Terapia: los diez más poderosos del arte nacional (Cuarta sesión: gestión, publicación y cura definitiva)

Jaime Cerón llegó al Top diez de sexto. Y llegó como gestor cultural aunque es curador, docente y crítico. Para constelar a Cerón —restarle lo personal al rol y personificarlo como actor y gestor cultural junto a otros en el casting del poder—, podríamos maridarlo con Jorge Jaramillo, en la Gerencia de Artes Plásticas y Visuales de la Fundación Gilberto Alzate Avendaño.

Desde un rinconcito de la academia en lo más alto de los Andes continúa el viacrucis, mi terapia.

Jaime Cerón

El Top de La Silla Vacía, en su serendipia, pone en este lugar a un “gestor cultural”. Luego de la bula de hidalguía artística que les fue concedida a los Gaviria, de la galerista apasionada, de la revisión a los artistas nacionales, del brillo del curador estrella y de la mala leche del escribidor guasón, vienen estos, los gestores culturales, unos personajes a veces visibles, a veces ocultos, que producen la escena, lidian con los tejemanejes de la trasescena y usan su poder para que otros puedan hacer.

O al menos así lo parece. Porque vale la pena mencionar un caso reciente, posterior a la promulgación del Top, y que de haberse concretado le habría dado un golpe de estado al castillo de naipes de los “superpoderosos”: el Congreso de la República estuvo cerca de “poder” darle al Estado facultades para asignarle al Museo de Arte Moderno de Bogotá más de $40.000 millones de pesos (sumados a los $880 millones que ya recibe cada año). Un hecho que habría puesto a su cabildera y directora, Gloria Zea, de nuevo a brillar en el ámbito de la gestión y que habría mostrado cómo ella y la junta vitalicia del museo —Belisario Betancur y Jorge Cárdenas Gutiérrez, ex zares del país y del café— gozan todavía de gran poder y son capaces de hacer jugadas incuestionables que determinan la realidad para la asignación de recursos públicos para políticas culturales. Pero la gloria de algunos es cosa del pasado y, a falta de músculo político —y por jugadas adversas en el ajedrez periodístico—, la iniciativa se truncó.

Jaime Cerón llegó al Top diez de sexto. Y llegó como gestor cultural aunque es curador, docente y crítico. Para constelar a Cerón —restarle lo personal al rol y personificarlo como actor y gestor cultural junto a otros en el casting del poder—, podríamos maridarlo con Jorge Jaramillo, en la Gerencia de Artes Plásticas y Visuales de la Fundación Gilberto Alzate Avendaño. En algunos casos el uno ha continuado lo que el otro comenzó en la Administración Distrital de Bogotá o en el Ministerio de Cultura. Algunas de sus políticas públicas en relación al arte permanecen: destacan el Premio Luis Caballero, la Revisa Errata, el modelo de producción de los Salones Regionales y Nacionales (o (Inter)Nacional como lo llaman ahora), toda una serie de convocatorias, catálogos, programas de residencias y publicaciones.

Cerón y Jaramillo (y Cristina Lleras desde el Idartes, Carlos Blanco desde el Centro Colombo Americano de Bogotá o María Belén Saez con algunas de las exposiciones y libros del Museo de la Universidad Nacional), parecen compartir esa adicción por la gestión que, determinada por su amor  al arte, conlleva una vocación extraña que pocos agradecen, el goce ejecutivo:

