El domingo pasado terminó la primera Residencia Internacional de Artistas en la Argentina, organizada en el Viejo Hotel Ostende: quince días de playa, burbuja e intercambio entre artistas de Argentina, Bolivia, Chile, Colombia, Uruguay, Nicaragua, Estados Unidos, Francia, Italia e Irlanda. Y aunque el libro que recopilará todo el material producido todavía no apareció, Radar estuvo ahí y recogió el gran debate que sobrevoló el evento: el estado del arte contemporáneo.
Luego de 15 días de convivencia, el domingo pasado se convirtió en un espacio abierto en el que cada artista eligió una parte del hotel (en varios casos sus propias habitaciones) para presentar lo que hicieron en un par de semanas de verdadero ocio creativo. Los pocos que estuvimos ahí podemos dar fe de que el Hotel parecía estar envuelto en una burbuja, una burbuja generada por una instalación efímera en la que los artistas, cada cual a su manera, le rindieron homenaje, vestido de fiesta de despedida para la ocasión. En verdad todo muy lindo, y más si tenemos en cuenta que, si Pinamar fuese un pastel, Ostende sería la frutilla que corona la torta. Claro que al salir de la burbuja, aun con el sabor dulce en la boca y la sal en el piel, la pregunta inevitable es: ¿Cuál fue el objeto de esta experiencia? ¿Honrar la hotelería como arte o admitir el arte como un complemento de la hotelería? Eso es lo que tendrán que pensar los responsables de la primera edición de RIAA, quienes buscan introducir una nueva modalidad en nuestro ambiente artístico: las llamadas residencias internacionales de arte. En este tipo de “modalidad artística” un grupo de artistas trabaja en un lugar distinto al habitual durante un tiempo específico. Comparándola con otros eventos similares, Graciela Hasper no lo duda: “Yo estuve en otras residencias y ésta es lejos la mejor, por lo lujosa, lo placentera y por lo libre”. Parece ser que el medio internacional valora este “formato de intercambio”, ya que la interacción entre participantes de diferentes culturas sirve “tanto a la formación de los artistas, así como al desarrollo de sus carreras, estimulando conexiones y futuras oportunidades de trabajo”. El énfasis entonces no está puesto en la producción ni en la reflexión, sino en lo que pueda surgir de estos encuentros. Según la gacetilla de RIAA, en las presentaciones los artistas “interactúan directamente con toda la comunidad artística, demostrando ser catalizadores que favorecen reflexiones y debates fructíferos sobre el arte contemporáneo y los diálogos interculturales”.
El uso del término “arte contemporáneo” tiene algo en común con el de “música electrónica”. El uso indiscriminado de estos dos términos no parece considerar importante ni su origen ni nada que no sea afirmar su entidad autónoma y, en cierta forma, cerrada. Así como la música electrónica suele desentenderse alegremente de la historia y la teoría musical, el arte contemporáneo parece estar más preocupado por su propia e inevitable “contemporaneidad” que por analizar la conexión histórica entre artes y artesanía, y así como por el sentido tradicional y universal que, según una autoridad como Coomaraswamy, define al arte como “la forma correcta de hacer las cosas”.
En gran medida, el intercambio planeado está dado a través de cámaras digitales con las que, citando involuntariamente a los Kinks, “la gente se toma fotos entre ellos”. La mitad de las obras fueron hechas con formatos digitales. Así, cierto confinamiento espacial, la falta de consignas precisas y el carácter lúdico del encuentro lo acercan a una suerte de reality. Claro que un reality sin público ni presiones, integrado por gente cool y creativa, por artistas de diferentes lugares del mundo: entre los argentinos estuvieron Adriana Bustos, Juan José Cambre (la instalación de su habitación confirmó su sentido estético), la cordobesa Claudia del Río (hizo una instalación en la playa), el tucumano Jorge Gutiérrez (instalación en la pileta de natación), Alicia Herrero (hizo un retrato de los participantes de RIAA), Leandro Tartaglia, el marplatense Matías Duville y Judy Werthein (hizo un documental sobre la residencia). A ellos se les sumaron el boliviano Roberto Unterladstaetter, el chileno Pablo Chiuminatto y el colombiano Luis Hernando Giraldo (obra en la foto superior), cuyas instalaciones con vidrio daban un toque de inquietante belleza.
Y varios más: de los Estados Unidos vinieron Michael Smith (que aceptó que se sentía de vacaciones y que el domingo instaló en su cuarto un spa en el que se hacían masajes) y Mary Ellen Carroll (cuya performance fue no traer nada y anotar en la pared de su cuarto todo lo que le habían prestado y quién lo había hecho, a lo que le sumó un interesante video). De Francia vino Natacha Nisic (aportó un documental en el que cada artista cantó un canción) y desde Irlanda, Neva Elliot. A eso se le suman el italiano Paolo Bertocchi (que en estos días presenta su obra en Braga Menéndez Schuster), la nicaragüense Patricia Belli y Dani Umpi, también cantante y escritor, de Uruguay. La idea de llevar a cabo RIAA fue de Melina Berkenwald, aunque en la producción y coordinación trabajaron Diana Aisenberg, Marcelo Grosman, Graciela Hasper y Roberto Jacoby. Melina dice que este formato de residencia corta o workshop fue iniciado por el Triangle Trust en 1982, y que se ha ido extendiendo a más de 20 países a través de un network de organizaciones de las que RIAA forma parte.
Lo que no queda claro, al punto que uno ni se anima a preguntarlo, es por qué los artistas deben estar de vacaciones. Porque más allá del talento de los artistas convocados (probablemente algunos de ellos vuelvan a presentar su trabajo en el país, y eso puede en verdad ser positivo) no deja de ser llamativo que, más allá de un libro que reunirá todo el material producido, la experiencia se autolimite a ser una lujosa, placentera y relajada vacación.
“Creo que a nadie le interesó demasiado mi obra ni de dónde vengo”, confió con cierta tristeza Luis Hernando Giraldo, un artista de Bogotá que ojalá alguien se digne a traerlo y dedicarle una muestra entera. “Esto es como un paseo. No hubo charlas profundas: por momentos me pareció que lo más importante fue el desempeño social de cada artista. Habiendo vivido tanto tiempo en Bogotá, creo que como artistas tenemos un privilegio, pero a la vez una responsabilidad. Y la verdad es que creo que faltó confrontación, que alguien le pudiera decir al otro: ‘Esto me parece una tontería’, y poder discutir en serio.” En voz baja, quizá tarde, otros artistas también comentaron algo al respecto. Entre las postales y los libros de los artistas, ubicados en una mesita dedicada a los convocados, hay unas calcomanías de distintos tamaños con una sola palabra: “Arte”. ¿Será el arte contemporáneo una calcomanía? Aparentemente inofensivos e ideales para continuar jugando con cierta estética del cualquierismo en el que todo puede ser señalado como arte, estos calcos son quizá el manifiesto “intelectual” más acabado de un arte que no se plantea nada: ni su función social, ni su funcionalidad práctica, ni su relación con la artesanía (y con el trabajo), ni su potencialidad innegable para fabricar burbujas. No se puede creer que estas calcomanías puedan generar burbujas de arte. Claro que, en una de ésas, cuando terminen las vacaciones, los artistas vuelvan a trabajar. ¿O será que el arte está de vacaciones permanentes?