Sobre la prohibición de matar animales

“Quién sabe si el alma de las bestias va abajo.”

Marguerithe Yourcenar

Dice que si los niños no hubieran crecido con la naturalidad de tener que aceptar el horror de todas esas muertes justificadas por sus mayores, de grandes les habría sido imposible matar a sus semejantes. Ella hablaba del horror del exterminio. Hablaba de los miles de seres muertos y que todavía permanecen a la espera de alguna voz reivindicatoria de su paso por esta tierra. La impunidad de la muerte. También hablaba de esa muerte silenciada que cobija a los animales, a las especies indefensas, animales muertos por la mano del hombre. Impunemente puestos en el  lugar de los sacrificios. Casi siempre en las peores circunstancias. Pero que no causarán ningún efecto porque los registros de esas muertes permanecerán ocultos. Borrados de cualquier posible recordación.

En ocasiones se invocó la existencia de dios para justificar la masacre de esos seres a los que se considera inferiores. El hombre honraría esas vidas haciéndolas necesarias para garantizar la posibilidad de su propia existencia y perduración sobre el planeta,  tal había sido el designio de ese dios para esas creaturas menores. Ellas serían ennoblecidas al constituirse en el alimento que garantizaría la pervivencia y propagación de la vida humana. Habían sido creadas con ese propósito,  para servir  al  hijo amado. Y ese destino era el que las ennoblecía porque las hacía ascender hacia un plano superior en la escala de la creación. A veces también esas creaturas coronaban el ofertorio que podía elevar la plegaria del hombre hacia el nombre sagrado, haciéndolo accesible. El olor de esas carnes y de esa sangre puestas en sacrificio, levantaría una columna que podría alcanzar a ese dios lejano. Su ira se aplacaría con esa sangre y esa carne del sacrificio. A cambio dios los conduciría con bien sobre la tierra dándoles potestad sobre esa tierra  a la que haría próspera para su beneficio.

El humano aduce razones y derechos con relación a esas vidas que decide signar como pertenencias. Honra así su libertad y su sentido del bien y de la belleza tomando posesión de ellas, haciéndolas cosas de las que dispone libremente, impunemente. A esa zona de disposición de lo animal la llama derecho y cultura, a veces también arte;  y constituye una tradición para la que se ha creado todo un aparato de defensa y justificación, tanto legal como moral y cultural.  La posibilidad de realizar esas disposiciones sobre esas vidas y el destino de esas muertes,  es una muestra de ese ejercicio humano de su defensa de la libertad, del derecho a su diferencia. Porque se trata en última instancia de una defensa de la libertad humana. De ser tolerantes con esos ejercicios humanos que conminan al animal a quedar reducido a una cosa de libre disposición por parte del humano libre.

En cambio el animal ha sido borrado literalmente aunque la cultura y el arte y el derecho, la teología, aduzcan razones en que esa muerte se transforma en un símbolo o en una alegoría de algún significado trascendental. Ese sacrificio en cambio, es una consumación de una vida real. Eso significa que no puede ser llevado a un plano en que se subsume su vida bajo el signo de constituir un  artefacto religioso o cultural o legal. Tampoco estético. El animal no es un bien común y estamos en camino de tener que reconocerlo.

Tampoco sería un ente pasivo ante la ley. Aunque la ley humana proporcione los argumentos necesarios para justificar su desaparición y los actos de violencia ejercidos sobre los animales. Y elabore casos que  justifiquen esas decisiones sobre la libre disposición de esas vidas. En el centro de esa ley el hombre continúa ocupando su lugar preponderante como actor y ejecutor de la ley. De toda ley y jurisdicción sobre la vida.

El animal reducido a la calidad de ente pasivo tampoco es ningún contrincante en esa discusión salvo la situación  de ser considerado una especie menor en la escala de la evolución de esa vida superior y humana a la que contribuye como alimento y como objeto de caza o de recreación y diversión. También de justificación del ejercicio de la libertad humana. De esa libre disposición que el hombre ha tenido sobre los animales y sobre la tierra. Disposiciones que constituyen  el núcleo de esa defensa de la libertad que es parte constitutiva y esencial de lo que el hombre considera su valor humano. Sus derechos humanos.

