Las cenizas y los rastros: la emergencia forense en el arte colombiano

Los paramilitares confesaron haber reutilizado una vieja ladrillera en 2001 y, dos años después, haber construido un improvisado horno (crematorio) en una finca donde fueron incineradas, en total, 560 personas, según el fallo contra Salvatore Mancuso.

Los cuerpos arrojados a los ríos dan cuenta de los excesos de la violencia en Colombia. No solo la tortura, el asesinato y la eliminación de la identidad de las víctimas, sino también la incertidumbre de los familiares que buscan a sus desaparecidos. Sin embargo, aquello que parecería ser el límite de la atrocidad es sobrepasado mediante otro tipo de prácticas. Cuando un cuerpo se rescata de un río o de una fosa común existe la posibilidad de recuperar la identidad de la víctima mediante técnicas forenses. Es decir, cuando el perpetrador del crimen elimina un cuerpo arrojándolo a un río o enterrándolo en una fosa, existe la posibilidad no solo de recuperarlo sino también de que ese cuerpo sea testigo de su propia muerte mediante las huellas inscritas en él. El problema, para los perpetradores, es que esas huellas proporcionan indicios para su acusación y judicialización. Como el cuerpo, aunque mutilado y descompuesto, tiene la posibilidad de testimoniar, los victimarios han buscado formas para que aún el mínimo indicio sea destruido. Que no queden objetos: prendas, botas, escapularios; y que no queden, del mismo modo, carne, huesos, dientes. Que todo se convierta en ceniza para que no quede ningún rastro de identidad. Desde luego, no hay ceniza sin fuego. Un relato de esa ceniza, del «hay ceniza»[1] y, por lo tanto, un indicio de ser, una presencia, se encuentra en el testimonio de John Gerardo, uno de los pintores de «La guerra que no hemos visto: un proyecto de memoria histórica», cuya experiencia se recoge en el cuadro titulado «Sin rastro» (figura 1). Allí están la experiencia traumática, la catarsis a partir de la simbolización del suceso y la activación del habla. El siguiente es el relato de John Gerardo sobre el descubrimiento de un horno crematorio y la elaboración de la pintura:[2]

Figura 1. Sin rastro

De las cenizas nacieron las flores

Este era un horno crematorio del Estado y cremaban residuos hospitalarios: jeringas, fetos, cordones umbilicales, amputaciones que hacen en los hospitales. Inclusive cuando nosotros estuvimos en tratamiento psiquiátrico, porque nosotros solo duramos una semana ahí y nos sacaron, lo primero que tuvimos fue tratamiento psiquiátrico; la psiquiatra decía que era muy exagerado lo que estábamos contando, que las tripas eran cordones umbilicales, que las manos y los pies que habíamos visto eran amputaciones que hacían en los hospitales.

Cuando yo estaba prestando servicio militar para un diciembre de 2003 me enviaron para la Base del Gualtal. En esa época la utilizaban para enviar a los soldados que se portaban mal en el batallón, los que robaban camuflado, armamento o consumían droga. Yo estaba entre los que no hacían caso, pues había tenido problemas con los comandantes. Cuando llegamos allá la orden que habían dado era que ningún soldado podía estar por allá, en lo que parecía una escombrera. A lo lejos vi un búnker largo y por fuera flores. En el desierto ver eso era como un oasis, es algo imposible, algo no cuadraba ahí. Entonces eso me causó curiosidad.

No me arrimé mucho porque había mucha gente por fuera. Estaban trabajando, estaban sacando tierra en carretas. Había carretas y gente. Yo le comenté al sargento, él llamó al batallón para informar y lo regañaron, incluso lo castigaron porque los soldados estaban por fuera. Que lo primero que habían dicho que no hicieran y era lo primero que hacían. Que mirara bien, que nosotros éramos soldados problema y peligrosos, que no debíamos tener contacto con la población civil y que no sé qué (metiendo ahí terror). Él, como era de inteligencia, sabía que cuando aquí salían soldados profesionales de inspección encontraban guacas (armamentos, fusiles, dólares, caletas). Cuando le negaron el permiso para inspeccionar él pensó que por aquí había algo grande. Él dijo —«hagámonos cargo de eso, igual ya me castigaron y me hicieron castigarlos a ustedes»—. Él no pensó la magnitud de lo que íbamos a encontrar.

Nosotros empezamos a subir y eso estaba en funcionamiento: el horno, esta motosierra estaba encima de la nevera, así como se ve ahí, o sea que estaba en uso. Nosotros primero empezamos a mirar esto, para adentro; las neveras estaban cerradas pero por fuera sí se veía sangre. El olor era muy insoportable. Imagínese el olor de carne humana chamuscada. Empezamos a recorrer para buscar explosivos. Ya después de que miramos las canecas y todo eso empezamos a mover esto y eso son cenizas y aquí todo esto era metal (hebillas…). Yo supongo que los sacaban por acá. La ceniza la botaban acá y allá lo que era metal. Aquí encontraba las tirillas de los brasieres de las mujeres, entonces supimos que había mujeres: pulseras, candongas. Por eso descubrimos que ahí iba a parar todo el mundo. Esto era ropa de marca: Pronto, Americanino, y así supimos que aquí iba a parar gente rica. Estos duros yo creo que eran los líderes o los dueños de las ollas. A las Autodefensas, como ellos confiesan, el DAS les daba la lista para ejecutarlos. Los que no eran así los encontrábamos en las bolsas. Empezamos a abrir las bolsas y ahí sí encontrábamos a los consumidores de droga, torturados y descuartizados. Unos no tenían las puntas de los dedos, la orilla de los ojos, las narices, los labios. Y estaban ya partidos en varias partes. En cada nevera había un promedio de 10 bolsas. En cada bolsa había un muerto. Las primeras bolsas eran muertos recientes, las que estaban atrás eran fosas. Y de las cenizas de los cuerpos cremados nacieron las flores que yo veía a lo lejos.

En la inspección éramos ocho. Seis están en el cuadro y dos afuera. A este lo hice vomitando, que es el Chispas y era el que tenía que hablar pues cargaba con las comunicaciones, imagínese, y fue el que menos habló. Es como lo impactante de haber estado ahí adentro. Yo soy este, le puse grado de teniente porque nunca esperábamos dar la cara acá. Yo sentía que me descuartizaban con eso, de solo imaginarme cómo sufrirían esas personas. Yo por estar acá adquirí dermatitis crónica y duré tres meses en tratamiento. El olor se me metió por dentro y la piel se me estaba pudriendo. La primera semana el olor me salía por el camuflado, por las mangas, por el cuello. Y a los 15 días empezaron a salirme unas marcas de monedas y se me comían el color de la piel y después empezaron a comer hacia abajo. Yo duré todo ese tiempo sufriendo porque no sabían qué era y empezaron a hacerme exámenes, a mandarme para Estados Unidos. Allá fue que dijeron que tenía dermatitis crónica. Me formularon unas cremitas que me duraban tres días. Solo a mí me dio eso.

