notas sobre la bruma

La obra de Laurent Grasso en Fantasmagoría proyecta un video donde «una densa nube de niebla o de polvo recorre las calles de París mientras envuelve todo a su paso. Se trata de una presencia amenazante, como en una visión apocalíptica o el efecto de un desastre, hasta que «atraviesa» la pantalla para rodear simbólicamente al espectador. La nube parece tener una voluntad y un propósito, pues a cambio de disiparse o expandirse a medida que avanza en su carrera inexorable, mantiene unos contornos definidos que le dan el carácter de ente con voluntad propia, un ser claramente definido con una extrañeza que resulta por momentos escalofriante»

Esa densa nube que parece envolverlo todo, que nos señala el estado de absoluta vulnerabilidad en que vivimos, me lleva a proponerles la lectura de este artículo que el español José Luís Marzo publicó hace años:

Notas sobre la bruma

La bruma lo envuelve todo: ¿qué habrá dentro de ella? ¿qué sorpresa, terror, o fantasmagoría esconde el humo, que lentamente se desliza por el espacio? ¿Es la nada eso que oculta, o por el contrario hablamos de un envoltorio vaporoso necesario para hacer algo creíble eso tan apabullante que se encuentra en su interior? Los escenarios de magia, los conciertos de rock, las películas de terror, están siempre envueltos en humedades borrosas que nos impiden ver el interior, el corazón de las tinieblas. La bruma es la base de cualquier espectáculo moderno. Las máquinas de hielo seco se han convertido en un elemento del todo necesario para sostener la tensión, para crear un miedo propiamente escénico, para inspirar un terror solapado: son el fundamento de la idea del misterio.

Porque toda bruma respira una belleza escalofriante. En la niebla de la mañana, observamos cómo las cosas comienzan a escribirse de nuevo cada día, poco a poco, mientras la luz del sol produce su tinta, como ocurre en el vaho de los cristales que se convierten en fuentes de sentido al poder escribir en ellos. La bruma, la niebla, una tormenta desértica nos despiertan enormes sentimientos de congoja porque las cosas parecen haberse borrado, porque los límites y las siluetas pierden sus descripciones, y con ellas, nosotros la capacidad de nombrar al mundo. La bruma anuncia la desaparición del mundo pero también su nacimiento. Es de la bruma de donde sale la bestia que nos atacará o la belleza que nos seducirá. Esa nube amorfa y reptil no es como una cebolla que podemos ir pelando hasta llegar a su cogollo. Es inasible, no tiene capas y su característica principal radica en que lo envuelve todo, poco a poco. No se puede despejar ni dividir. Simplemente, arrasa todo a su paso y lo único que hay que hacer es esperar que pase. Si acaso, cerrando los ojos.

El 11 de septiembre la zona sur de Manhattan, en Nueva York, ofrecía uno de los espectáculos más asombrosos que se hayan podido ver. Una inmensa nube de polvo se elevaba hasta los cielos arrastrando hacia su oscuridad todo lo que iba encontrando. En su interior, tras el derrumbe de las torres gemelas, miles de personas y millones de toneladas de hierro y cemento se consumían en un fuego de apocalipsis. Todos habíamos podido ver en vivo o por televisión cómo las torres se desplomaban, para inmediatamente observar después cómo la ciudad quedaba envuelta en una gigantesca bruma. Todo fue tan rápido que era casi imposible creerse nada. Era necesario esperar a que se disipara todo para poder realmente constatar qué había ocurrido. Y la nube se fue y surgió el vacio. Un vacio total, verdaderamente incomparable. Sin cuerpos, sin moribundos, sin contemplaciones. Una auténtica estética del vacio. Una muerte sin muertos, pero con miles de desaparecidos: una muerte en evaporación. La bruma anuncia el vacio, la presencia de la ausencia. Como si de un cohete espacial se tratara, la ciudad quedaba envuelta en una gran nube de gases justo en el momento de la ignición.

Recuerdo las imágenes de Tv en las que un hombre con una cámara de video en la mano graba desde dentro de la nube. Envuelto en negritud y polvo en suspensión va encontrándose gente a su paso, que aparecen como espíritus incorpóreos, como habitantes de un tierra mítica y olvidada. Una belleza evanescente difícil de olvidar. Los magos levantan cortinas alrededor suyo para ocultar el proceso de descorporeización. De la misma manera, Manhattan parecía elevar un inmenso telón de humo como si quisiera situarnos en un estado de suspense. Aquellos que estrellaron los aviones contra las torres conocían sin duda los engranajes del ilusionismo: sus muchos puntos de inflexión, sus pausas, el hielo seco, la fanfarria y el momento final, cuando se levanta la cortina y ¡zas! aparece el resultado, todo en perfecta sincronía y orden. Y en un dia claro y prístino, sin nubes en el horizonte. Nada mejor para el contraste de torbellino que se produce cuando llega el momento de hacer funcionar la máquina de niebla artificial.

Joseph Conrad escribe en Heart of Darkness (El corazón de las tinieblas): «Para Marlow la importancia de un relato no estaba dentro de la nuez sino afuera, envolviendo la anécdota de la misma manera que el resplandor circunda la luz, a semejanza de uno de esos halos neblinosos que a veces se hacen visibles por la iluminación espectral de la claridad de la luna.» Las brumas que rodean la nuez (la trama) son tan poderosas, que son la nuez misma.

