Mosqueteros, hegemonía, instituciones 

El último artículo que Guillermo Villamizar publicó en Esfera Pública, me hizo volver a hacerme una pregunta que me surge frecuentemente cuando leo sus artículos o los de otros autores como Lucas Ospina y Carlos Salazar: ¿Qué diablos entenderán por arte político?

A mi modo de ver, cada nueva obra de arte implica la posibilidad de redefinir lo que arte político puede significar (claro está, también implica la posibilidad de repetir modelos que la preceden o de defender la «autonomía» de la obra ante cuestiones políticas-¿pero es dicha autonomía, autonomía de pensamiento en artista?). Por ello encuentro difícil proponer definiciones estrictas y preferiría definiciones amplias como: «el arte político es un conjunto de caminos artísticos heterogéneos donde se llevan a cabo múltiples relaciones entre arte y política», que no es sino un modo más o menos riguroso de decir que el arte político se trata de un arte que tiene que ver con la política. Esto no significa que no se puedan deducir las posibilidades implicadas por la anterior definición, ni producir teorías á partir de dichas posibilidades, pero nada de esto debería ser definitivo ni taxativo.

Sin embargo es evidente que autores como Guillermo Villamizar, Carlos Salazar y Lucas Ospina deben tener una definición más estricta de arte político que la que acabo de proponer y que además, por razones que escapan a mi inteligencia, han logrado establecer que su definición es LA definición de arte político y que esta definición excluye cualquier otra posible. Digo que es evidente porque de otro modo no se comprende como llegan siempre a la conclusión, de aspiración universalista, que el arte político no tiene sentido. Ya que solo es posible llegar a una conclusión universal sobre un conjunto X en dos modos: el primero es examinar todos y cada uno de los elementos del conjunto X y ver si las características que se quieren demostrar se verifican para todos y cada uno de los elementos del conjunto X; el segundo es partir de la definición que da lugar al conjunto X y deducir a partir de él las características que se quieren demostrar.

En cuanto al segundo modo, no lo he visto aplicar por nuestros tres mosqueteros del arte despolitizado que en general sustentan sus conclusiones en ciertos ejemplos que, imagino, consideran paradigmáticos (pues si no fuera así entonces serían solo de mala fe). Es decir que el método de nuestros mosqueteros se parece más al primer modo que enuncié antes, solo que reducido ya que ellos toman un atajo y deducen conclusiones universales a partir solamente de unos ejemplos (que, como digo, por bondad exegética, nos toca pensar que son representativos). No es necesariamente un método inválido pero no me parece adecuado para tratar temas artísticos. Pues los objetos con los que tenemos que tratar en arte no se comportan, por dar un ejemplo, al modo de los de ciencias «duras» como la física. La física se caracteriza por proponer leyes que valen de modo universal aunque, en la práctica no podamos verificarlas en todo tiempo y espacio. Esto es debido en parte a la relativa estabilidad de sus objetos que, por demás son matemáticos. Aun así, dichas leyes no son propuestas como absolutamente válidas y queda siempre la posibilidad que un conjunto riguroso de observaciones sirva para confutarlas.

Ahora bien, este método, en arte, tiene el inconveniente que los objetos con los que trabajamos no son estables y que la misma práctica artística tiende a re-esculpir los conceptos que nos hacemos de ellos. Se piense por ejemplo a todas las mutaciones que tuvo el concepto de pintura en el siglo pasado hasta llevarnos a acciones e instalaciones que pueden ser interpretadas como nuevos modos de pintar.

Por otro lado, ¿son los ejemplos que toman nuestros tres mosqueteros verdaderamente paradigmáticos o son simplemente ejemplos de arte político que tienen más visibilidad que otros? Es más ¿quién ha decidido que estos ejemplos son los mejores, más acabados, más eficaces, más convincentes de arte político? Aquí surge la gran paradoja: para poder mostrar, solamente a partir de unos ejemplos, la insensatez general del arte político, sería  necesario demostrar que estamos ante los mejores ejemplos de arte político que  hay. De otro modo, nuestros tres mosqueteros están aceptando, de plano, el juicio de ciertos críticos, curadores e instituciones que exhiben a dichos ejemplos como lo mejor de su género y que nuestros mismos tres mosqueteros parecen criticar.