Yo el cuadro ya lo había terminado, ya había hecho las cruces blancas y amarillas. Estas flores eran tan raras, eran como tocarle la punta de la oreja a un gato. Un día antes de entregar el cuadro tuve un sueño. En el sueño yo estaba en una exposición y había una señora llorando y ella quería saber quién había pintado el cuadro, que de dónde era. Y yo le pregunté que porqué quería saber. Y ella dijo que quería ir allá por una flor pues sabía ya dónde estaba el hijo. Yo tuve ese sueño y me levanté asustado y me acordé mucho de esa flor roja como una cruz; esa fue la que pinté a lo último.  Yo creo que con eso cerré los sueños y las pesadillas que tuve. Son cosas que no nos dejaban dormir; esto nos dio a nosotros insomnio crónico. Pero después de que pintábamos estos cuadros eso ya se salía de la mente, ya no volvíamos a soñar eso, ya concilia uno el sueño.”

En una investigación sobre los hornos de Norte de Santander, realizada por el periodista Javier Osuna (2015), se reconstruyen los hechos a partir de los testimonios de las familias de personas desaparecidas, así como del perpetrador que organizó esta forma de exterminio, Iván Laverde Zapata, alias el Iguano, primer comandante paramilitar que confesó el uso de hornos crematorios en audiencia pública en octubre de 2008. Los paramilitares confesaron haber reutilizado una vieja ladrillera en 2001 y, dos años después, haber construido un improvisado horno en una finca donde fueron incineradas, en total, 560 personas, según el fallo contra Salvatore Mancuso. No obstante, las confesiones de los paramilitares no concuerdan con el relato de John Gerardo y la representación de su hallazgo en «Sin rastro». Es decir, probablemente hubo hornos crematorios cuya existencia aún no se conoce. Javier Osuna se pregunta:

¿habrán más? Si es así ¿por qué no se han confesado en la Ley de Justicia y Paz?, ¿sabía el ejército de su existencia?, ¿quiénes fueron los responsables de su construcción?… la situación se hace más tenebrosa, ya que después de contemplar el horror de los hornos «Felipe» [por protección, ese fue el seudónimo utilizado por John Gerardo para dar su testimonio en ese entonces] y sus acompañantes fueron ascendidos de rango, según su testimonio, no por sus méritos, sino para comprar su silencio” (Osuna, 2015, p. 283).

Es decir, el relato y el cuadro de John Gerardo siguen testimoniando ante el silencio de los perpetradores, pues su hallazgo no fue el de la vieja ladrillera o el horno de la finca «Pacolandia», cuya existencia se registra en la confesión de alias el Iguano. Las instalaciones halladas por John Gerardo están adecuadamente equipadas: dos neveras industriales y un horno en el que se eliminaban residuos orgánicos hospitalarios, transformados por el Bloque Catatumbo de las AUC en un equipamiento para el asesinato sistemático y desaparición de cuerpos mediante su incineración. Aunque el cuadro de John Gerardo se titule «Sin rastro», en él hay evidencias sobre la atroz práctica de eliminar cualquier indicio.[3] Pero, además de la barbarie, tanto el relato como el cuadro afirman una potencia vital: de las cenizas nacieron las flores. Ahí donde hay ceniza hay una presencia: la evidencia de un indicio de ser.

La cosa y el don: dar, recibir y devolver

En nuestro contexto no es un azar que la tumba y el cementerio aparezcan de manera persistente en los trabajos de varios artistas. Ante la imposibilidad de una tumba real para miles de personas asesinadas, el arte responde sintomáticamente con la simbolización del rito funerario (Rubiano 2017). En algunos casos se ha metaforizado el cementerio mediante la presencia o la simbolización de los nichos fúnebres: «Réquiem NN» de Juan Manuel Echavarría (2006-2015), «Río abajo» (2008) de Erika Diettes, «Auras anónimas» (2009) de Beatriz González, «Atrabiliarios» (1992-1993) y «Plegaria muda» (2009-2010) de Doris Salcedo. En otros casos, las imágenes de los desaparecidos se han elevado al estatuto de cosas sagradas: «Souvenir» (2016) de Saír García y «Doble oficio por la entrega digna» (2013) de Constanza Ramírez. En otros, como «Magdalenas por el Cauca» (2008-2012) y «Suplicio-Sacrificio» (2017) de Yorlady Ruiz y Gabriel Posada, la gestualidad del dolor inscrito en la iconografía cristiana se emparenta con creencias y prácticas locales como la llorona o el animero. Iconografía que aparece, del mismo modo, en «Sudarios» (2011) de Erika Diettes, cuyo referente material (el sudario) se hace presente en la inmensa mortaja tejida en la Plaza de Bolívar con la acción «Sumando ausencias» (2016) de Doris Salcedo. En otros casos, tanto el nicho como el féretro alcanzan una escala sobrehumana, es decir, el público se encuentra alojado en algo semejante a una inmensa fosa, como en «Relicarios» (2016) de Erika Diettes (figura 2): un gran cubo negro en el que se custodian 165 pequeños cubos con cosas embalsamadas que pertenecieron a personas desaparecidas y asesinadas. Como recorriendo un cementerio, el público se inclina o mira hacia el suelo como si cada relicario fuera una lápida.

Imagen 2. «Relicarios» en el Museo de Antioquia (2016)

El procedimiento de Diettes para elaborar «Relicarios» fue similar al llevado a cabo en «Río abajo» (2008): un trabajo de campo duradero con personas que donaron cosas de sus familiares desaparecidos. La diferencia con «Río abajo» es que la donación no fue temporal sino permanente: fotografías, herramientas, cartas, peines, escapularios, muñecos de trapo, etc. Elementos que, en general, que pertenecieron a víctimas del conflicto armado y que sus familiares guardaron y atesoraron con cuidado. Objetos que alcanzaron la dimensión de lo sagrado para aquellos que las custodiaron. Sagradas porque hay algo inseparable entre la cosa y su propietario ahora ausente. Aunque muchos de estos objetos sean propiamente mercancías, algo se ha transmutado en ellos: han salido de la serie y la repetición para alcanzar su singularidad; han pasado de ser objetos a ser cosas. A partir de un enfoque Benjaminiano, Steyerl (2014) reflexiona sobre el potencial de la cosa:

