Respuesta a Jorge Peñuela a propósito de “Antología: tres décadas de arte moderno en el Museo de Arte del Banco de la República”

El discurso del arte moderno colombiano, sobre el que se erige “Antología: tres décadas de arte moderno en el Museo de Arte del Banco de la República”, no es más ni menos que el discurso que Marta Traba construyó sobre la plástica moderna del país, desde su arribo a Bogotá en 1954, hasta la concreción de sus grandes líneas de pensamiento de mediados de los años 70’.

Tal vez los paneles informativos o el catálogo de la actual exposición no lo hayan enfatizado de forma literal, pero en cambio, la exhibición de la colección Ganistky – Guberek que antecedió a la actual; denominada en 2002 “La mirada del coleccionista (con curaduría de Juan Camilo Sierra Restrepo) si fue muy clara en su texto introductorio al afirmar que: “[la colección] representa, en gran medida, una síntesis del trabajo de la crítica e historiadora de arte argentino-colombiana, Marta Traba […]. Marta, quien tuvo una amistad de muchos años con Lía, estuvo cerca de su pasión por el arte y la asesoró en muchas de sus adquisiciones. Con la colección de Lía podemos seguir de cerca la trayectoria de una propuesta crítica hecha por Marta Traba, a través del ojo de quien adquirió, entre las décadas de 1960 y 1990, cuadros y esculturas de Fernando Botero, Edgar Negret, Juan Antonio Roda, Alejandro Obregón, Feliza Bursztyn, Carlos Rojas, Santiago y Juan Cardenas, Beatriz González, Luis Caballero, Norman Mejía, Lorenzo Jaramillo…”[1]

Lo anterior cambia totalmente el sentido del debate que Ud. plantea, pues ya no se está cuestionando una (dentro de las muchas posibles) propuesta curatorial, en este caso de la Fernando Rodríguez (curador de la actual exposición) si no los fundamentos sobre las que se erige del andamiaje crítico que Marta Traba construyó con respecto al arte moderno en Colombia, a pesar de los enconados debates que tales postulados desataban (y continúan desatando…) entre artistas, críticos y ciudadanos “de a pie”.

Por tanto, teniendo presente que las piezas de la colección Ganistky-Guberek que podrían marcar la ruta (suponiendo que existiese solo una) de nuestro arte moderno, fueron seleccionadas en la génesis de tal compilación artística, bajo el juicio crítico de Traba; se debe pasar entonces a responder a algunos de los interrogantes centrales que Ud. plantea, escudriñando las múltiples aristas del discurso trabista sobre la materia en cuestión, recordando que a pesar de haber sido rebatido o validado hasta la saciedad, durante los 25 años que han pasado desde su muerte en 1983, las mayoría de sus premisas sobre el arte moderno en el país, fueron incorporándose lentamente y hurtadillas (pues creo que ha existido un temor común a reconocer públicamente la aprobación o por lo menos la simpatía hacia las tesis trabistas, tal vez queriendo evitar ser tachado –con razón o no, al igual que su artífice- de pasional-radical-imparcial-furibundo) al discurso “oficial” de la historia del arte colombiano que pregona que las vanguardias modernas solo llegaron a consolidarse desde mediados de la década del 50 del S. XX – enunciado de innegable impronta trabista-, vertido acríticamente durante estos años; en catálogos, artículos, monografías, guiones curatoriales (Vr. Gr. La sala 17 “Primeros modernos” del Museo Nacional), etc. etc. etc.

Entonces, para intentar dar respuesta a su pregunta de si existe un eje rector que marque el origen y el desarrollo del arte moderno en nuestro país; vale la pena citar a Florencia Bazzano-Nelson, historiadora invitada a Bogotá en 2006 en el marco de la Cátedra Luís Ángel Arango “Marta Traba y las batallas del arte en Latinoamérica” quien sostiene que: «[sic] She [Traba] considered Colombian painters from the nineteenth century such as Mendoza, Acevedo, and Garay to share «the same golden mediocrity and a common esthetic slavishness …. » Andres de Santamaría began to change this, but the 1930s would have to arrive «before the appearance in Colombia of the first painters who handle the terminology, accept innovation and share the ambition of European painting dating from Cezanne, Gauguin and Van Gogh.» Traba recognized Luis Alberto Acuna, Alipio Jaramillo, Pedro Nel Gómez, Carlos Correa, and Ignacio Gómez Jaramillo for introducing modernism into Colombia after three decades of academicism, but she considered their work «far from homogeneous or coherent.» Although they played the role of an avant-garde, they «preserved … all the conventions that the artists of the XX century in Europe were making such an effort to modify radically …. But neither pictorial socialism, nor realism, nor pointillism, nor constructive distortion with ‘ugly’ results, succeed in truly ruffling the traditional conventions.» For Traba, part of the fault lay with «the influence Mexican art, in whose name so many aberrations have been committed.”[2]»

