-a propósito de Un librero, de Álvaro Castillo Granada, Random House, Colombia, Primera edición, febrero, 2018-
No sé si sea un oficio o un destino. Ella pronuncia su nombre con precisión, creo que lo ha aprendido de memoria. Lo pronuncio varias veces al mes. Y ella de vuelta asiente, confirmándolo y volviéndolo a repetir. Luego me sonríe y me entrega el paquete. Para ella debe ser un enigma. Algo que le permite sonreírme cada tanto. Para mí son los libros de Álvaro Castillo y esa sonrisa. También la de su compañera al lado. En la oficina de entregas de paquetes que llegan a este pueblo. Y que visito con asiduidad.
Aquí no hay librerías. Y se supone que Villa de Leyva es un destino patrimonial de nuestra nación. Colombia. Pero claro, la cultura se ha trocado en turismo, en planes recurrentes y recorridos atafagados que en ningún momento contemplarían detenerse ante un libro. Para leer un rato y pensar. Y quizá para poder escribir algo. Y permanecer en silencio. Atentos. Otra vez presentes.
Algunas veces apoyo los libros de San Librario que Álvaro me envía, contra las viejas puertas que hay frente al local, para tomarles una fotografía. Libros y puertas exhiben el paso del tiempo sin ocultamiento. Quemados por ese sol incandescente que los ilumina. A ellos, y a la vejez de estas puertas.
Camino con los libros bajo el brazo hasta el parque Nariño. Un único pedazo de verde en medio de estas calles empedradas y blancas. Un poco tristonas y curtidas por este sin sabor de un pasado colonial que las hace languidecer opacas. Pero enmarcadas por esa solemne montaña que habrá de contradecir con su majestad cualquier ignominia.
Aquí en el parque Nariño los pájaros son la voz preponderante todo el día. Hay una sombra en una silla de piedra, que me permite ojear los libros en primera instancia, antes de regresar a la casa donde habré de ponerlos en un estante grande, aquí cerca a la mesa donde como y donde a veces leo y escribo.
Este estante de armario ha ido guardando en orden de llegada todos los libros de San Librario. Es como un estante de promesas de las cosas que querría leer pero por las que voy avanzando tan lentamente que los libros se pierden de vista entrando a formar parte de un universo ignoto, una biblioteca provisional donde permanecen en espera de no se sabe qué milagro, que los regrese a esta mesa y a la vida.
Los libros vienen meticulosamente empacados en papel periódico como si se tratara de un regalo o de un paquete preciado. Y son eso precisamente. Un regalo que me viene destinado, temporalmente. Mientras queden en mí y luego pasen a otros, después de mí, por esa ley de los libros.
Siempre rasgo el papel para liberarlos de ese momentáneo encierro que implica todo ese trámite de envío y traslado desde Bogotá. Ahora libres, al sol y al viento, bajo mis ojos, comparo estos libros que ahora son reales, con las imágenes virtuales que incandescentemente me atrajeron hace unos días, en los feeds que diariamente postea la librería virtual. Porque aunque San Librario posea una sede física, para mí y para otros muchos, los libros aparecen cada tanto en ese interregno de la virtualidad de una ventanita instantánea, que los hace titilar brevemente, en medio de ese maremágnum de imágenes y noticias sesgadas que encandilan la atención, adormilándola, sin que uno alcance siquiera a detenerse. Ante nada.
A pocos metros de esta silla de parque, está la estatua de Nariño. Alguna vez posé los libros bajo su pedestal. Pensando que quizá escribieran más legítimamente los derechos humanos. Que este monumento.
Nariño muerto en estas tierras.
Que ahora se precian de su nombre escrito en piedra. En este monumento estéril. Mientras el hombre real y esos derechos, languidecen en la desmemoria.