Una cosa no es nunca meramente un objeto, sino un fósil en el que una constelación de fuerzas se ha petrificado. Las cosas no son nunca simples trastos inanimados, insignificantes inertes, sino que consisten en tensiones, fuerzas, poderes ocultos, todo ello en permanente intercambio. Aunque parezca una opinión que se acerca al pensamiento mágico, de acuerdo con las cual las cosas están investidas de poderes sobrenaturales, también se trata de una asunción materialista. Porque también el materialismo entiende la mercancía no como un mero objeto, sino como una condensación de fuerzas sociales.” (pp. 58-59)

Bien sean objetos o cosas, estamos en el terreno de la asignación de valores. No es azar que a las cosas depositarias de un aura Benjamin les haya asignado un valor de culto, mientras que a las cosas carentes de aura un valor de exposición, bastante cercano o semejante al valor de cambio de las mercancías. Este último permite construir equivalencias para poder intercambiar objetos de cualidades diferentes. En eso consiste la lógica equivalencial: permite intercambiar cualidades por cantidades. El valor de culto estaría más cercano al valor de uso de las cosas. Si al valor de culto le corresponden el rito, la unicidad, la autenticidad y lo irrepetible, al valor de uso le corresponden el trabajo concreto, la cualidad y la significación. De manera opuesta, al valor de exposición le corresponden la descontextualización, la masificación, la copia y la reproducción; mientras que al valor de cambio, el trabajo abstracto, la cantidad y la fetichización de la mercancía. Hay algo que se enajena tanto en el valor de cambio como en el valor de exposición, aquello que, como en un fósil, se ha petrificado en la materia: «la autenticidad de una cosa es la suma de cuanto desde su origen nos resulta en ella transmisible, desde su duración material a lo que históricamente testimonia» (Benjamin, 2012, p. 55). La singularidad de la cosa, su valor de culto, está marcada precisamente por esa testificación. Y esa marca puede hallarse en un cepillo dental, una taza, una olla o, del mismo modo, en un río, un árbol, un camino o una montaña.

Figura 3. «¿De qué sirve una taza?» y «Relicarios» (intercalados)

Como se ha tomado el caso de la donación de cosas que pertenecieron a personas desaparecidas, esto no debe llevar a suponer que la singularidad tiene que ver con algo nostálgico o sentimental, cuestiones que —desde luego— pueden estar allí presentes. La singularidad tiene que ver más bien con la experiencia y la narración, con aquello que testifica la cosa misma y aquello que se testifica a partir de la cosa; es una suerte de hallazgo forense, como señala Steyerl (2014):

La negatividad de la cosa se puede apreciar en sus heridas, en las marcas que deja el impacto de la historia (…). El campo de la medicina forense se puede entender como la tortura de los objetos, de los cuales se espera que nos cuenten todo, al igual que los seres humanos cuando son interrogados.” (p. 56)

Para dar cuenta de esto detengámonos en uno de los últimos trabajos de Juan Manuel Echavarría en colaboración con Fernando Grisalez, «¿De qué sirve una taza?» (2014).[4] Para esta serie fotográfica Echavarría y Grisalez recorrieron un territorio que en el pasado fue dominio de las FARC, sus campamentos fueron bombardeados y tomados por el ejército nacional en agosto de 2007. Casi una década después, entre la tierra y la hojarasca, fueron encontrando rastros de lo que fueran los campamentos bombardeados: desde luego vestigios del asalto (como casquillos de bala), pero también botas, una olla, una taza, un casete, un sostén, etc., es decir, utensilios indispensables para la vida cotidiana. Con respecto a la exposición «Ríos y Silencios», de la que hizo parte «¿De qué sirve una taza?», Yolanda Sierra señala algo sobre las marcas inscritas en esos utensilios hallados en la selva. Las marcas de los usos, como los golpes que recibe una olla cuando se coloca en el fogón de piedras, así como el hollín que la va coloreando, pero también las marcas que indican una posesión: la olla Imusa de seis litros marcada con el nombre del comandante del frente, «Martín Caballero»; una taza de aluminio con el apellido «Rentería»; un peine con el nombre «Reinel»; un sostén bordado con el nombre «Adela»: Rentería, Reinel y Adela, combatientes que no solo apretaron el gatillo, colocaron minas o reclutaron niños —ellos, tal vez, también reclutados en su infancia—, sino que también se cepillaban los dientes, tomaban café en la mañana, escuchaban música y cantaban, como se evidencia en uno de los hallazgos registrados en la serie: un casete con la inscripción «Te amo» en una de sus caras. Esas cosas halladas en medio de la hojarasca dicen algo sobre sus propietarios y aquello que dicen permite comprenderlos más allá de la lógica del antagonismo y de la relación amigo-enemigo:

Esta obra contribuye con la remoción de estereotipos sociales, ayuda a percibir la humanidad de los delincuentes, de las víctimas, de los responsables. Incluye la arqueología de la cultura material superando el enfoque exclusivamente militar (…) Aunque estas impecables fotografías no evidencian las motivaciones de la guerra, ni hacen apología a una ideología precisa, nos permiten transitar de los verbos «matar», «secuestrar», «torturar», «reclutar menores», a otros verbos como «bordar», «caminar», «comer», «beber», «moler maíz». En ese tránsito lo que se descubre son seres humanos que nunca han dejado de serlo.” (Sierra 2018)

En otras palabras, el hallazgo de estas cosas en medio de la selva y lo que sus marcas atestiguan dan cuenta de lo común, de la humanidad presente en los usos de las cosas. De alguna manera es a partir de las cosas que la confraternidad se presenta, que la fiesta y la celebración y, por extensión, la risa, el goce, el baile y el banquete estuvieron allí, al menos como una promesa para el día después de la guerra.[5] Las cosas convertidas en relicarios por Erika Diettes son las mismas cosas halladas por Echavarría y Grisalez en el campamento bombardeado. Y como son las mismas sería incorrecto dividir la humanidad de sus propietarios de manera antagónica: la humanidad de las víctimas y la humanidad de los victimarios. En estas obras operaría más bien la reconciliación de la humanidad mediante las cosas más modestas y esenciales, como un cepillo dental, un peine o un vestido de fiesta (figura 3). En contextos de conflictos prolongados es necesario reconocer las zonas grises, esas zonas donde las nociones antagónicas de víctimas y victimarios resultan borrosas. Una de las potencialidades del arte en contextos de violencia tiene que ver con la posibilidad de esta reconciliación por medio de lo simbólico; la posibilidad de construir relatos e imágenes que superen el odio vindicativo y la rabia retaliatoria.[6] Es decir, obras que quiebren con la repetición de los odios heredados y la reivindicación de la venganza; y esto, no mediante la negación del conflicto o la sublimación del dolor. De hecho, el dolor se convierte en muchos casos en un sentimiento que moviliza a las víctimas y crea vínculos de solidaridad. En lugar de los odios heredados resulta valioso activar los relatos de los dolores heredados. Los odios dividen, mientras que los dolores igualan, crean vínculos solidarios y formas de intercambio donde se quiebra cualquier tipo de medida, como sucedió con la donación realizada en el caso de «Relicarios».

