Polémicas como las que le promete José Roca a Carlos Salazar, con su tonito condescendiente de sabio de la tribu, equivalen a un torneo de mud-wrestling: aunque uno puede ganar, de todas formas termina untado de barro. El barro es la ausencia de realidad, la turbiedad en el discurso, elementos que les resultan quintaesenciales a los incurables vanguardistas del Estado, porque cuando no se habla de cosas tangibles, sino de “conceptos” cada vez más etéreos, cualquier absurdo se vale. Roca no está más allá de escribir cursilerías, como la de que el expresionismo les hizo mella a los nazis*, mientras los admiradores aplauden. ¿Y qué tal esa parafernalia de “reproducir un cierto orden” o de “ayudar a mantener el statu quo”, como si estos fenómenos fueran parecidos en Suiza, en Cuba o en Sierra Leona? Roca insiste en la sobrepolitización de todo, según la cual uno no puede lavarse los dientes sin hacer política, discurso que desde hace veinte o treinta años huele a moho. Surgió cuando se decía que el Estado burgués era una entidad de clase, inamovible e inmodificable, que debía ser destruida para edificar paraísos sobre sus ruinas. Claro, insistir en algo parecido a estas alturas dejaría a varias personas sin trabajo, empezando por José Roca y sus amigos en la vanguardia del Estado.
El tour de force que pretende Roca dice que el arte no comprometido es débil y falsamente autónomo, luego llega a la conclusión de que el sí comprometido no sirve para mayor cosa a la hora de la eficacia política, y al final concluye que basta con conmover a un sólo espectador para tener sentido político. Roca exalta, pues, y da suprema significación al acto individual, que es a lo que el más autista y falsamente autónomo de los promotores del arte por el arte aspiraba para comenzar. Gracioso.
¿Qué pasa, por último, cuando las ideas que subyacen a una obra de arte se demuestran equivocadas y contraproducentes? Porque es una lamentable realidad que las ideas políticas tienen la tendencia de envejecer mal, como lo sugiere con tanta gracia Georges Brassens en su canción “Mourir pour les idées”. Si no me creen, lean “El tungsteno”, la novela de César Vallejo, o la “Oda a Stalingrado” de Neruda, poetas comprometidos si los hubo, para que esbocen una sonrisa, ojalá indulgente. Sobra decirlo: de compromisos destrozados está empedrado el camino al cementerio estético.
Andrés Hoyos
* El hombre pide ejemplos concretos. Pues bien, ¿cuántas personas dejaron de ir a parar a los campos de concentración por efecto de los expresionistas?