Los libros se dejan retratar al lado del mártir. Tan honorablemente, que pensé en enviar una copia de esa fotografía. Enviarla a la Academia de Historia o a algún ministerio nacional para dar cuenta de la necesidad de libros y lecturas, en estas tierras maltrechas en que poco o nada se lee.
Así que ellos solos, los libros, al lado de Nariño, irán fraguando esa revolución silenciosa, de mentes críticas que tanto requiere Colombia. Nuestro derecho, aplazado de generación en generación, a pensar por nosotros mismos, sin que nadie conduzca o malverse ese pensamiento. Hasta amasarlo en tanto eslogan y tanto estribillo electorero. En esas ráfagas que cada tanto regresan como mareas imparables. Esas ansias de rapiña del poder y de la riqueza. Que la precaria concentración del pueblo provoca en los malversadores.
Hoy he recibido un paquete especial.
Me ha llegado el libro de Álvaro Castillo al lado de otros dos. ¡Qué singular! El libro escrito por él, a su vez, me ha sido enviado, como parte de esa remesa de libros que periódicamente me llegan y que me dan la ilusión de alguna espera, como amigos venidos de lejos que periódicamente se aparecieran por aquí. Inesperadamente. Pero desesperadamente ansiados.
Luego de unos días de terminar de leer el libro. Empecé a sentir inequívocamente que se trataba de un código secreto, un mensaje oculto, como si la apariencia del libro fuera hacernos creer en unos relatos externos del librero en su experiencia con los libros, pero que poco apoco, internamente, iban dejando rastros insignificantes que apenas si podían ser notados en una primera y rápida lectura, pero que no encajaban con lo demás, narrado en esa externalidad de las anécdotas, como si dentro del libro anidara una especie de códex secreto que el autor estuviera refiriendo veladamente. Pero que casi no sería notado, salvo si leyéramos despacio y fuéramos entresacando esas pequeñas huellas.
Lo cierto es que desde el relato de la foto extraviada que aparece en el primer capítulo, me di cuenta que en realidad esa foto estaría rodando por algún libro de los que envía San Librario por el mundo, y que este relato aparente, sería una forma de ponernos secretamente sobre aviso a los lectores, que cada tanto recibimos esos libros, en donde por equivocación esa fotografía habría ido a parar. Así que en cualquier momento, esa foto de mujer habría de aparecer en cualquier libro que recibiéramos. Era solamente cuestión de esperar. Con paciencia. Como él había esperado pacientemente a que aparecieran tantos libros, para poder cumplir con los deseos de nosotros lectores, compradores casi compulsivos, que pedían su intercesión ante unos libros que era preciso encontrar. Y que él encontraría.
Me empezó a llamar la atención también, el asunto del peso de los libros y esa manera de cargarlos que acucia esa extraña forma de hacer concreto algo, que a pesar de su peso y de su corporeidad, como es un libro, se vuelve siempre tan abstracto y etéreo, hasta que llega el momento de empacarlos para un trasteo.
Esa evidencia del peso de los libros y la evidencia del esfuerzo y la fuerza corporal del librero, me parecieron otro síntoma de un mensaje encubierto.
Porque entonces recordé ese pequeño cuento que siempre me ha parecido tan singular, donde un hombrecito carga pa´ arriba y pa´ abajo, con los dos pesados tomos de cuentos de Edgar Allan Poe que son, literalmente hablando, un ancla de 5 kilos que ata al hombrecito a la tierra, evitando que salga volando como ese otro hombre sin peso, ese jinete de Kafka que echó a volar en un cubo sin carbón, porque a pesar del frío no pudo ser llenado, y cuyo vacío, testificó la literalidad de la ignominia, de esos vendedores de carbón que no se compadecieron del hombre y que lo llevaron a convertirse literalmente, en el jinete de un cubo vacío que sale volando por los aires, hacia regiones ignotas, que él piensa más favorables, quizá.