Ahora bien, en el caso de Villamizar hay una particularidad y es que el cree tener una razón suficiente para auto eximirse de proponer cualquier definición de arte político y para valerse de cualquier ejemplo: según Villamizar, no importa cuál sea la intención del artista, no importa la configuración de materias y signos que componen la obra, no importan las interpretaciones que el público pueda dar de la obra, al final lo que se impone es el discurso de quien compra la obra. Villamizar insiste tanto sobre este punto que su formulación llega a ser irrefutable, pero no porque la haya demostrado, sino porque toda vez que tuviésemos una opinión distinta, él nos echaría en cara nuestra ingenuidad («Y ya sabemos que aunque el artista proponga y diga una cosa sobre su obra, la apropiación por parte de la sociedad de ese discurso es otro. Una vez la obra o práctica artística sale de los límites propuestos por el artista, es decir, ese discurso se hace público, se inicia un proceso de macroeconomía cultural. […] Pareciera por momentos que hemos sido simplemente actores –nosotros, los actores de la cultura- en un libreto dictado y escrito por otros. Las palabras y las imágenes con las que interpreto el mundo, han sido puestas ahí, cuidadosamente, como semillas ingenuas que guían los dictados superiores de un control planeado. […] La producción de la cultura no le pertenece al artista, al intelectual, al escritor o al músico, sino a quien posee los medios para producir esa cultura, es decir, al museo, la galería, los medios masivos y todos aquellos instrumentos que ponen a circular la obra en el público, en términos de macroeconomía cultural.[…] Ya el punto de los hechos para el crítico de arte no reside tanto en lo que el artista propone, sino, siguiendo la lógica que el capital impone al mercado del arte, lo que el coleccionista quiere decir e instrumentalizar cuando adquiere las obras y las pone a circular, hablando en este caso del coleccionismo ideológico como puede mostrarlo esta interpretación de la colección Daros Latinoamérica.«).

Para decirlo con una expresión de Popper, la argumentación de Villamizar no contempla la falsabilidad de sus afirmaciones. (Condición fundamental, según Popper, de cualquier teoría científica). Así, si le decimos a Villamizar que a pesar de que la Fundación Daros Latinoamérica (que no se llama Fundación Eternit) ha 05_This_is_a_mirror_You_are_a_written_sentence_bodycomprado la obra de Camnitzer «This Is a Mirror. You Are a Written Sentence», esta obra sigue diciendo de manera fáctica, «THIS IS A MIRROR YOU ARE A WRITTEN SENTENCE», Villamizar nos dirá que somos unos ingenuos porque eso ya no importa y que la obra ahora dice realmente (algo así como) «Stephan Schmidheiny es un filántropo, Stephan Schmidheiny es un ambientalista, Stephan Schmidheiny no es un asesino, Stephan Schmidheiny no es un ladrón, etc.». Bueno Villamizar, como usted diga.

Sin embargo, lo mejor que le puede pasar a Villamizar es que su idea sea infundada, por que de otro modo bastaría con que alguien compartiera uno de sus artículos en Facebook, por ejemplo, para que su propio discurso se anulara y comenzara a reproducir simplemente el discurso de un capitalista de la información como Zuckerberg. Paradójicamente el mejor modo de ocultar los posibles vínculos entre Schmidheiny y la Fundación Daros Latinoamérica sería publicarlos en las redes sociales. Pues, si Villamizar es coherente consigo mismo, me dirá que efectivamente sus textos ya no dicen lo que dicen, sino que simplemente se limitan a aumentar el número de interacciones en las redes sociales. Yo, como no le creo, de todos modos me los leo.