Figura 4. Relicario en altar
Figura 5. Relicario en altar

La exposición de «Relicarios» se inauguró el 9 de noviembre de 2016 en el Museo de Antioquia. Ese día no solo se hizo pública por primera vez la obra (los 165 cubos que contienen como reliquias las cosas de personas desaparecidas y asesinadas), sino que además la artista entregó a cada donante una fotografía de cada relicario: «Mi manera de hacer de la obra un círculo completo fue devolviéndoles la imagen del relicario», señala Diettes.[7] Es decir, el día de la inauguración se realizó un intercambio que completó el círculo de donaciones. Sin embargo, ocurrió algo que no se había anticipado: la continuación de intercambios después de la inauguración, pues durante los siguientes días y semanas la artista recibió de vuelta una gran cantidad de fotografías enviadas por los donantes. Pero la fotografía enviada no era solo la del relicario, sino que mostraba la inserción de la fotografía entregada por Diettes en una práctica ritual del entorno doméstico: el altar (figuras 4 y 5). Es decir, el relicario como parte del altar en el que se le rinde culto al desaparecido. Más que lo que el arte hace con las personas, prácticas como estas enseñan lo que las personas hacen con el arte: lo integran a la vida. No mediante la elevación de la obra de arte como objeto de culto, sino mediante la nivelación de esta con los cultos practicados en la vida cotidiana: el altar doméstico.

En estos intercambios (recibir una cosa donada, devolver una fotografía del relicario y, de vuelta, recibir una fotografía del relicario en el altar) se hace evidente el quiebre de cualquier lógica equivalencial, pues la donación inicial —la que da comienzo a los intercambios— es inconmensurable. Es precisamente esta inconmensurabilidad uno de los terrenos en los que se mueve el arte en contextos de traumas colectivos e individuales: una forma de intercambio en el que se rompen los equivalenciales, pues las imágenes y los objetos han alcanzado el estatuto de cosas sagradas: «estos son mis tesoros», «la fotografía del relicario la tenemos colgada en la pared de la casa, y yo paso para allá y lo miro y paso para acá y lo miro… es sagrado para nosotros», son algunos de los mensajes que le llegaron a Diettes junto con las fotografías. Las tres gracias se presentan en estas formas de intercambio: dar, recibir y devolver. En su clásico Ensayo sobre el don, Marcel Mauss se refiere a la «fuerza de las cosas» con respecto a la obligación de que los dones circulen; es decir, que se den y se devuelvan. Ahora bien, las cosas que se donan son de distintas cualidades:

Ante todo, al menos los kwakiutl y los tsimshian establecen entre los diversos tipos de propiedades la misma distinción que los romanos, los trobriandeses y los samoanos. Para ellos existen, por un lado, los objetos de consumo y de reparto vulgar (…) y, por el otro, están las cosas preciosas de la familia, los talismanes, los cobres blasonados, las mantas de pieles o de telas blasonadas. Esta última clase de objetos se transmite con la misma solemnidad con las que se transmite a las mujeres en el matrimonio (…). Son objetos de préstamo más que de venta, y de verdaderas cesiones (…). En el fondo, esas «propiedades» son sacra de las que la familia sólo se desprende con gran pena y, a veces, nunca” (2007, pp. 167-169).

Los «Relicarios» de Diettes se hallan en el lugar de los sacra, el lugar sagrado de la consagración y lo sacrificial; así que los familiares se han desprendido de las cosas de sus seres amados en forma de don, de dádiva. En ese sentido esta obra que metonímicamente nos lleva al cementerio (cada relicario es una lápida y cada cosa que contiene trae de vuelta a quien está ausente), se fundamenta en formas de intercambio primigenias.

El paisajismo de la crueldad y la mirada forense

Lo que queda tanto en el campo de batalla (una taza, un casete, un peine), como en los hogares en los que se custodian cosas como sacra (escapularios, herramientas, osos de peluche), son las huellas que los usos han dejado inscritas sobre la materia; de ahí su humanidad. Sin embargo, otro tipo de marcas han sido también inscritas en otras cosas. Inscripciones que son, literalmente, documentos de barbarie: las marcas en el árbol de mango y la memoria unida a los árboles de tamarindo y el higuerón, marcas y relatos que testifican sobre atrocidades difíciles de imaginar. Sin embargo, allí están las huellas dejadas por las llamadas «escuelas de la muerte».[8] El tronco del árbol de mango (figura 6) testifica los hechos ocurridos en Belén de los Andaquíes (Caquetá) cuando el Bloque Central Bolívar de las AUC se tomó el pueblo en el año 2000:

Los árboles fueron lugares de tortura. En sus troncos se podía observar cortes producidos por armas blancas, huellas de quemadura, zonas de ahumamiento y proyectiles de armas de fuego incrustados en sus tallos (…) allí colgaban a las personas y las exponían a altas temperaturas ambientales de la zona (…). Sobre sus cuerpos se entrenaban los aprendices, lanzando cuchillos a las personas para causarles daño pero no la muerte, les ponían una lata de salchichas sobre sus cabezas y entrenaban tiro al blanco, extraían sus dientes con alicates y quemaban sus caras e incluso sus genitales con insecticidas en aerosol (…). Las personas que llegaban agonizantes provenientes de la casa cural/calabozo eran decapitadas y desmembradas sobre otro pedazo de tronco diseñado para ese fin” (Centro Nacional de Memoria Histórica, 2014, pp. 53-55).

Imagen 6. El árbol de mango

En el árbol de mango han quedado grabados los machetazos y los tiros. La fotografía fue tomada por la antropóloga forense Helka Quevedo, cuyo informe sobre las escuelas de la muerte se recoge en el libro Textos corporales de la crueldad. La portada del libro es la fotografía de un salón del colegio Gerardo Valencia Cano de Puerto Torres, Caquetá. El salón está sin techo y el tablero carcomido por los elementos del desastre (figura 7). Tanto tronco del árbol como el salón de clase son evidencias de la masacre y el desplazamiento forzado. La fotografía del tronco ha sido tomada como material probatorio, como evidencia forense.