-¡Sí, debe ser otra pista!-, porque siempre me pareció tan singular esa idea de un libro lastre de Andrés Caicedo. Una idea que contraviene magistralmente el lugar común de la evasión por los libros. -¡Y es al contrario!-, diría Caicedo, -¡estamos tan dispersos, que el libro es lo que nos devuelve la atención!-. Y sin atención no se puede escribir. Ni leer. -¡Ni ser nada!-, como ese hombrecito triste que leía y escribía sin parar sus críticas de cine. Sus cuentos y escritos. Sabiéndose no ya de este mundo. Y sin embargo, buscando con desesperación el peso de un libro que lo jalara hacia abajo. Hasta que un día entra a una sala de cine y vuelve otra vez a sentir que se le pasa. Tanta tristeza.
Pero lo más extraño del librero fue la mención a Camilo Torres. Hasta que apareció la fotografía del libro. De ese libro desconocido, con sus entrevistas de cuando era un joven cura desconocido.
Entreveradas en esas páginas, se nos contaba un relato subterráneo poderosísimo, que él, el librero, se ocupó en ocultar meticulosamente, pero que fue apareciendo marginalmente, apenas como un dato. Y que me hizo pensar en Solentiname.
En Cortázar entreviendo la masacre y la pérdida de esa isla. Eso fue sólo una alusión evanescente de un instante que sin pensarlo se cubrió con la sangre que habría de sobrevenir, aplacando cualquier esperanza de libertad. Porque efectivamente, Cortázar entrevió la sangre que habría de cubrir a los inocentes y cubrirlo todo en la isla nicaragüense.
En ese apocalipsis que de manera soterrada, como en este libro del librero, se coló en las fotografías, en los encuadres que narraban la dicha de ese paraíso y que ahora se cuelan estas alusiones a Cortázar en el libro del librero, a su vida desconocida y secreta, vida que sólo hasta ahora comienza a manifestarse y que debió ser pesada de sobrellevar, teniendo que guardar esa reserva prohibida.
Lo cierto es que toda vida es pesada de sobrellevar, como este aguacero inclemente que no se detiene y que me conecta con esa fuerza ciega que tiene esta tierra en que se pudre todo y en donde esa humedad cala la tierra y los huesos.
Uno siente que comenzaría a desleírse si no pudiera guarecerse y otra vez se sentara a la mesa, con la lámpara iluminando el libro que hará que todas estas adversas circunstancias alcancen un punto nimio, en que seamos capaces de ignorarlas y podamos leer el libro en paz.
Así que evito perturbarme con la noticia de que ya no estará más tras la ventanilla de la oficina de envíos. De que ya no me sonreirá cuando sonreír es para ella todo su ser. Yo le pregunto por su hijo o por su hija, no logro retener si es él o ella, como si una profunda distracción me impidiera retener esa respuesta que siempre me da y que yo confundo casi al minuto siguiente. Trocando nuevamente esa identidad que se me dispersa y por la que tengo de nuevo que preguntar.
Ahora ella ha decidido irse con su amigo. Los hechos morales de estos pueblos son implacables. Como si el peso de ese dios invocado, cada tanto que se comete una injusticia, tuviera que aplastar las almas de los desafortunados que como ella se deciden a amar desoyendo el mandato moral que los quiere reglar imperativamente.
Todo esto sucede mientras paso las páginas de este libro. Todo esto sucede en las entrelíneas de todo ese misterio cifrado que voy desglosando intermitentemente en el libro de Álvaro Castillo.
El librero es un carguero, carga el peso de todos los libros en sus espaldas. El libro se hace materia. Mochila. Búsqueda. Decisión. Anhelo.
El librero es una especie de sacerdote de la vida y de la muerte. De médium.
Un día vendrá y sopesara el peso de los libros de esta biblioteca.
Cuando estos libros vuelvan a ponerse en marcha. Y se dispersen otra vez por los mundos de otros ojos y otras manos que habrán de acogerlos.
Claudia Díaz, abril 18 de 2018