Mi querido Gabriel,
Corremos el riesgo de parecer algo exhibicionistas con nuestro fogueo a la vista de todo el mundo en las estepas siberianas de la Esfera Pública, pero me agrada que en este intercambio de pelotitas luminosas al menos se entienda bien de qué estamos hablando.
Primero sobre el australiano Robert Hughes, para mi gusto el crítico de arte más importante que ha habido en el mundo en los últimos treinta años. Repito que es para mi gusto, no para el gusto de los José Rocas de este mundo. Por su cuenta duré más de veinte años suscrito a la revista Time, pues la parte de adelante de la misma me fue pareciendo cada vez más aburrida, con su futurismo farandulero que, a la vuelta de los años, se demostraba tan desatinado. Una vez Hughes salió de allí y leí una crítica de “La fiesta del Chivo” que sólo contenía cuatro párrafos, interrumpí mi suscripción sin el menor dolor.
En español existen los siguientes títulos: • “A toda crítica: ensayos sobre arte y artistas”, donde se recogen justamente los extraordinarios artículos de Time y de unas cuantas publicaciones más, entre ellas, el New York Review of Books. • “Barcelona”, una historia de la capital catalana en clave estética, más o menos en la línea de “El Danubio” de Claudio Magris. • “La cultura de la queja: trifulcas norteamericanas”, donde Hughes se despacha, entre otros, contra Baudrillard. Aquí y allá salpica ironías contra los amantes del tiburón podrido. • “El impacto de lo nuevo: el arte en el siglo XX”, que como su nombre lo indica analiza la novedad de las verdaderas vanguardias del siglo pasado. • “La costa fatídica: la epopeya de la fundación de Australia”. Analfabeto de mí, no lo he leído, pero tengo inmejorables referencias de él. • “Por la boca muere el pez: confesiones de un pescador mediocre”. Tampoco lo he leído, pero sé que Hughes es un pescador empedernido que, en una de esas, se pescó un accidente automovilístico que casi lo manda para el otro mundo. Habla de eso en las memorias que estoy leyendo. • “Goya”. Tampoco lo he leído, pero cuentan los que sí que Hughes le hace honor a fondo a su más vieja obsesión: Goya, un artista de esos con los que uno no se cruzará nunca en la Documenta de Kassel.
Claro, yo sé que el aprecio por Hughes entre los esferistas es, una vez más, minoritario, pero no nos vamos a poner a llorar por esas y otras dulzuras cortesanas. Cada uno lee y aprecia lo que quiere, según quedamos en el intercambio anterior.
Ahora hablemos sobre los curadores, a mi modo de ver el círculo imposible de cuadrar que gravita con poder paralizante sobre el mundo de la plástica. Convendrá usté conmigo en que en la época de las grandes vanguardias de las que habla Hughes los curadores no tenían poder. Si uno le hubiese mencionado a Picasso, a Matisse o al propio ajedrecista Duchamp la palabra o la función, ellos se hubieran desternillado de la risa. Hoy, en cambio, artista, huérfano o loco que no complazca al curador de turno está perdido o le toca irse solo a contrapelo del poder (últimamente estoy pensando que el efecto de rebote a la larga puede ser benéfico). Claro, es más o menos obvio que los curadores no hacen, sino que ven hacer, para luego señalar con el dedo ominoso: éste sí, ése no. Cómo será la cosa que hasta ellos mismos han estado examinando la contradicción y compran círculos cuadrados a quien se los ofrezca a buen precio. No tendré que aclararle, estimado Gabriel, que en las demás artes no existe el equivalente de los curadores. Hay, sí, burócratas con mediano poder en las editoriales y en las revistas literarias (acúsome Padre), en los festivales musicales, en los festivales de teatro, en las compañías de producción cinematográfica y demás, pero nada comparable a un curador. ¿Por qué será? ¿Serán los artistas plásticos los únicos huerfanitos locos de este mundo que necesitan pro-curadores para poder acertar?
Ahí se lo dejo de nuevo, mi querido novelista en ciernes.
Andrés Hoyos