Figura 7. Colegio Gerardo Valencia Cano de Puerto Torres, Caquetá

En Colombia territorios enteros han sido marcados y nombrados por la violencia: masacre de Mapiripán (1997), masacre de Ciénaga (1998), masacre de Curamaní (1999), masacre de Tibú (1999), masacre de Yolombó (1999), masacre de El Salado (2000), masacre de El Chengue (2001), masacre de El Naya (2001), masacre de Corinto (2001). Nombres de poblaciones que en muchos casos conocemos por primera vez a partir de la masacre. Un verdadero paisaje de la violencia. Con respecto a la «Guerra que no hemos visto», Yolanda Sierra señala que allí no solo está dicha guerra sino también el territorio que no hemos escuchado nombrar, el paisaje que no sabíamos que existía. En una de las pinturas de esa serie, titulada «El corazón» (Figura 8), Henry relata los hechos acontecidos en La Novia, un pequeño pueblo ubicado a la orilla del río Fragua en el departamento de Caquetá. El pueblo era un punto de comercio cocalero donde no había casas de familia sino bares, discotecas, galleras, restaurantes y moteles. Por el río Fragua navegaban deslizadores con bultos de dinero; en una ocasión con 2000 mil millones de pesos para la compra de coca por parte de la guerrilla. Los paramilitares se enteraron de la transacción y emprendieron la búsqueda del dinero. En el pueblo se dio un enfrentamiento entre los dos bandos en medio de la población civil, la cual fue tomada para obtener información por medio de la tortura. «El corazón» fue pintado en 2008. Nueve años después Juan Manuel Echavarría viajó a La Novia con su equipo y con Henry para que relatara nuevamente lo ocurrido en 2003. En la pintura compiló los hechos en un plano picado para dar cuenta tanto del territorio como de los hechos específicos. Echavarría fue a La Novia para registrar con un dron el territorio. Resulta sorprende la exactitud de la pintura de Henry con respecto al territorio real, incluso en detalles como calles, número de casas y hasta árboles. Mientras Henry relata en off los acontecimientos, la cámara de video repite el procedimiento usado en la pintura, esto es, planos picados para mostrar el territorio y los detalles del relato:

Aunque la pintura está compuesta de 8 paneles en los que se muestra la confrontación entre los bandos, incluso el sobrevuelo de un helicóptero militar, el núcleo del relato se concentra en el panel 6 mediante un recuerdo propiamente traumático. La memoria de Henry está unida al territorio y el paisaje con el que se vincula la narración de un acontecimiento atroz. El video —realizado por Echavarría años después— culmina encuadrando el árbol de higuerón donde torturaron y asesinaron a una persona: «Luis Cardona, campesino de esa región, fue asesinado en 2003 bajo este árbol de higuerón a orillas del río Fragua en las afueras de La Novia, Caquetá».

La guerra que no hemos visto es también el territorio que no habíamos escuchado nombrar, que no sabíamos que existía y, ahora que se nombra, queda vinculado a una existencia atroz. Un verdadero paisajismo de la crueldad ha quedado plasmado en esa serie de pinturas, cuyas imágenes no son alegóricas sino reales, testimonios en los que se indican lugares, hechos y tiempos, al igual que en la fotografía del árbol de mango tomada por Helka Quevedo.

Figura 8. «El corazón»
Figura 9. «El corazón» (detalle)

Desde luego, los árboles resultan funcionales para los perpetradores de tales hechos: permiten colgar a sus víctimas y dan sombra mientras los torturan y ejecutan. Pero esos mismos árboles han sido lugares de encuentro de la comunidad; no cualquier árbol sino justamente el mismo donde se realizan las ejecuciones. La memoria de la comunidad con frecuencia se refiere a ellos; por tanto, son árboles con alta carga simbólica.[9] El 11 de marzo de 2000 las AUC realizaron una masacre en la vereda Las Brisas del municipio de San Juan Nepomuceno, la región de los Montes de María en el departamento de Bolívar. Con machetes y armas de fuego asesinaron, con lista en mano, a 12 campesinos a quienes acusaban de ser colaboradores de la guerrilla. La masacre fue cometida en un árbol de tamarindo muy significativo para la comunidad, pues junto a él se realizaban fiestas o reuniones para tratar asuntos de la vereda. Después de la primera sentencia de Justicia y Paz contra alias Juancho Duque, quien lideraba uno de los frentes del Bloque Héroes de los Montes de María, la comunidad de Las Brisas se percató de que no nombraban la masacre cometida en su vereda. Como una forma de construir memoria sobre los hechos, Rafael Posso, uno de los habitantes de la vereda, comenzó a realizar unos dibujos que daban cuenta de la masacre:

En el tamarindo hacíamos encuentros culturales y deportivos. Ahí se tomaban decisiones, se enamoraba, se divertía. En la masacre colgaron del árbol a José Mercado y le cortaron los gemelos para sacarle información. ¿Para que dijera qué? No sabía nada, pero decían que nos mataban por guerrilleros. Cuando la esposa lo recogió al otro día, un paramilitar le dijo: «Mírelo, pero no llore»” (Sánchez 2018) [figura 10].

Los relatos sobre la masacre los conoció Juan Manuel Echavarría recorriendo la región de los Montes de María, en cuyos recorridos fotografió una gran cantidad de escuelas abandonadas. Diez años después de la masacre Echavarría fue invitado por la comunidad para ser partícipe de la conmemoración. Mientras se dirigía a Las Brisas, los campesinos que lo acompañaban le contaron la historia del tamarindo, lo importante de ese árbol para la comunidad y las infamias que se cometieron a su lado. Toda la memoria de la masacre está anclada al tamarindo. Sobre el desplazamiento de la población, alguien le dijo el día de la conmemoración: «Nosotros nos vinimos el tronco, allá se quedaron las raíces». (Echavarría 2018, 150) A partir de ese testimonio Echavarría decide tomar una foto del tronco de tamarindo (figura 11), que dos años después, en otra conmemoración, lleva para obsequiárselas a cada una de las familias de los 12 campesinos masacrados. Liliana Posso, familiar de tres de las víctimas de la masacre, dice lo siguiente:

Yo nací en Las Brisas, y tengo recuerdos muy lindos con el tamarindo, y cuando niña jugaba debajo del tamarindo. Por eso, yo lo puedo poner en el salón de mi casa [la fotografía de Echavarría]. En cambio, los dibujos de Rafael, mi marido, que los aprecio enormemente, son muy fuertes, no podría vivir con la tragedia permanentemente en el salón de mi casa. El tamarindo es otra cosa, también está lleno de vida, no es solo un árbol de la muerte.” (Echavarría 2018, 150)

Figura 10. Dibujo de Rafael Posso
Figura 11. Testigo mudo

Al igual que con las fotografías de los relicarios ubicados en el altar doméstico, Liliana Posso le envió una fotografía a Echavarría con el tronco del árbol de tamarindo colgado en la pared de su sala junto con las fotografías de sus familiares masacrados: dar, recibir y devolver. Teniendo en cuenta las obras analizadas, es necesario relacionar cierta disposición de la mirada artística con respecto a la mirada que el forense dirige hacia los objetos, una indagación que busca hacerlos hablar. En la práctica artística este enfoque se ha llamado «estética forense», una práctica que va del trabajo con el testigo y la creación documental hasta la búsqueda de pruebas materiales que se visibilizan en foros públicos, es decir, un tránsito de lo «crítico» hacia lo «investigativo».[10] No obstante, en las obras reseñadas en este texto no se da propiamente esto último, es decir, su objetivo final no es la producción de material probatorio sobre violaciones a los derechos humanos. Sin embargo, y es el matiz consignado líneas arriba, hay una disposición de la mirada en estos artistas que colinda con la mirada forense: una emergencia en la que las personas como las cosas testimonian sobre los acontecimientos atroces de la violencia en Colombia.

