Slavoj Zizek [1]
Claro está que Zizek se equivoca: sin duda las ideas dominantes son siempre las ideas de la clase dominante, fundamentalmente porque únicamente podemos llamar dominante a aquella “clase” –aquella comunidad usuaria de narrativas compartidas- que triunfa en imponer sus ideas –digamos mejor su ideología, que ciertamente no es lo mismo.
Ello no obstante, admitamos varios matices. Primero: las ideologías no expresan inmediatamente las ideas, el pensamiento –ni mucho menos los intereses. Al contrario, los encubren, los enmascaran. Por lo tanto, nunca podríamos esperar sinceridad –inmediatez, correspondencia «directa»- en la expresión de su pensamiento del mundo –cuando la clase dominante formula su ideología. Todo lo contrario, ella siempre enuncia un relato falsificador, que dice lo que no se piensa –pero sobre todo no dice lo que de verdad se piensa, lo que de verdad se quiere: claro está, el poder, la hegemonía.
De modo que, en efecto, las ideas dominantes no son nunca verdaderamente las ideas de la clase dominante.
Es por esto que toda crítica de la ideología debe empezar por desenmascarar, por cuestionar los relatos bienpensantes, administradores de la carga de moralina con la que se amaña el mapa de las distribuciones del poder y las presuntas resistencias contra él –a beneficio de que quien lo ostenta pase en ello tan desapercibido como pueda.
Como, de hecho, puede.
Así que, por supuesto, no podemos esperar ya de la ideología que sea transparente –se acabó el tiempo de facilidades que para la crítica de la ideología representaba, si lo hizo, el “pensamiento -conservador- único”`[2]. No podemos esperar una ideología que evidencie las ambiciones e intereses de dominación de quien la formula. Fundamentalmente porque su conquista de una posición de dominación realmente no se realiza gracias a la imposición de lo que el relato que enarbola predica. Digamos que el juego consiste más bien en expender aquel relato que más conviene para alcanzar y perseverar en la posición de hegemonía y dominación (y luego nunca es necesario realizar lo predicado, una vez la posición se ha conquistado). El ejercicio del poder es, sobre todo, una práctica. Para cuyo desarrollo la producción del relato que la facilita es tanto más eficiente cuanto más disimula que ella se ejerce.
O qué pensábamos: ¿que la crítica de la ideología habría de seguir siendo siempre -nunca lo fue, pero esto parece haberse olvidado- la crítica de los discursos transparentes -de malignidad moral confesa y visible? Todo lo contrario: la pretensión de que el malvado es además estulto es tan ridícula en manos del crítico de la ideología -como que constituye el mejor escondrijo y la mejor coartada, precisamente para el dominante (el poderoso, sin un pelo de idiota).
Si es que éste -el mejor escondrijo- no es el de hacerse pasar él mismo por el propio crítico del sistema -ejerciendo «desde dentro», eso sí, y en alianza indisimulada justamente con el que manda (llaman a esto crítica institucional).
De este modo, una distinción se impone urgente: aquella que nos ayude a diferenciar y distinguir los imaginarios de dominación de los dominantes. Estos no van ya a venirnos de cara: sino, al contrario, travestidos de antihegemónicos, de antisistémicos, de antagonistas, abanderando sus astutas y oportunistas retóricas de la resistencia.
Y la pregunta obligada: ¿pero entonces, cómo sería posible diferenciarlos? Claro está, por sus prácticas. Y tomando acaso los lugares desde los que se enarbolan como pistas. ¿O no es sospechoso que tantas veces esas retóricas nos vengan ahora dispensadas “contradiscursivamente” desde los centros mismos del poder, desde las mismas Instituciones que lo instituyen y administran?
Tanto más: cuando vemos que no sólo actúan como generadoras-activadoras de prácticas de representación, sino que además avanzan omniacaparadoras para ponerse también “al otro lado de la cámara”, empuñándola sin disimulo. En el lugar del saber crítico sobre tales prácticas, en el lugar del juez al tiempo que la parte, invadiendo y ocupando tan indiscriminada y ambiciosamente la zona del juicio de valor, y saber, -que realmente no le quede ya espacio, ni fisura, ni grieta siquiera, para poder ejercer el trabajo crítico, a ninguna producción analitico-discursiva que no tenga de antemano su complicidad (con lo que habría de juzgar) rendida, entregada, cautiva y so-juzgada.
Para terminar: pongamos que todavía en un sentido más sea un poco cierta la sugerencia zizekiana. Que, en efecto, las ideas dominantes no sean del todo y directamente las de la clase dominante -esta última vez en el sentido de la autoría de su producción originaria. Pongamos que la clase dominante no tuviera en efecto demasiada capacidad -o más bien ningún interés, los antagonistas las fabricamos mejor- para producirlas, para pensarlas, para crearlas; y prefiera en cambio invertir su tiempo -y sus economías, reduciendo además significativamente los costes- en hacerlas poco a poco suyas, en apropiárselas -una vez abaratadas.
Es esto lo que con lucidez casi hiriente han puesto en evidencia Boltanski y Chiapello en su Nuevo Espíritu del Capitalismo -cómo en efecto la forma reciente que éste ha adquirido sería impensable sin la absorción creciente que en la institución contemporánea de su forma ideologizada (y cuando hablamos de un capitalismo cultural, informacional, ello lo es casi todo) se ha ido dando de las formulaciones que le oponían sus críticas. Y muy en particular, como es bien sabido -por quien les haya leído-, la crítica-artista -desde el sesentayocho hasta nuestros días.
Y es esto también lo que hace que justamente el análisis de los conceptos y sus viajes -el viaje que por ejemplo realizan las ideas para verse convertidas de conceptos en cantinelas aprendidas– sea el método más poderoso -en el horizonte del análisis cultural- para desenmascarar el modo en que aquella fabricación de retóricas potenciadas en su origen -en su originación activa, poiética casi diría- para el ejercicio crítico, pueden ser poco a poco absorbidas y transformadas -esto es lo que sería su misión detectar y desenmascarar- en desactivados dispositivos de poder. Los imaginarios de antagonismo y contra-dominación en imaginarios dominantes, las retóricas de la resistencia en la ideología hegemónica, en la cháchara más propia y característica de nuestro tiempo, en la discursividad dominante en el espacio del contemporáneo y triunfante, en el orden de los discursos y las formaciones simbólicas, “capitalismo antagonista”.
José Luis Brea
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NOTAS
[1] Tomo la cita de Zizek (la cursiva es mía) de un artículo de Juan Francisco Ferré recientemente republicado aquí mismo. Acaso, por otro lado, el título de “Retóricas de La Resistencia” no sea del todo ajeno a la publicación, también reciente, de un álbum de The Muse que lleva por título, precisamente, La Resistencia. La imagen, finalmente, tomada de la exposición «UTOPIA FOR SALE», recién inaugurada en la Akademie der Künste Berlin.
[2] Ése que nunca fue tal: ni único, ni mucho menos pensamiento.