Hacerle frente cada día a la inconmensurable marea del correo electrónico institucional, y responder a cuanta misiva, hacerle el quite a arandelas y leguleyadas; navegar por inmensas hojas cuadriculadas de excel; alinear las actividades con las asignaciones presupuestales y no sobrepasar los rubros; tener relaciones de gran armonía y calidez con los jefes de jurídica, planeación y presupuesto (y sus secretarias); gozar de la ansiedad que produce el cambio de jefe o de partido político de gobierno; coleccionar reportes de prensa positivos para convencer a los superiores de la importancia de algunas iniciativas de bajo perfil; participar del trabajo colectivo y practicar el desapego al ver cómo al proyecto —en el que se trabajó por meses— otras instancias de discusión, control y difusión le suman articulitos o nuevos párrafos, o cambios totales, o un diseño horripilante; recibir con alegría los llamados a mejorar hechos por las instancias de control (Auditoria interna, Contraloría, Procuraduría); morderse la lengua, no polemizar o en caso hacerlo mantenerse dentro del marco de la más moderada cortesía, después de todo, en la mayoría de los casos, el trabajo del gestor es un servicio público y pagado por el público; en fin, toda una serie de actividades que un no gestor, un cándido observador, resumirá en una sola palabra: “burocracia”. Y al final, cuando todo sale bien, el crédito será de los protagonistas, de uno o varios artistas, o de un curador, o de los productos que lograron despegar gracias a la plataforma gestada por el gestor. Pero claro, si algo sale mal —a pequeña, mediana o gran escala—,  se le sabe agradecer, para eso está el zumbido  de la crítica, una mosca que a veces parecerá un elefante. Gajes del oficio: “Palo porque bogas y palo porque no bogas”.

El caso de los gestores efectivos parece limitarse a ciudades como Bogotá o Medellín, y a uno que otro lugar, y basta tener contacto con los secretarios de cultura de otros lados y funcionarios a cargo de las instituciones culturales, para ver cómo cuando hay iniciativas no hay continuidad o presupuesto, y cuando hay continuidad y presupuesto lo que se autoperpetúa es el uso protocolario del arte, la propaganda: monumentos heráldicos en broce (o plástico que parece bronce), muestras de paisajes autóctonos, reconocimientos paternalistas y autosatisfechos a mediocridades olvidadas.

Oscar Muñoz

¿Que habría pasado si Oscar Muñoz y Lugar a Dudas en Cali hubieran ocupado el primer lugar de este Top? Sin lugar a dudas habría sido un patadón al centralismo capitalino y al esquema mercantil y farandulero del coleccionismo, la feria, la bienal y la galería como espacios privilegiados para el uso de la palabra arte; un cachetadón a todo eso que usa el lente de aumento de los medios para lucir más grande que la vida misma. Lugar a dudas en el primer lugar del Top sería un cuestionamiento a otras entidades, museos y universidades, que a pesar de su gigantismo, tradición y propiedad, lucen rezagadas, ensimismados, escolarizadas ante la apertura y constante actividad pública que se genera desde un lugar tan modesto como Lugar a dudas (por algo los museos y las universidades son solo actores secundarios en este novelón del Top).

El espacio fundado por Oscar Muñoz, y liderado por Sally Mizrachi y su equipo de trabajo, ha propiciado por años una experiencia conjunta de la duda: a través de talleres y conferencias, de ciclos de cine, de una biblioteca (con fotocopiadora), de videoteca, de internet, de dos espacios de exposición, de una terraza con fuente de soda, de un programa de residencias y uno de adquisición, ha permitido a muchos sopesar ideas, armarlas, desarmarlas, leerlas a la luz de un problema de forma, de tiempo, de espacio, de audiencia y poner todo eso en discusión bajo una plataforma abierta para el que la quiera usar (bien sea a nivel gregario o en soledad).

Lugar a dudas ha sabido encontrar su escala: la dimensión adecuada, el tamaño justo para convertirse en un espacio vital y cotidiano en la cultura de Cali sin ir al ritmo paquidérmico de marcha de muchas instituciones hoy anquilosadas, centros que tuvieron algo de vigor en su origen pero que por ir más allá de los límites de una escala dinámica, ahora, por su rígido y denso volumen, tienen como función única la de apenas sobrevivir.

Y como Lugar a dudas hay otros sitios en Colombia, Casa Tres Patios en Medellín, por ejemplo, o toda una serie de espacios repartidos a lo largo y ancho del país que todavía están negociando su actualidad, sus integrantes, jóvenes por lo general, continúan lidiando con la modorra del estado del arte de su zona y batallándola con una incesante actividad.