El animal se ha tomado como objeto de unos atavismos que él denomina cultura, arte, derecho, libertad. En cambio, el hombre desconoce que el origen de esos derechos que se adjudica, corresponden en realidad a unos acuerdos arbitrarios, elevados a la categoría de leyes, derechos y bienes. Actos de enunciación de una especie que habla y que codifica su habla en sentencias en detrimento de otra especie en silencio cuya posibilidad de enunciación está sujeta al arbitrio del habla humana.

Los animales tienen sus voces y sus huellas y sus reinos. Pero permanecen mudos. Sellados a cualquier posibilidad de petición. Salvo el que pueda darles una conciencia atenta al sufrimiento de esas vidas inermes. El animal está ajeno a toda posibilidad de dirimir sus asuntos, en términos de una defensa de su vida y de un señalamiento legítimo de su permanente sufrimiento a manos de la que se autodenomina como perteneciente a una especie superior en la escala de la evolución de la vida.

Es risible hablar de derechos. ¿Cómo podría tener lugar esta discusión? Porque no existe una contraparte que pueda defenderse y acusar al humano. Y exigir.

Su defensa y su protección, en cambio, están por fuera de cualquier enunciación humana, por fuera de cualquier registro. Constituyéndose en un caso extremo de un derecho que no puede apelar a defensa alguna, a derecho alguno, porque precisamente se encuentra por fuera de la ley. Sin ningún respaldo. Salvo poder apelar a esa compasión tolerante de la que se enorgullece la especie superior y que es una prueba más de su intransigente disposición sobre la tierra.

Alguna vez alguien habló de la posibilidad de unos reinos perfectos en que el animal fuera el rey de la creación; eran caballos bellísimos espantados por la obscenidad del repugnante yahoo a quien debían mantener a distancia bajo la amenaza de una presencia que podría poner en peligro la vida. Siempre esos territorios perfectos carecieron de leyes y de defensa alguna. Porque no existía la noción de un enemigo que pudiera desestabilizar ese orden. Ese equilibrio. Y por tanto sobraban las palabras porque no existían apreciaciones mentales que contemplaran esas nociones extrañas.

El peligro real en cambio lo trajo el yahoo. Su codicia. Y la falta de verdadera razón para la que creó aparatos como el derecho, la filosofía, la teología, la cultura, el arte y la política.

Ningún hombre tendría en cambio poder para defender a otro ser porque eso significaría que le había sido concedida  la potestad de dirimir el destino de sus semejantes. Una potestad que debería ser impensable en términos de la defensa de la vida y de la  protección de la tierra.

Así nace la arbitrariedad de la ley. Y de la libertad. Debiera parecer un exabrupto poder siquiera pensar en que esa discusión alguna vez pudiera haber tenido lugar.  Y que a otra especie se le haya ocurrido la fantasía de la ausencia de una entelequia llamada alma para justificar la inferioridad del animal. Porque el animal ha sido categorizado como inferior precisamente por carecer de alma.

Sin embargo en retirada de esa entelequia que sostenía una defensa de esa disposición, el humano aduce ahora el argumento del libre ejercicio de su libertad. También del ennoblecimiento de su vida a través de un acto bello en que se mata al animal. O en que se lo sacrifica para su consumo y el mantenimiento de su especie. También hablan de la ignorancia de los que no saben en qué consiste perseguir a un animal hasta darle muerte. Bien sea para su propia diversión o para satisfacer su hambre.

Siguen siendo las razones del yahoo. Sigue siendo la justificación de un hombre que cifra su existencia en esa razón de su ley arbitraria. Y en todavía  querer defender esa centralidad que se confiere para poder sostener  su libre posesión de la tierra.

 

Claudia Díaz

febrero 6 del año 2017