Sobre la pureza del artista

El Magazine Americas publicó en 2006 un artículo de Tymothy Pratt sobre Simón Vélez que incluye una historia que le gusta contar a este arquitecto sobre uno de sus primeros clientes, el narcotraficante Jorge Luis Ochoa. Mientras el criminal purgaba una breve pena en España, en Colombia un asistente suyo vio un establo construido en guadua por Vélez y le encargó una casa en ese mismo material para descrestar a su jefe.

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Vélez recuerda que a mediados de los años ochenta algunos narcotraficantes tenían rasgos “anti-imperialistas”: habían encontrado la fórmula para explotar a los países del Primer Mundo. Tal vez, por ese mismo espíritu marginal, hacerse una generosa casa en guadua era para ellos, según Vélez, todo un “acto de rebelión”. Al menos así lo veían estos narcotraficantes que gozaban de la cara perpleja de políticos y empresarios que visitaban su singular propiedad, toda una confrontación estética que cuestionó a la policía que en un allanamiento “no podía creer que esta casa fuera de los Ochoa”. Los visitantes buscaban la fabulación arribista de oro, mármol y otros lujos en un imaginario pastel edulcorado, pero el prejuicio mafioso se desvanecía cuando encontraban una sólida casa de exquisitas  proporciones y delicada armonía, construida en un “material de pobres” con una escala y ritmo que les era difícil de comprender.

Vélez resume la importancia de esta historia así: “si no fuera por los traficantes de drogas, yo nunca habría construido cosa alguna. Ellos asumieron los riesgos de trabajar con un material desconocido, algo que la clase alta jamás habría hecho”.

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La historia de Vélez podría servirle a muchos artistas locales de la escuela estilística del “arte político” que omiten y obvian las políticas de las instituciones que los patrocinan porque prefieren pasar de agache ante cualquier cuestionamiento. El caso más reciente ha sido el de la Colección Daros Arte Latinamerica, encomendada a Hans-Michael Herzog, que estrenó hace poco su sede de 30 millones de dólares en Rio de Janeiro con una exposición de diez artistas colombianos. Guillermo Villamizar, en un largo y bien fundamentado artículo publicado en Esfera Pública, mostró que el dinero de la familia Schmidheiny, que patrocina y juega a la filantropía con Daros, proviene de prácticas corporativas ventajosas y malsanas que por décadas han generado gran daño ambiental y que hoy tienen a su principal heredero enjuiciado en Italia por la muerte lenta de más de 3000 de sus empleados. “El silencio de los artistas en algunos casos me preocupa mucho más que el silencio de Herzog”, dice Villamizar.

Es claro que detrás de cada fortuna hay uno o miles de crímenes (como en el caso de la familia Schmidheiny) y que galerías, museos, ferias, bancos, empresas, instituciones y estados enteros no escapan a este escrutinio. Es evidente que el dinero le hace a los artistas más bien que mal, que de algo tienen que vivir y que si quieren obtener su parte de la tortilla del mercado del arte tendrán que presenciar cómo se rompen algunos huevos.

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No se trata de enjuiciar a los artistas o de rebajar sus obras, de extender a ellos los crímenes de sus patrones, de hacerlos tragar la cicuta de la moralina, más bien lo que se les pide es que cuenten su historia o la reconozcan como lo hace Vélez. El artista no es un ser diáfano, independiente, puro. A los “artistas políticos” y a sus interpretes se les pide que no solo hagan “arte político” sino que lo hagan políticamente: que se pongan en juego y en riesgo, que sean más cómicos, cínicos y trágicos y menos solemnes, santurrones y frívolos. La historia de Vélez es una lección de “real-politik”, una apertura de tantas que permite el entendimiento pleno de la acción política y del compromiso con el arte por el arte en su acepción más amplia y vital.

«No hay nada que delate mejor la verdadera índole de las personas que su actitud hacia el dinero”, decía George Gurdjieff.

(Publicado en Revista Arcadia # 91)