Este argumento debe parecerle tan poderoso y convincente a Villamizar que entonces se divierte a combinar de modo absurdo los dos modos para deducir conclusiones universales de los que hablé antes. Así, dice Villamizar en ese artículo sobre José Alejandro Restrepo: «¿En dónde está lo político del arte político? Lo político en el arte es la manera más sofisticada de hacer ficción con las formas trágicas del morir en las sociedades no desarrolladas» Esta afirmación se parece a una definición aunque ni siquiera recubre los ejemplos que el mismo Villamizar da. No se ve, por dar un ejemplo, como entra en ella la obra de un Camnitzer. Quizás «Masacre de Puerto Montt», o la serie «La Tortura Uruguaya»… dos obras… y aun, no creo que «ficción» sea el término adecuado para esas dos obras de Camnitzer. Es mucho más adecuado, en cambio, para un clásico como las «Uvas de la Ira» que hace ficción con las «formas trágicas del morir» en una sociedad donde los segmentos no «desarrollados» deben enfrentarse al desarrollo. Clásico que me parece una gran obra de arte político y que si Villamizar hubiera tenido en mente, no hubiera comenzado su texto con una dicotomía entre modernidad y violencia sino que sabría precisamente que la modernidad se presenta como violencia en las regiones que el llama no desarrolladas.

En todo caso, Villamizar da un poco de vueltas alrededor de su pseudo-definición, sin concluir finalmente nada de ella, para volver a su argumento de la «macroeconomía cultural» (formulado de otro modo, claro está), concluyendo que es mejor que el arte no siga interesándose a lo político porque en ello es mejor el trabajo de un periodista como Hollman Morris «y su colectivo interdisciplinario de artistas del Canal Capital (¿ironiza o nos está diciendo que es mejor que el arte se someta al periodismo?). Así que ¡ojo! No vuelvan a compartir ninguna emisión de Contravía o del Canal Capital, porque no harán sino desvirtuar cualquiera de sus contenidos.

Días después, se publicó en Esfera Pública un texto de Daniel Villegas en el que la expresión arte político es acotada a través del calificativo «contrahegemónico». Esta precisión, por evidente que pudiera parecer, permite estudiar mucho mejor la cuestión de la coherencia del artista refiriendo sus decisiones a las problemáticas propuestas a través de sus propias obras y evitando juicios en «bloque». Al fin y al cabo, la coherencia tiene que ver con las relaciones que se establecen entre las posiciones de un agente y sus acciones. Para evaluar la coherencia de un artista es entonces necesario partir de sus propias posiciones y en el caso del artista político, del modo en el que él interpreta la relación entre arte y política; siguiendo la propuesta de Villegas, es necesario establecer primero, cuál es la estructura hegemónica que el artista critica y en que modo despliega su crítica (digo de paso que es importante distinguir la crítica de la simple denuncia, no es lo mismo contentarse con repetir por todos los medios que la estructura X es hegemónica, es decir denunciarla, que mostrar que lo es -si ello no fuere evidente-, analizar su funcionamiento, explicar en qué radica su hegemonía, confutarla, deconstruirla, etc. Es decir criticarla). Hagamos un experimento mental y tomemos dos artistas interesados en tratar de cuestiones políticas en sus obras. Digamos que uno de ellos cree que es primordial criticar la hegemonía en sí, mientras que al otro le preocupa sobre todo la hegemonía del capitalismo. El primero es más bien «anarquista», mientras que el segundo es más bien «anticapitalista». El primero se opondrá entonces a toda institución en general, mientras que el segundo se opondrá más bien a la subsunción de las instituciones en el capitalismo. Es claro que van a desarrollar estrategias diferentes y que su coherencia o incoherencia no se puede evaluar a partir del mismo tipo de acciones.

Los juicios en «bloque» del tipo «los artistas políticos son incoherentes si X», no tienen en cuentan la variabilidad interna de lo que podemos llamar arte político y parecen más orientados a amputarle al arte posibilidades críticas (la capacidad por ejemplo de pensar las relaciones de poder que nos atraviesan sirviéndose de caminos distintos a los de las ciencias sociales y de la filosofía) que a mejorar dichas posibilidades, deresponsabilizando, además, la falta de pensamiento crítico en arte. Pues digamos que Villamizar tuviera razón, y la Fundación Daros Latinoamérica fuera solo uno de los modos a través de los que Stephan Schmidheiny intenta lavarse la imagen (¿pero en ese caso no sería necesario que la relación entre la Daros y la Eternit fuera verdaderamente de dominio público y reconocida oficialmente por la Fundación Daros Latinoamérica?)  no veo por qué esto solo competería a los artistas políticos: me parece una ignominia que en cualquier caso una persona -artista o no, artista político o no- se preste para lavarle la imagen a un asesino.