Celia de Birbragher

En apariencia no hay mucho que decir sobre Birbragher más allá de lo que menciona el Top: su  labor como directora de la publicación trimestral Art Nexus, el énfasis y continuidad de esta revista para cubrir lo que sucede a nivel de las franquicias del “arte contemporáneo”, del “arte latinomericano” y del «arte colombiano«, su capacidad ejecutiva para consolidar un modelo de negocios que le funcione a todo el mundo en “el edificio de los artistas”, su propiedad de siete pisos en el Barrio Las Nieves, en Bogotá, donde alquila estudios, lleva selectos visitantes a barriobajear por la zona y de paso gentrifica (un artista rentahabiente lo compara con el Soho niuyorquino antes de la burbuja inmobiliaria). También resulta anecdótico su rol simbólico como presidenta de la Asociación Internacional de Críticos de Arte en Colombia.

El Top destaca su don de gentes, es una buena introductora, ella es como la tónica en los cócteles, sale con todo tipo de bebidas de alta gama: un día está en ArtBo haciéndole un tour selecto por ArtBO y una cena al grupo de coleccionistas que vienen desde Miami y otro día hace presencia con María Paz Gaviria en la exposición de proyectos de grado de una universidad de élite; un día forma parte del comité que desde “Colombia es Pasión” de Proexport coordinó las visitas de los curadores internacionales a casas galeristicas en Colombia, y otro día, junto a José Roca y el apoyo del banco EFG, selecciona obras ganadoras en una deriva incesante por todas las ferias de arte de latinoamérica. Ver a Birbragher en este Top es importante porque pocas personas sabían de ella y esto la pone a la luz. También resulta importante resaltar lo que pasa en ArtNexus porque es difícil estimar la incidencia de esta revista en la escena local, a nivel latinoaméricano y por fuera de estas latitudes (tiene ediciones en español y en inglés).

Art Nexus tiene un diseño y formato genéricos, se hace con una tipografía legible pero inane, sin gracia ni minucia gráfica, tiene una cajas de texto y pautas visuales monótonas, poco versátiles, tanto más si lo que ofrece es arte o si pretende tocar el terreno de la estética, pero en términos prácticos su apariencia visual cicatera es el resultado de una decisión práctica: no la diseña un diseñador, lo hace un diagramador, un ratoncillo de escritorio que bota en los espacios marcados textos e imágenes sin fatigar su imaginación. A esto se suman los contenidos, predecibles, tanto que los textos de Luis Camnitzer y algunos de Carlos Jiménez son la excepción a la regla, pero la gran mayoría, sobre todo las reseñas de exposiciones, parecen creados bajo la misma plantilla: “la obra de A busca hacernos reflexionar”, “la obra de B ha estado atrayendo gran atención internacional”, “C inculca una fuerte visión crítica sobre la realidad nacional y latinoamericana”, “D conjuga una sabia interpretación de los medios expresivos contemporáneos con preocupaciones impregnadas de un sosegado subjetivismo”, “en E percibimos la fuerte presencia de lo sensorial, la fluidez del devenir”, “en esta pieza de F es como si el infinito chisporroteara en la superficie del papel, haciendo de la creación un acto espacial”, “la obra de G nos pone a reflexionar sobre lo repulsivo y al mismo tiempo fascinante de la muerte”. Un largo y tedioso abecedario que fluye, sí, por las páginas pero que parece estar siempre conforme con llegar al puerto seguro de un final feliz y darle a cada uno de los reseñados un informercial bilingüe que garantice que lo suyo ha sido leído y aprobado por una fuente autorizada que cuenta con el respaldo de un empresa editorial.

Por supuesto, por más que los textos publicados no pretendan sobresalir del remanso plácido de la autosatisfecha medianía editorial de la revista, algo interesante puede haber en ellos: un atisbo de interpretación, una pizca de esclarecimiento, un asomo de crítica, pero pareciera que el objetivo de lo publicado fuera ante todo el de no despertar el disenso, hacerle el juego a los artistas, a sus marchantes, galeristas, curadores, quedar bien con las instituciones, no asustar a los anunciantes ni a los coleccionistas, estar lejos de posturas como las que llevaron a que esta revista en los años ochenta, cuando circulaba internamente bajo el nombre de “Arte en Colombia”, fuera vetada de la tienda del Museo de Arte Moderno de Bogotá luego de criticar algunas exposiciones que habían tenido lugar ahí.