Por tanto (y sin ahondar en el debate del muralismo, que da para cientos de análisis y ensayos), la cita explica porque el “eje rector” que propone la colección y que resulta ser el comúnmente aceptado por la historiografía nacional, parte de Andrés de Santamaría (prescindiendo lamentablemente de Fídolo Alfonso González Camargo) asignándole en cierta forma el papel de “parteaguas” entre la hegemonía academicista propia del S. XIX, y la incipiente transición estética que él representa; invisibilizando preocupantemente en tal progresión, a todos los representantes de las generación del 20 y 30 –Bachués- por que como leemos arriba, “preservaron todas la convenciones… que los artistas del S. XX en Europa estaban haciendo tal esfuerzo por modificar radicalmente”; lo que les llevaría a perder ipso facto su lugar dentro de la “coordenada rectora”. Aunque este postulado, ha sido cuestionado a profundidad por investigadores como Álvaro Media (Cfr. “El arte colombiano de los años 20 y 30; Colcultura, 1995); otros (as) por su parte, como Ivonne Pini, sostienen que: “La imposibilidad de hablar de modernidad en el arte colombiano de las década de los 20, resulta evidente por el peso de los modelos tradicionales de tiente académico. No se encuentra, ni aún en aquellos artistas que tratan de exaltar a la gente común, la menor ruptura con la noción de un realismo costumbrista que termina quedándose en la ilustración”[3].

Por tanto, es técnicamente comprensible, que refiriéndonos específicamente a la colección, en ella se suela situar a la “vanguardia moderna” en la generación que se corresponde con las décadas del 50 y 60, ya que las de los 20 y 30, de acuerdo a todo lo anterior, solo “preconizarían” la modernidad, más no representarían la concreción que Marta Traba, Walter Engel o Casimiro Eiger, sí identificaron en Marco Ospina (otra gran falencia de la Ganitsky-Guberek) Edgar Negret, Eduardo Ramírez Villamizar, Alejandro Obregón, Fernando Botero, Enrique Gráu, Feliza Bursztyn, Luís Caballero. Para Traba, todos ellos representarían la “vanguardia moderna” porque en el caso de los que fueron propiamente pintores, encarnarían con creces su afirmación de que: “Si fuera preciso determinar cuáles elementos originales caracterizan la pintura moderna con respecto a la que precede en el S. XIX, fijaría dos puntos: la reinvención de la realidad y la definición de estilo, no como sinónimo de estabilidad, sino, al contrario, como sinónimo de cambio.” [4]

Y es que el “gran” cambio que representaría tal vanguardia, sería posible entre muchos y variados factores, gracias a que a diferencia de la monolítica situación del ámbito artístico del país durante los años 20 y 30; en el periodo que va del 45 al 65, sí se desarrolló un mercado autónomo del arte, gracias al surgimiento de múltiples galerías y otros espacios expositivos (esencialmente en Bogotá), que abrieron sus puertas a las estéticas emergentes, facilitando el posicionamiento de los nuevos nombres que las cultivaban, sin depender del “placet” de un mecenas político y/o religioso. Subsecuentemente, la incipiente vanguardia moderna colombiana, comenzaría a ser interpretada como tal en la escena internacional, gracias a su reiterada participación en exposiciones internaciones (Andrés de Santamaría o Fídolo Alfonso González participaron a principios del S. XX en muestras internaciones, pero desvinculados de un marco de referencia estético-histórico local, que dotara de pleno sentido su trabajo) lo que de una u otra forma validaría su estatus propiamente moderno en el ámbito nacional, el cual ya les había sido reconocido en el marco de los Salones Nacionales de los años 50 y 60, en donde muchos de sus representantes (Negret, Villamizar, Botero…) habían alcanzado los primeros lugares de premiación; coexistiendo sin embargo, junto a fuertes personalidades del ala académico-nacionalista.

Otro factor que personalmente sumaría a los anteriores, y que considero como determinante a favor de la constitución y desarrollo de tal vanguardia en la esfera propiamente teórica, es el surgimiento de una crítica con tendencia a la especialización a través de académicos como Casimiro Eiger, Walter Engel, o inclusive Luís Vidales (quien a pesar de provenir de la literatura, llegó a ocupar un espacio notable en el marco de la teoría del arte, con su obra “La circunstancia social en el arte”, Instituto Colombiano de Cultura, 1973) y específicamente Marta Traba; pues respectivamente, a través de su labor crítica, evidenciaron la coyuntura que dicha vanguardia generaba y significaba en el panorama estético del país, preparando el terreno para su difusión y posterior asimilación.