¿Qué tiene la bruma que nos acongoja? La bruma no permite la visión pero en cambio sí nos deja oir: hace desaparecer el contorno visual pero a la vez engrandece, multiplica la presencia del sonido. Desde la bruma, oímos al animal, a la bestia bramar en su pulular, en su deambular. Desde la bruma, nos confunde la voz cálida y susurrante de alguien que dice nuestro nombre y se nos eriza el cabello. La voz lo es todo en la niebla. Conrad: «Lo importante era que se trataba de una criatura de grandes dotes, y que entre ellas, la que destacaba, la que daba la sensación de una presencia real, era su capacidad para hablar, sus palabras, sus dotes oratorias, su poder de hechizar, de iluminar, de exaltar, su palpitante corriente de luz, o aquel falso fluir que surgía del corazón de unas tinieblas impenetrables.» Ese espacio amorfo que es la niebla no es como un traje que se pega a la piel, acompañándonos: se trata de un espacio nuevo, de un universo en sí mismo que se expande y que es ciertamente terrorífico porque nos hace ciegos. Su expansión lenta pero constante lo enceguece todo y nos hace vulnerables a la verdad y a la ilusión. Todo desaparece en el calor húmedo del vapor: el sonido de nuestros pisadas marca pasa el paso del tiempo como las agujas sincopadas de un reloj.

Uno de los bomberos neoyorquinos que pudieron escapar del infierno vaporoso producido por la caída de las torres, dijo, al ser entrevistado: «Lo más espeluznante es el silencio. No se oye nada. Nada en absoluto. Creí que me había quedado sordo. Era como estar ya en el cielo.» Porque en el cielo también hay vapor y hielo seco. Los ángeles también vienen rodeados de toda la parafernalia propia de la ilusión: nubes, vapor, voces… El horror y el amor se abrazan en el centro de la bruma, sus voces se confunden y no reconocemos ninguna dirección, de la misma manera que al caer en el agujero de un lago helado, no sabríamos salir porque no se puede distinguir el arriba y el abajo; de la misma forma que en un mundo sin gravedad, no podríamos señalar el norte. La bruma traga la gravedad; es un mundo sin cuerpos, en donde los únicos polos de atracción, la única fuerza gravitatoria es el silencio, como ocurre en el espacio exterior, como ocurre en el ojo de un tornado.

A la vista de la ciudad de Nueva York sumergida en un mar de nubes y bruma, no podíamos menos que sentir un escalofrío de belleza, una extraña sensación desapacible ante el hecho de pensar algo parecido frente a una tragedia de dimensiones impensables. Me vienen a la cabeza las expresiones de los ingenieros ante las primeras pruebas atómicas: «una belleza inconmensurable… un silencio aterrador». Escribía Conrad, en Heart of Darkness: «Un país cubierto de brumas (…) No hay iniciación para tales misterios. [El hombre] ha de vivir en medio de lo incomprensible, que también es detestable. Y hay en todo ello una fascinación que comienza a trabajar en él. La fascinación de lo abominable, ya saben.»

Alguien querrá ver en estas palabras una simple reflexión gratuita de un esteta cínico regocijado ante el horror del propio vacío. Decir eso es no comprender el modelo de percepción y el de realidad política que subrayan nuestros tiempos. Porque el fundamento social tanto de la belleza como del horror es el de la suprema ilusión: ése es el dispositivo por el cual un gran trozo de una ciudad como Nueva York puede desaparecer de un plumazo. Ese es el recurso que el imperio propaga por doquier: todo ocurre entre bastidores, en espacios presentados in absentia, y rodeados del habitual hielo seco. Fue Harry Houdini quien definiera esa nueva manera de hacer, esa nueva forma de percibir: «el estado de suspensión no debe ser realista, debe ser totalmente real». Houdini se jugaba la vida de verdad. Las torres habían caído de verdad. Y de la misma manera que Houdini salía triunfante al final de cada número, liberado de sus ataduras, Nueva York «apareció» sin las torres gemelas, cuando la bruma se disipó: No estaban. Había sido real y no había quedado nada: ni edificios, ni gente, ni voces, ni cuerpos. Todo había sido consumido en aras a crear ese inmenso vapor que pobló la ciudad y nuestras pantallas: la misma neblina, la misma nocturnidad a través de las cuales se muestran los cazabombarderos sobre países extranjeros. Las víctimas de los grandes campos de exterminio nazis eran recibidas por el humo y las cenizas que salían de las chimeneas. Esas víctimas eran necesarias para seguir regando el cielo de bruma, para esconder en el corazón de las tinieblas lo que en realidad estaba pasando: la propia desaparición. Como un pez que se muerde la cola, la niebla, el silencio, la mentira y la verdad se necesitan recíprocamente para construir un sistema de vida, un sistema de ilusiones ensambladas: espacios llenos de vaho en los que escribir frases que parezcan tener sentido.

Jorge Luis Marzo.
Nueva York, noviembre del 2001