Notas sobre un encuentro improbable: el arte como símbolo

En Crítica de la economía política del signo (2002), Baudrillard ajusta cuentas con el economicismo y la reducción de las formas de intercambio a los valores de uso y de cambio. Es decir, un materialismo que deja por fuera cualquier forma de intercambio no mediado por el interés. La respuesta de Baudrillard será sumar dos valores: el de signo y el simbólico. El valor signo está unido al prestigio, a la lógica diferencial del consumo, al gasto: «una riqueza manifestada, y una destrucción manifiesta de la riqueza» (2002, p. 122), cuyo ejemplo elocuente se encuentra en la subasta de la obra de arte: «un campo competitivo de destrucción del valor económico en beneficio de otro tipo de valor» (p. 123): la competición agonística para apropiarse del valor signo de la firma que reviste de singularidad a la obra. Nada de esto hace referencia al valor simbólico del arte. El valor signo que persigue la subasta aún se mueve en la lógica equivalencial, aunque sea a costa de destruir tanto el valor de uso como el de cambio; una acción fascinante vinculada con formas arcaicas de intercambio, como el potlatch. El valor simbólico de la obra de arte, por el contrario, tendría que ver con aquello que escapa a esta competición: «El goce estético (…) los valores llamados absolutos (…) lo que se deja a quienes no pueden llegar hasta el potlatch privilegiado» (p. 135). El excedente de la obra de arte sería el goce completamente inútil que proporciona: no apropiarse de la obra sino contemplarla de manera distanciada y desinteresada. Es decir, el modelo de goce artístico transmitido por Baumgarten, Kant y Schiller, que resuena en estéticas recientes como la de Rancière, o en reflexiones que enseñan el desinterés de algunas formas de intercambio: «Tomar no ha bastado jamás al goce. Es preciso poder recibir, dar, devolver, destruir (…) de ser posible, todo junto» (p. 256).

¿Nos hemos encontrado con algo semejante a lo largo de este recorrido? Visto rápidamente se podría suponer que no, que las obras que se han referenciado están estrechamente unidas a algunas funciones (usos), independientemente de la intencionalidad del artista: la elaboración del duelo, la tramitación del dolor, la denuncia, la concientización, la conmoción sensible, etc. Sin embargo, se han venido mostrando intercambios que exceden cualquier forma de interés, como las donaciones: dar, recibir y devolver; es decir, una práctica que despliega el valor simbólico del arte. Por esa misma vía quisiera recoger un relato en el que una obra opera como el símbolo que permite un encuentro improbable, un encuentro que muestra los excedentes indeterminados y el carácter abierto de la obra de arte. El encuentro, aunque improbable, finalmente ocurre. Un encuentro en el que dos personas que nunca se habían visto logran reconocerse. Una de ellas tiene referenciada a la otra por su alias, pero no tiene una imagen que permita identificarlo. Cuando el encuentro azaroso de estas dos personas finalmente acontece, una de ellas reconoce a la otra. ¿Cómo no recordar en este punto la reflexión de Gadamer sobre el símbolo, cuando se pregunta, precisamente, por la actualidad de lo bello en el arte?

¿Qué quiere decir símbolo? Es, en principio, una palabra técnica de la lengua griega y significa «tablilla de recuerdo». El anfitrión le regalaba a su huésped la llamada tessera hospitalis; rompía una tablilla en dos, conservando una mitad para sí y regalándole la otra al huésped para que, si al cabo de treinta o cincuenta años vuelve a la casa un descendiente de ese huésped, puedan reconocerse mutuamente juntando los dos pedazos. Una especie de pasaporte en la época antigua; tal es el sentido técnico originario de símbolo. Algo con lo cual se reconoce a un antiguo conocido” (Gadamer, 1991, p. 39).

Un símbolo es aquello en lo que se reconoce algo. Y, al reconocerse, se conforma una unidad de sentido. La conformación de esta unidad se da mediante el encuentro entre el espectador y la obra de arte, entendiendo al espectador como un co-creador que construye activamente sentido (Gadamer, 1991). Sin embargo, el encuentro que permite el reconocimiento puede ser propiciado de muchas maneras. En la tragedia, por ejemplo, la función de la anagnórisis permite que un personaje pase de la «ignorancia al conocimiento, y, por tanto, a la amistad o al odio» (Aristóteles, 2011, p. 53). Aunque no estemos hablando de la tragedia (por lo menos de manera metafórica), la pauta aristotélica resulta diáfana para dar cuenta del encuentro que nos compete: «y puesto que el reconocimiento es reconocimiento de individuos, hay reconocimientos en los que sólo uno reconoce al otro, cuando se vuelve evidente quién es el otro; pero a veces es preciso que ambos se reconozcan mutuamente» (Aristóteles, 2011, p. 54).

Jefferson, un exparamilitar que se acogió a la Ley de Justicia y Paz, trabajó en dos ocasiones con la Fundación Puntos de Encuentro para el montaje de «La guerra que no hemos visto. Un Proyecto de Memoria Histórica» (Rubiano 2018). En la segunda ocasión participó como montajista y guía de la exposición «Ríos y Silencios», realizada en el MAMBO. Mientras Jefferson pinta el cubículo donde se proyecta el video «El corazón», relatado por Henry, escucha una voz en off que dice: «La Novia y La Novia y La Novia y el combate con paramilitares»:

Cuando yo oigo eso, me paro y digo: yo estuve ahí. Yo quiero conocer a la persona que está contando, porque para que la narre de esa manera tuvo que haber estado ahí. Eso fue como un miércoles, y el sábado cuando llegamos a la inauguración, don Juan Manuel me dice, «Él es Henry, él es quien pintó el cuadro». Y yo le pregunto: ¿cuál era tu alias? Y cuando él me dice «Caliche» se me erizó la piel… Y le dije: Caliche, a usted estuvimos buscándolo casi tres años para matarlo. Porque esa era la consigna, matarlo… Nos dimos la mano y nos abrazamos. Eso fue un momento súper. Alguien me dijo: «¡Cómo así que usted se abrazó con un guerrillero!». No. Primero, él ya no es guerrillero; y segundo, yo ya no soy un paraco [el auditorio prorrumpe en aplausos]. Y me abracé con Caliche y sentí que el abrazo fue fraternal. Fue desde acá [se señala el estómago], visceral. Definitivamente, todo lo que él decía era verdad. Alguien me preguntó: «¿Y si es verdad lo del corazón?». Y le dije: yo no estuve en la muerte de ese señor, pero muy seguramente fue verdad porque eso era una práctica de los paramilitares. Eso que cuenta Caliche es real. No omite ningún detalle” (Jefferson, 2018).

