Hay una función a la que el artista contemporáneo es invocado con cada vez mayor insistencia -y me atrevería a decir que ello constituye su demanda diferencial frente a la que nuestra sociedad dirige a otros productores expertos de imágenes-: la de proporcionar al ciudadano elementos de análisis crítico que le permitan afrontar reflexivamente la circulación de las imágenes en las sociedades actuales, el bombardeo de ellas a que se ve sometido. Diría que, cada vez más, se pide del artista que actúe como interruptor activo de esos flujos de transferencia de imaginario: que en lugar de constituirse como un mero productor más, acomodado a su forma de circular acelerada y banalizante, provea los materiales analíticos y conceptuales para que ese flujo pueda abordarse con conocimiento crítico de las dependencias e intereses que ellas (las imágenes) impulsan y guardan de hecho con unas u otras epistemes culturales, con unos u otros marcos genéricos de articulación de los conceptos y las representaciones, las narrativas y formaciones de imaginario a través de las comprendemos y actuamos sobre el mundo que hay y sus transformaciones posibles.
Es desde ese punto de vista que puede considerarse que una formación -como la que tenemos en nuestro país- prioritariamente orientada a hacer del artista un eficiente productor de imágenes -técnicamente bien producidas, formalmente bien resueltas y materialmente bien acabadas, en los contados casos en que a ello se llega- resulta enormemente insuficiente: nuestros artistas van a seguir careciendo de la capacidad de actuar –en su trabajo propio- como tales críticos culturales, toda vez su formación no les proporciona ni los conocimientos ni las competencias –ni el conocimiento de las disciplinas- a través de cuya adquisición se fundaría un potencial sólido y una capacidad seria de abordar el análisis de los procesos de transferencia de imaginario que se dan en nuestro mundo con solvencia y rigor sostenible.
Para algunos (la mayoría, parece, pues es el modelo dominante y aparentemente irrevocable), la adquisición de esa competencia debería caer fuera de la formación académica –acaso poseerla ya o adquirirla el artista de modo autodidacta, o tal vez en contacto con otras agencias extra-universitarias (institucionales o inscritas en la industrias culturales). En el fondo, esta ideología es heredera de la que siempre concibió que el artista es un ser de talento que nace con aquello que tiene que decir ya en su interior, de manera que la única formación académica que le conviene es la de procedimientos y técnicas. Pero esto (y aparte de una ideología romántica totalmente trasnochada) es un completo error: porque acabaría dejando en manos de una formación no regulada (y totalmente caótica y desordenada, si es que se llega a ofertar) lo que hoy por hoy es lo más importante. Carentes de ello, no es ya que nuestros artistas hagan sistemáticamente el ridículo cuando intentan expresar de qué va su trabajo. Es que su mismo trabajo es incapaz de efectivamente vehicular esas cualidades analíticas que harían de él una herramienta adecuada para comprender y actuar reflexiva y críticamente sobre nuestro mundo.
Me parece que eso explica –mejor que ninguna otra rebuscada y tendenciosa justificación- la escasa atención que el panorama internacional les suele prestar, pues son obras que muy escasamente tienen algo que decirle a nuestro mundo. En efecto, no nos equivoquemos, el fallo no está en otro lugar que en un sistema formativo irreductiblemente obsoleto y antiguo, y además totalmente protegido contra toda evolución por sus propios integrantes. Creo que actuar de una vez sobre ello –para cambiar radicalmente el perfil de nuestras academias- debería contemplarse con urgencia, como una auténtica prioridad política. Sin abordar la cual tantas y tantas otras iniciativas –y dedicación ostentosa de recursos- en las políticas artísticas son un puro trabajo espurio
josé Luís Brea