La crítica de arte en Colombia (¿desde qué periodo podemos hablar de la existencia de “crítica de arte” en nuestro territorio y cuál de sus múltiples definiciones sería la adecuada para justificar esa datación?) correspondiente a las primeras cuatro décadas del S. XX, con exponentes como Baldomero Sanín Cano, Max Grillo, Jorge Zalamea, Germán Arciniegas, Laureano Gómez o Jorge Gaitán Durán; surge entendiblemente (no en vano fuimos un “país de literatos”) del terreno de la crítica literaria, la que finalmente termina imponiéndose frente a una posible crítica de arte sistemática, fundamentada y especializada, que en esos años no logra materializarse; ocasionando que los “críticos” de entonces, cayeran en una de las muchas especies de “crítica cultural informativa”, sin capacidad de jalonar verdaderos procesos de renovación o cambio.

En conclusión, las historia del arte moderno en Colombia, que sirve de referente a la exposición “Antología: tres décadas de arte moderno en el Museo de Arte del Banco de la República”, es el reflejo de un enfoque claramente eurocéntrico de nuestra propia realidad plástica, desarrollado –debo reconocerlo- de forma sofisticada y atractiva, por la crítica de arte que más honda huella ha dejado en el imaginario colectivo del país, la colombo-argentino Marta Traba. Sus postulados, que en un primer momento fueron asimilados como pensamiento “alternativo” sobre el arte colombiano; terminaron con el paso del tiempo, siendo incorporados discretamente a la “summa” del discurso oficial de nuestro arte.

Pero en la era de las “muerte de los metarrelatos”, vale preguntarse una y otra vez, si la legitimación de nuestra “vanguardia moderna” en pos de su alta capacidad camaleónica para resemantizar en terreno nativo las premisas de las vanguardias estéticas europeas del XIX y XX; es suficiente garantía para creer que hemos alcanzado una “modernidad” propia, local, efectivamente coherente; o por el contrario, es la mejor muestra de que aún hoy, y desde la ya lejana invasión española de 1492, continuamos portando cómodamente el grillete mental de la búsqueda del sentido propio, en el propio sentido de los demás.

Esteban Hernández Correa
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[1] RESTREPO SIERRA, Juan Camilo. La mirada del coleccionista – Colección Ganistky-Guberek, un homenaje a Marta Traba (catálogo de la exposición homónima). Bogotá: Banco de la República, 2002, pág.: 7

[2] [Traducción libre] “Ella consideraba los pintores colombianos bien reconocidos del siglo XIX tales como Mendoza, Acevedo y Garay para compartir «Ia misma mediocridad dorada y un esclavismo estético común… «Andrés de Santamaría empezó a cambiar esto, pero en 1930 tendría que llegar «antes de la aparición en Colombia de los primeros pintores que manejan la terminología, aceptan la innovación y comparten la ambición de la pintura europea que viene de Cezanne, Gauguin y Van Gogh.» Traba reconoció a Luis Alberto Acuna, Alipio Jaramillo, Pedro Nel Gómez, Carlos Correa e Ignacio Gómez Jaramillo para presentar el modernismo en Colombia después de tres décadas de academicismo, pero ella consideraba su trabajo «Iejos de homogéneo o coherente». Aunque ellos desempeñaron el papel de pioneros, ellos «preservaron… todas las convenciones que los artistas del siglo XX en Europa estaban haciendo tal esfuerzo para modificar radicalmente… pero ni el socialismo pictórico, ni el realismo, ni el puntillismo, ni la distorsión constructiva con resultados ‘feos’, acertaron en enredar ciertamente las convenciones tradicionales.» Para Traba, parte de la culpa se encuentra en la «influencia del arte mexicano, en cuyo nombre se han cometido muchas aberraciones.» BAZZANO-NELSON, Florencia. Theory in context: Marta Traba’s art-critical writings and Colombia,1945-1959. Albuquerque: University of New Mexico, 2000, págs.: 25 – 26

[3] PINI, Ivonne. En busca de lo propio: inicios de la modernidad en el arte de Cuba, México, Uruguay y Colombia 1920-1930. Bogotá : Universidad Nacional de Colombia, Facultad de Artes, 2000, pág.: 222

[4] TRABA, Marta. Historia abierta del arte colombiano. Bogotá: Instituto Colombiano de cultura, 1984, pág.: 115