El primer encuentro resulta extraordinario: una voz indeterminada relata algo que interpela a Jefferson mientras pinta el cubículo donde se proyecta el video. Una interrupción súbita que lo lleva de vuelta al pasado de la guerra mientras colabora con el montaje de una exposición. El segundo encuentro es bastante improbable: que se tope con un enemigo del pasado cuyo objetivo era su aniquilación. El primer reconocimiento ocurre por deducción, los acontecimientos que se narran; el segundo por una señal: el alias de Henry como combatiente. En muchos de los trabajos que hemos venido analizando hay cosas que exceden la forma, la materia y el tema de las obras. Es aquello que potencialmente irrumpe e interpela tanto a los participantes como a los observadores. Sin buscarlo, Jefferson y Henry se encuentran; el uno reconoce al otro como un antiguo enemigo: un tránsito de la ignorancia al conocimiento y, por tanto, a la amistad o al odio, dice Aristóteles al referirse a la anagnórisis de la tragedia, momento en el cual se produce el desenlace del conflicto. En este caso, los viejos enemigos se estrechan en un abrazo fraterno. ¿No se concentra en este abrazo aquello que hemos querido dar a entender por otros medios?, ¿no es este el tránsito del odio vindicativo a la reconciliación?, ¿no es este un ejemplar caso en el que el conflicto armado se narra desde otra matriz? En lugar de los odios heredados encontramos allí los dolores heredados como una forma de reconciliación, y en este caso no el dolor de las víctimas sino el de los perpetradores, quienes han padecido también los desastres de la guerra: «lo peor que me pasó en la vida fue ese combate. Fue muy difícil para mí. Y hoy estar contando la historia con la persona con la que yo estuve en ese combate, para mí es importante» (Ibid.).

Con «El corazón» habíamos confiado en el testimonio de Henry. Ahora, este resulta ratificado por la narración de otro testigo presencial, Jefferson. Ambos relatos descansan en la legitimidad conferida al testimonio como superstes: el habla de los sobrevivientes. Por otro lado, «El corazón» opera como la tessera hospitalis, la tablilla del recuerdo por medio de la cual dos antiguos conocidos logran reconocerse; un reconocimiento en el que se da una actualización de las partes. Sin proponérselo, los talleres de pintura de «La guerra que no hemos visto» terminaron por construir memoria del conflicto armado y por crear un espacio en el que los enemigos conformaron una comunidad de intercambios. Porque aunque el encuentro de Jefferson y Henry resulta completamente singular, los intercambios realizados en los talleres, y en las exposiciones son una prueba de lo que los procesos de simbolización pueden: en este caso, la posibilidad de reconciliación; en otros, la posibilidad de ritualizar la muerte de aquellas víctimas para las que no hay sepultura ni rito funerario, como en el caso de «Relicarios» de Erika Diettes.

 

Elkin Rubiano

Publicado originalmente en la revista {Común-A} Vol. 2 No. 2

 

Referencias

Baudrillard, J. (2002). Crítica de la economía política del signo. Madrid: Siglo XXI.

Benjamin, W. (2012). La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica. Madrid: Abada.

Centro Nacional de Memoria Histórica. (2014). Textos corporales de la crueldad: memoria histórica y antropología forense. Bogotá: Autor.

Derrida, J. (2009). La difunta ceniza. Buenos Aires: La Cebra.

Echavarría, J. M. (2018). Juan Manuel Echavarría: Works. Barcelona: RM Verlag.

Gadamer, H.-G. (1991). La actualidad de lo bello. Barcelona: Paidós.

Jefferson. 2018. «El rol del arte y la cultura en la construcción de la verdad». Bogotá, Universidad Externado de Colombia, agosto 16. Registro fonográfico.

Mauss, M. (2007). Ensayo sobre el don: forma y función del intercambio en las sociedades arcaicas. Buenos Aires: Katz.

Orozco, Iván. (2003). La posguerra en Colombia: divagaciones sobre la venganza, la justicia y la reconciliación. Indiana: University of Notre Dame Press, Kellogg Institute.

Osuna, Javier. (2015). Me hablarás del fuego: los hornos de la infamia. Bogotá: Ediciones B.

Rubiano, Elkin. (2006). “Tres aproximaciones al concepto de cultura: estética, economía y política”. Signo y pensamiento 25 (49), 112-135.

Rubiano, Elkin. (2017). “Las víctimas, la memoria y el duelo: el arte contemporáneo en el escenario del postacuerdo”. Análisis Político. N°90, mayo-agosto: 103-120.

Sánchez, N. (2018, 12 de marzo). Dibujos para no olvidar la masacre paramilitar de Las Brisas, El Espectador. Recuperado desde https://colombia2020.elespectador.com/territorio/dibujos-para-no-olvidar-la-masacre-paramilitar-de-las-brisas

Sierra, Yolanda. (2018) “¿De qué sirve una taza?”, conferencia. Bogotá, Museo de Arte Moderno de Bogotá, enero 20. Registro fonográfico.

Steyerl, Hito. (2014). Los condenados de la pantalla. Buenos Aires: Caja Negra.

Weizman, E. (2017). Forensic Architecture: hacia una estética investigativa. Barcelona: Museu d’Art Contemporani de Barcelona, Museo Universitario Arte Contemporáneo.

[1] «Lo incinerado ya no es nada salvo la ceniza, un resto cuyo deber es no quedar, ese lugar de nada, un lugar puro aunque se esconda», plantea Derrida (2009, p. 23). Puro porque es el fuego el consume la cosa hasta reducirla a ceniza. Sin embargo, aunque se busque eliminar todo rastro, afirmar «hay ceniza» quiere decir que hay un lugar, aunque se esconda. Es decir, que aún queda un rastro de lo sin rastro: «El ser sin presencia no ha sido ni tampoco será ahí donde hay ceniza y donde hablaría esa otra memoria. Ahí, donde ceniza quiere decir la diferencia entre lo que resta y lo que es» (Derrida, 2009, p. 25).

[2] Este relato se construye a partir de una entrevista realizada por Elkin Rubiano a John Gerardo el 2 de enero de 2018 en el Museo de Arte Moderno de Bogotá, con ocasión de la exposición «Ríos y Silencios» de Juan Manuel Echavarría. John Gerardo fue uno de las guías de dicha exposición, realizada entre el 21 de octubre de 2017 y el 31 enero de 2018.

