configuración de mundos virtuales. Creo que Manovich tiene toda la razón. En cuanto al futuro, evidentemente no sé qué va a suceder. Si tuviera que apostar por un desarrollo, diría que lo que los artistas de todo tipo van a consagrarse a inventar son formas de asociar la construcción de imágenes y discursos con la promoción de formas inéditas de conversación. Esta es un poco la premisa, más o menos explicitada, de mi libro.
*Nació en Rosario en 1963. Es Doctor en Filosofía por la New York University y actualmente es profesor en la Universidad de Pensylvania. Ha enseñado en distintas universidades y es autor de dos obras muy peculiares: La euforia de Baltasar Brum (1999) y Literaturas indigentes y placeres bajos. Felisberto Hernández, Virgilio Piñera, Juan Rodolfo Wilcock (2000). En su última obra publicada, Estética de la emergencia (2006), Reinaldo Laddaga analiza la reorientación actual de las artes a partir de la producción y despliegues de comunidades experimentales.
(enviado a esferapública por manolo cuervo)