¡Señor agente, me dañaron la obra!

La velocidad de la avenida X baja considerablemente. Una fila de carros y buses antecede la colisión de dos automotores. Pitos y desespero embotellado en la vía, que ahora alberga a dos conductores afectados, despelucados y malhumorados por el incidente. ¡Qué irrespeto al bien privado! Una placa con un rayón de 10 centímetros y una lata trasera apenas hundida. ¿Dónde está la policía, carajo? Resultado: horas de estancamiento vehicular, dos personajes iracundos y, finalmente, un comparendo para el uno y unos pocos pesos más para el otro. Es entendible el caos, no es nada agradable ver la integridad de la propiedad privada agredida.

Lo mismo sucede con el arte plástico. También es una propiedad con un avalúo económico y al ser agredida físicamente, representa un daño difícil de ignorar. Hay una diferencia. Todas las partes de un carro pueden ser repuestas, pues este no es único, hay miles iguales, es tan sólo una reproducción más de un modelo original. Entonces, ¿qué pasa cuando una obra de arte es agredida, resultando una cicatriz proporcional a la de los carros colisionados en la avenida X? ¿será que ambos bandos que causaron el incidente, responden de la misma manera responsable?

Como artista, he sido varias veces afectado en estas “colisiones”, pero nunca he estado al volante. Galeristas, dealers, clientes y demás, han sido enteramente responsables de diversos daños en las obras, hasta, en cierto caso, me han robado vilmente piezas de mi propiedad y creación. No hubo ni un solo episodio en el que el causante haya recibido un comparendo, ni yo una retribución económica. La respuesta son babas escurriendo, la obra dañada devuelta, mal empacada y unas risitas carentes de vergüenza. El costo lo cubre el artista: horas de reparación, cual mecánico trabajando sin sueldo o comenzar desde cero para recrear la obra.

Recuerdo el caso de una galería en Bogotá, donde habiendo firmado contrato de entrega de obras, el galerista nunca me devolvió una, argumentando que un trabajador de su negocio la había espichado con su carro en reversa. La gran solución, según el descarado, era el artista comunicarse directamente con el empleado y cobrarle el daño. Las manos bien lavadas y el contrato bien guardado bajo llave en su escritorio. Claramente, la obra nunca fue resarcida.

De ferias han llegado piezas dañadas. ¡Fue el transporte! ¡Fue un visitante de la feria! ¡Fue el artista por no empacarla bien! ¡Fue el artista por hacer la obra tan delicada! Me fascinaría que estas respuestas idiotas se las dieran al agente de tránsito en plena colisión: ¡Ah! ¿Quién le manda tener un carro tan delicado? ¡No fui yo, fue el semáforo que me obligó a frenar, cóbrele a él! ¡Es que había mucho trancón, no es mi culpa!

De galerías, hay veces llegan las piezas con rayones, sin partes o con pedazos despegados. Entregan la obra con sonrisa de oreja a oreja y añaden: ¡Casi se me olvida! Tiene que pegarle esa piecita que se le cayó. Hasta luego. Claro, ellos saben que el artista muchas veces depende de la galería, así que es mucho más fácil irrespetar, descararse y pasar por encima de este artesano muerto de hambre, mendigando por unos pesos. Clavado en su taller, como borrego, mientras el empresario, todo un agente de negocios, toma su licor y de vuelta a sus clientes, los mismos que han de pagarle su sueldo a cambio de obras de arte, creadas por artistas enclaustrados en talleres, reconstruyendo daños ajenos en propiedad privada.

¡Señor Agente de Tránsito, hablamos luego que estoy de afán! ¡Ah! Y dígale al de adelante, ese que grita y se lamenta, que recuerde arreglar el hundido trasero de su carro. ¡Gracias!

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