Y, sí se trata de constelar a Birbragher con otro actor y publicación, o centro de gestión cultural que tenga un medio impreso de difusión de contenidos a su disposición, se podría hablar de Nelly Peñaranda, directora del Periódico y Fundación Arteria, una iniciativa que va por la edición 38 de un impreso gratuito con un tiraje de 25.000 ejemplares que distribuye a lo largo y ancho del país (incluso llega a Venezuela), Como pasa con ArtNexus el diseño de Arteria requiere de mejoría, el formato del periódico es bueno pero el plantemiento es rígido, pesado en algunos casos y falto de atributos gráficos que le den una identidad, pero, en cuanto a los contenidos hay absoluta libertad para opinar (aunque a veces falta más labor de edición). Quisiera uno que este medio confiara más en internet, en su portal apenas se puede descargar el PDF de cada edición, algo paradójico en una publicación gratuita (aunque recibe ingresos por suscripción).

Art Nexus es una especie de revista Selecciones del Arte, algo parecido a lo que es ARTnews, su alma gemela en el stand internacional, y está lejos de publicaciones mejor logradas como Lápiz, Flash Art, Modern Painters, Frieze, Artforum o Parkett, que incluso le hacen curaduría a la pauta de galerías que permiten poner en sus páginas, un ejercicio de mercadeo sutil que ArtNexus está lejos de poder emular: en sus páginas subsisten propagandas de galerías autoexotistas que ofrecen desde bronces étnicos hasta refritos pictóricos que parecen hijos conceptuales de Frida y Diego.

Jaime Iregui y su Esfera Pública

La verdad, bajo la verdad del arte, no se bien quién es Jaime Iregui ni “su” esfera pública, no está dentro mis hábitos leer lo que ahí se publica y menos publicar, y me tiene sin cuidado lo que él y esa gente escribe ahí. No entiendo a qué se refiere el Top de La Silla Vacía cuando dice que esta fue “una de las nominaciones que más división generó”, pues hay tantas opciones para seleccionar que un sitio que no goza de reconocimiento pleno debería ser descartado, es una falta de rigor periodístico imperdonable (han debido limitar la seleccion del Top al medio impreso, que tiene más legitimidad, como lo hizo hace poco la poderosa Fundación Daros, en Rio, en Brasil, que organizó un foro titulado «Diálogos: revistas de arte de Colombia» sobre arte, publicaciones, crítica de arte y periodismo cultural y, por supuesto, no tuvo en cuenta a los medios virtuales).

Pero lo admito, a veces me paso por el lugar, sobre todo cuando alguien me dice que alguien dijo algo de mi, o que afecta mis intereses, pero casi siempre que entro ahí lo único que veo es una garrotera, un personaje resentido que pelea contra algo o contra alguien, o alguien comentándole a otro, publicando una réplica breve, larga o larguísima a un texto breve, largo o larguísimo —ahí nadie se edita y más que «esfera pública» parece esfera privada—. Y nadie respeta a nadie, son unos igualados, piensan que por publicar en internet todos gozan de la misma jerarquía, y además casi todos son hombres, machos alfa, una cofradía de la verborrea,  de la incontinencia crítica, y cuando publican mujeres resulta que son hombres disfrazados con seudónimo, y hasta con heterónimos.

En Esfera Pública hay más testosterona que talento, más ganas de figurar que algo qué decir, más personalidad que inteligencia. No entiendo como Iregui persiste en esta labor, debería volver a sus pinturas geométricas donde solo enlazaba puntos, no personas o situaciones, o volver a esa bohemia de bajo perfil, esa izquierda de caviar que convocaba en Magma (1985-87), Gaula (1990-91), Tándem (1993-98) y Espacio Vacío (1997-2003), allá en Chapinero o en La Macarena o donde fuera (antes de las redes virtuales), en esos espacios que él ayudó a gestionar y donde invitaba a unos cuantos actores del arte a tertuliar, sin grabadora o registro alguno (o si les entra el afán de publicar pueden hacer un modesto pasquín y repartirlo aquí y allá, y nada más).

En los últimos diez años, casi por azar, tal vez haya leído una, o dos, o tres cosas en Esfera Pública que llamaron someramente mi atención, pero ligeritas, nada sustancial y basta con pinchar aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí y aquí para ver a qué me refiero.

FIN.

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