«La verdadera crítica se acerca a la obra con la misma ternura con que un caníbal se guisaría un lactante» (W.B.)
Lo peor del arte, como se sabía ya en Grecia, es el mundo del arte. Pero no diremos ahora de la mundanidad o secularidad que siempre fue consustancial a él, porque mundana era, a fin de cuentas, la belleza. Hoy, ya sin belleza o contra la belleza, veinte o treinta años después del colapso de la revolución artística permanente y su transformación en arte contemporáneo instituido, hoy, «mundo del arte» significa otra cosa. Sobre todo significa que arte y mundo han llegado a la absoluta paridad, la fijeza, el acoplamiento. Y no por fracaso del gran futuro soñado por el vanguardismo perpetuo, sino, precisamente, por su realización, porque ese futuro está ya instalado, en realidad instaladísimo institucional, social, públicamente, aunque deba aparentar, como sucede tras todas las revoluciones logradas, la existencia de un enemigo que justifica todavía más propaganda y agitación, claro está que meramente retóricas. Boris Groys ha llamado a esto «el desfile victorioso de la teoría crítica a través de las instituciones».
Acción por acción.
De todas formas, las instituciones no son muy críticas ni teóricas, lo suyo es la acción. Una vez persuadidas de lo benéfico que para la selección de la especie resulta el arte contemporáneo, se vuelcan en su fomento, un poco, o un mucho, como Juliano el apóstata estaba convencido de la socialización que la religión aportaría al Estado. Y, no sé, pero quizá por esto observaba Baroja que «nuestro tiempo es un avestruz que se traga lo que le echen; claro que no lo puede digerir, porque no se digieren las piedras, pero las traga». Para los políticos o los financieros de progreso (que son todos), las señoras galeristas, los expertos vestidos de Mao y los artistas vindicantes, el arte contemporáneo tout court, igual que el genoma o la banda ancha, es cosa de nuestro tiempo, cosa a tragar, porque cualquier cosa menos pasar por inadaptados a los tiempos. Así que, claro, sin verdad y sin belleza no queda más rasero que la adaptación evolutiva a esa tiranía llamada espíritu de los tiempos. Lo que es lo mismo que decir al contexto, o a la mecánica del aparato cultural que es necesario conocer para sobrevivir y medrar en él. Esta es la ley máxima del mundo del arte, lo que Baudelaire llamaba «el Credo actual de la gente de mundo». Por eso no puede existir hoy un canon, porque la existencia de un canon supondría la de una autoridad y… para qué quieres más.
No, no hay un canon sino un consenso, político, público, en aras de la adaptación a un mundo en el que, por ejemplo, los artistas que más gorda la hagan -hay uno que fabrica virus informáticos- no son más libres o críticos, como quizá crean ellos mismos, sino más obedientes a la puritita ley cultural vigente. La ley contraria a ésta de la adaptación y lo que realmente queda fuera de la ley es el juicio libre, y sobre todo el acercamiento al arte -y a todo- no por poder o medro, sino por afición, es decir, por afecto: por amor. Cuando el amor o la afición asoman, las señoras, los artistas o los teóricos ponen en alerta sobre los focos de «crítica conservadora» o el «museo reaccionario» (¿me quieren decir qué es un museo reaccionario?) o la pérdida del tren de nuestros tiempos?.
El charlatán danto.
Por cierto que, en este tren también viajan los teóricos y los curadores. El señor Groys, por ejemplo, ha descrito los hechos con indudable tino. El señor Danto, infinitamente más charlatán, celebra la muy democrática desaparición de la belleza en tiempos, por fin, «post-históricos». Pero -a mí me gustaría decirles-, Don Boris (Don Kuspit, Don Foster, Doña Caterina…), lo que hay, los hechos, ya los veo yo, aunque sé que ustedes son capaces de elaborar admirables
síntesis hasta justificarlos estupendamente. Pero, ¿podrían decirme ahora qué les parece a ustedes -sí, a ustedes- todo esto? Sí, qué les gusta, qué les enamora, fuera de que sea o no un hecho exitoso de nuestros tiempos. ¿Pueden dejar de pensar social, política, históricamente, y hacerlo alguna vez desde su subjetividad de sujetos?
A mí me gustaría saber si les mueve algo que no sea la pura facticidad de lo que hay. Porque, si no, acabaríamos pensando que, sencillamente, sólo pretenden que siga la bola, esa bola que los avestruces, aunque no la pueden digerir, la tragan.
salonkritik.net