[3] No solo convertir un cuerpo en cenizas, sino también desaparecer las cenizas mismas: «Amenazados de muerte por sus superiores, también intimidados, los hombres del Frente Fronteras tomaron la decisión de desaparecer las cenizas de los cuerpos calcinados: “Se quemaba totalmente todo, a eso se le echaban un balde o tres de agua y eso se volvía nada”» (Osuna 2015, 47).

[4] «El título de esta serie viene de un grabado de Francisco de Goya en Los desastres de la guerra (1810-1820). Reúne vestigios de 18 campamentos de los Montes de María (departamentos de Sucre y Bolívar) a los que llegué con Fernando Grisalez. Los campamentos fueron de las FARC-EP, la mayoría de ellos bombardeados por el ejército. Nuestros guías habían peleado en la guerra y conocían su ubicación (…) El proyecto continúa». (Echavarría 2018, p. 168).

[5] «Pero el objeto más sorprendente, el más inesperado, fue el vestido de una niña enterrado en la hojarasca. Al desenterrarlo, pensé que podía ser el vestido para una niña de unos 8 años. Un vestido bordado con flores ya descoloridas. Bordado con mariposas desteñidas, ¡era un vestido de fiesta para una princesa! Y esto en la cima de un campamento de las FARC en las Aromeras de los Montes de María, bombardeado por el ejército». Extracto del diario de viajes de Juan Manuel Echavarría, domingo, 30 de abril de 2017.

[6] Uno de los retos de la justicia transicional tiene que ver con este aspecto: «No es fácil cuantificar el odio. No es fácil saber cuántos son los que odian, ni cuál es la intensidad de su odio, ni de qué manera se retroalimentan el odio y la guerra. Asumo, sin embargo, y en general, que mientras mayor sea el número de víctimas dejado por la guerra, y mientras mayor sea la injusticia asociada a los procesos de victimización, mayor será el acumulado de odio en la sociedad. Asumo igualmente que las guerras irregulares (…) producen más odio y ofrecen mejores condiciones para la proliferación de vengadores y de retaliaciones que las guerras regladas. En ese sentido, la guerra colombiana, sobre todo en cuanto a confrontación no reglada y altamente degradada entre guerrillas y paramiliatres, constituye un espacio ampliamente habitado, si no gobernado, por el odio vindicativo y la rabia retaliatoria» (Orozco, 2003, p. 9).

[7] «Erika Diettes presenta su obra “Relicarios” en el Museo de Antioquia», El Tiempo, 16 de enero de 2017.

[8] «En los cadáveres de las 36 víctimas exhumadas fue posible ver la expresión del mal, de un perverso ejercicio de poder en el que se instrumentalizó a las víctimas —vivas y muertas— para ser objeto de aprendizaje y entrenamiento de los alumnos de la Escuela de la Muerte. Sobre estos cadáveres se inscribe la memoria de unos hechos que dejaron marcas y señales» (Centro Nacional de Memoria Histórica, 2014, pp. 101-102) «La Escuela de la Muerte adoptó la dinámica propia de un centro de enseñanza cualquiera. Había clases, y en esas clases había ‘estudiantes’ y ‘profesores’ (…) Los ‘profesores’ enseñaban a los alumnos a trotar, a formar y a disparar. A torturar y desmembrar se aprendía en la práctica» (Centro Nacional de Memoria Histórica, 2014, pp. 140-141).

[9] Mientras escribo sobre el higuerón, así como cuando conocí el relato en el video mencionado, automáticamente vino a mi memoria una canción popular colombiana, un vallenato que se escucha y se baila en las fiestas tradicionales, «El higuerón» del Binomio de Oro. La canción es una historia de amor en la que el higuerón es el testigo del encuentro de los amantes. Metafóricamente se habla de una muerte y de cortar algo con una tijera, lo que desde luego me resultó inquietante teniendo en cuenta el relato de Henry: «Debajo debajo del higuerón, debajo del higuerón/ Debajo debajo del higuerón donde siempre te esperaba/ Allí me diste tu amor, yo también mi amor te daba/ debajo del higuerón/ llora, llora corazón, dale un consuelo a mi alma/ debajo del higuerón, donde siempre te esperaba (…) No busques negra, que yo me muera/ como me dejas, pasando penas (…) Ay, me tiene entusiasmao/ me tiene enamorao/ me tiene alborotao/ me tiene acoquinao/ la voy a cortar, sua, sua, sua, con la tijera/ la voy a cortar, sua, sua, sua, con la tijera»: https://www.youtube.com/watch?v=KJSPVf7b3Fs

[10] El proyecto «Forensis Architectute», liderado por el arquitecto Eyal Weizman, tiene ese propósito: «A fecha de hoy ya no basta con criticar las políticas de la representación. Yo no he renunciado a la incertidumbre, a las contradicciones, a las ambigüedades. Nuestra idea de la verdad no es una verdad positivista, sino la de una verdad que se construye pragmáticamente con todos los problemas de la representación. La producción de pruebas depende de la estética, de la presentación y de la representación (…) En el contexto de los derechos humanos, que arranca en los años sesenta y setenta, los testimonios personales de los supervivientes se convirtieron en algo más que fuentes de información acerca de lo que había ocurrido: llegaron a ser consideradas un valor en sí mismos.  Esta sensibilidad por los derechos humanos evolucionó en paralelo a la representación artística y documental. Todo un aparato cultural/intelectual se amoldó a la complejidad del trauma y la memoria a través de la teoría, el arte y el psicoanálisis (…) Lo que dio en llamarse la era del testigo dio nuevas formas a las sensibilidades, pero también terminó individuadizando y, por lo tanto, despolitizando situaciones colectivas. En lugar de trabajar para el cambio político, nos pedían que expresáramos empatía con las víctimas. El giro forense no da la espalda al testimonio (…) sino que, en esencia, busca respaldar hilos más investigativos en el trabajo político y los derechos humanos» (Weizman 2017, p. 28-30).

1 comentario

Excelente trabajo el del profesor Elkin Rubiano. Su capacidad para mantener el interés del lector es sorprendente. El tema es fuerte en tanto trata con las practicas artísticas en el contexto brutalista que ha caracterizado la guerra de masacres en Colombia, pero es muy admirable el ritmo sostenido que consigue en cada párrafo y el uso de un lenguaje que sin perder robustez lo hace accesible a un lector lego en estos conmovedores asuntos. Felicitaciones a Esfera Pública y a todas las personas que la hacen posible. Sus artículos son de elevada calidad y los autores cada vez se esfuerzan por estar a la altura de las circunstancia en cada publicación. Un saludo y adelante con sus estupendas publicaciones que tal como en el poema de Jorge Zalamea ¡Crece la audiencia!