Con esto no estoy diciendo que este sea el caso de los artistas que le han vendido obras a la Fundación Daros Latinoamérica, tocaría demostrarlo y no sé si alguien pueda tener los elementos para hacerlo; yo por lo menos no soy un Torquemada (me parece más una cuestión que compete la propia consciencia que otra cosa). Lo que digo, en cambio, es que utilizar este caso para concluir que el arte político es una quimera me parece intelectualmente deshonesto.

Si el arte es un conjunto en devenir de caminos de pensamiento (y por tanto de interacción con la realidad) que se distinguen de las ciencias y de la filosofía, no se ve porque pueden existir una ciencia política y una filosofía política y en cambio no pueda existir un arte político. Desde este punto de vista, que obviamente no es el único, es importante hacer una crítica no solo de las instituciones que hacen pública la obra de arte (museo, galería, centros de arte, mercado…) sino también de las que configuran la subjetividad misma del artista (historia del arte, teoría arte, crítica, escuelas o facultades de arte…) y de cómo interactúan estos dos niveles pre y post de las instituciones artísticas (pre: las instituciones que configuran la subjetividad del artista, post: las instituciones que hacen pública la obra) . Por ejemplo, el viejo paradigma que hace del arte principalmente una práctica estética implicaría que el artista político contemporáneo termine sirviéndose de una estética contemporánea para ilustrar cuestiones políticas exploradas por filósofos, sociólogos, politólogos, etc. Se dirá que el artista reinterpreta «plásticamente» dichas cuestiones pero, manteniéndose en el paradigma estético, lo que hace es adaptarlas a los códigos de organización de materias y de cuerpos que invaden la escena contemporánea. Paradójicamente, el conceptualismo, que nace con el objetivo de oponerse a la hegemonía de la estética en arte, termina convirtiéndose en uno de estos estilos de lo contemporáneo (o como dice uno de nuestros mosqueteros, Ospina: «A esto parece que ha llegado el arte político: es un género más, parecido al de pintar bodegones o marinas en el siglo XIX.»). Paradójicamente, de nuevo, la cuestión del concepto, que debería ser central en el conceptualismo, es acantonada, para intentar definir el conceptualismo a partir de ciertas características externas, generales: el uso del lenguaje, el primado de la idea, la desmaterialización… Seguramente deberíamos preguntarnos sin cesar si es legítimo que una obra (crítica o no, política o no, estética o no), en la que no se han invertido más que unos cuantos cientos de euros de producción, ni más de dos o tres mes de trabajo pueda venderse a varios cientos de miles de euros. Pero todo mercado capitalista, así sea suntuario, presupone una cierta estandardización de los bienes que circulan en él, una comparabilidad entre unos y otros que tiende a eliminar sus singularidades. Y lo singular de un arte crítico sería precisamente el concepto (Deleuze muestra muy bien en su obra que el concepto no es la subsunción de los particulares en lo universal sino al contrario, la expresión misma de lo singular).

El arte conceptual intentó una revolución que se quedó a mitad, ya que no implicó una crítica del concepto de concepto y después se produjo una contrarrevolución que terminó estetizando lo conceptual, es decir eliminando el concepto. Diría que esta estetización de lo conceptual en arte y la globalización del capitalismo neoliberal van a la par: la estetización permite el mercado y el mercado alimenta y profundiza dicha estetización.

Sin embargo, si se observa la cuestión desde el punto de vista de las obras, si ha habido una crítica del concepto. De facto, en los intersticios que quedan en medio del entrelazarse de estas instituciones del pre y post, el arte ha producido sus modos de conceptualizar la realidad, su propia crítica del concepto. Esto es algo que han descuidado incluso los teóricos del conceptualismo latinoamericano y que Camnitzer aborda solo de modo tangencial en su «Didáctica de la Liberación». Pero ahí está.   (…)

Elena Sanchez-Velandia