Alejandro Salas Matiz, Habitáculo para la memoria. Instalación. A Seis Manos, Bogotá, hasta el 14 de marzo de 2013
Uno no deja de sorprenderse con los aires de cambio que estimulan al arte joven bogotano. Por ejemplo, los que soplan desde las academias de la ciudad para exhibir sus tesis de pregrado. Mientras la Escuela de Artes de la Universidad Nacional decidió combinar huracanes presentándolos junto con proyectos de Maestría, la última versión de muestras de la Universidad de los Andes optó por los ciclones, concentrando las piezas en un sitio del Pacífico Sur bogotano. Por su parte, la Academia Superior de Artes permitió la deslocalización de los vendavales, permitiendo que sus estudiantes gestionaran montajes varios lugares. En este caso, aunque la dispersión obligara a hacer extensos recorridos, se agradeció la invitación a conocer sitios.
Como bien nos lo ha enseñado la gentrificación, la geografía termina por enquistar nuestra manera de abordar los productos artísticos. De ahí que, jugando al situacionista, se terminó conociendo barrios de los que se huyó lo antes posible, apreciando hitos arquitectónicos que no se volverá a ver más que en fotografías, degustando alimentos que jamás se volverá a probar o viendo proyectos de arte en sitios que quizá nunca los vuelvan a albergar. Las virtudes de la deriva. Por suerte -o porque se termina asignado como jurado de tesis-, es posible encontrar propuestas que le devuelven aliento al antiquísimo debate entre mimesis y catarsis. Choques que dejan de interesarse en que quien observa piense de determinada manera y a cambio buscan introducirlo en una narración que modifique su percepción del mundo.
En el patio occidental de un Restaurante-Centro Cultural dedicado a reactivar una zona que cada vez aloja menos desempleados, jubilados, psicóticos, mendigos, homosexuales, palomas o adultos que compran/reparan relojes -o sus combinaciones-, Alejandro Salas Matiz montó un dispositivo para reflejar un inventario. Reiterando la actitud urbanística del lugar que hospeda su obra, desatendió el contexto donde estaba ubicado e instaló un espacio que desaparecerá: dos puertas imitan el acceso de una nevera enorme; a través de ellas se ingresa descalzo a un cuarto de paredes, piso y techo pintados de color blanco. Las más grandes están enfrentadas y reciben un amplio relieve termoformado donde se pueden tocar -con las manos limpias, plis-, volúmenes de objetos de uso cotidiano (cuadernos argollados, zapatos de tacón o deportivos, cuchillas de afeitar, muñecos de bebés genéricos, brochas grandes, pinceles importados de cerdas de plástico). En el perímetro interior del espacio, hay cubetas para hacer hielo. Blancas también, operan como Leitmotiv: aparecen cada cierto tiempo para contrastarse con la superficie y acentuar la ilusión.
Alejandro Salas Matiz, Habitáculo para la memoria. Detalle.
La lectura del lugar de recepción no podía ser más adecuada: si allí se venden almuerzos y licores que superan el sabor y el costo promedio de la zona; si su clientela se esfuera por no parecer que se esfuerza en establecer formas de distinción en su manera de hablar, moverse o consumir/producir cultura; si el resultado será la “mejora” del entorno, nada mejor que proponer un lugar de aislamiento en su interior: una cueva dentro de una cueva. Donde se puedan cerrar las puertas y estar el tiempo necesario para olvidar lo que sucede fuera. Donde sea posible entregarse a la ilusión con tranquilidad -como cuando se paga un trago carísimo en un local feísimo poblado con gente hermosísima en una ciudad sucísima. En ese sentido, la obra de Salas se integra a la perfección con la aspiración individualista del espacio que la hospeda.
De otra parte, llama la atención sobre la necesidad del desplazamiento constante para los migrantes de segunda generación. Ya sea que el traslado se imponga por obligación laboral, incompatibilidad ideológica, pobreza material, pereza espiritual, desgaste profesional, ausencia de oferta educativa -o sus combinaciones-, quien se larga de su terruño generalmente construye un nicho donde poner la nostalgia. Así se reclame como el ciudadano más cosmopolita del universo, ubicará sus recuerdos en algún lugar de su vida privada y allí se detendrá a pensar. Salas construye eso también: un lugar en el cual proteger las ensoñaciones -como cuando se paga un arriendo carísimo por un apartamento diminutísimo en un barrio poblado por gente hermosísima de una ciudad agresivísima. Así corre su título. La idea es evitar que los recuerdos se atesoren en sitios que huelan a enfermedad mental -Franzen, dixit.
En términos de historia del arte contemporáneo colombiano, aquí hay, estimadísimos curadores, docentes y teóricos historicistas, una propuesta que cumple con las prerrogativas del instalacionismo local: arquitectura efímera, microclima, insonorización, regulación de comportamientos. Si no las conocieron, pueden tratar de comprender a través de esta obra -si se les antoja-, cómo eran aquellas ambiciosas propuestas de intervención arquitectónica que se impusieron durante la década de 1990 en Salones Nacionales de Artistas y Regionales que sí invitaban artistas y curadores regionales. Pero al compararlas con Habitáculo para la memoria, es posible notar que se les dificultaba integrarse en la experiencia del espectador, cometiendo errores que nunca dejaban de recordarle que estaba dentro de una obra de arte. En esa época la intención era tratar de convencer de que cada instalación era LA instalación, que en ella HABÍA Arte. En cambio, el trabajo de Salas obtiene parte de su exito en no ocultar sus errores y demostrar que antes que nada, es un lugar transitorio. No un lugar-no-lugar (patética fórmula teórica donde las haya), más bien un espacio que se visita, como una ruta de peregrinaje: necesario para llegar, inútil para algo más. Allí se podría ambientar una película que tratara sobre las lacras de la memoria. Y como escenario, funciona. Está ahí para actuar recuerdos.
–Guillermo Vanegas