“Labor” es la obra de la artista colombiana Juliana Góngora, producto de su residencia en el espacio Flora Ars+Natura
Por estos días retomé la lectura de Pedro Páramo, la única novela del mexicano Juan Rulfo. Y Rulfo siempre me ha fascinado, con sus visiones del desierto, de la lluvia; de lugares que se encuentran habitados y deshabitados a la vez, en donde las sombras de algo que ya no está coexisten con las voces del presente. Rulfo recrea atmósferas que huelen, que se sienten: el viento y el sol son tan protagonistas como los personajes que habitan las historias.
Algo así sentí al entrar en contacto con Labor (2016), la obra de la artista Juliana Góngora. Se trata de una presencia viva, reciente, que dialoga con un pasado familiar que ya no existe. Las piezas de la exposición (que detallaré más adelante), establecen un límite entre los vivos y los muertos en un gesto de conservación y nostalgia ante la ausencia de un otro imaginado.
Sal, piedra, cuero, arroz y madera son los materiales que componen el panorama de Labor. Es la tierra campesina.
Un muro, una puerta, una piedra, una cama
Luego de la cocina, en donde la sal da sabor y ayuda a conservar los alimentos, el segundo encuentro con la sal puede ser el mar. Allí los gránulos huelen, saben, se sienten. La sal está en el agua y dispersa en la arena; es una sal que se mueve, se pierde entre los dedos y se arrastra con la fuerza del viento y de las corrientes oceánicas, más allá del mar.
La sal es la materia principal de una de las obras de Juliana: un muro grueso que se erige alto y contundente, y que en la parte superior perfila un horizonte hecho de las elevaciones causadas por la densidad y la presión del material. El muro brilla por el efecto de la sal que se cuela por la superficie, y ese brillo le da una apariencia extraña, un poco misteriosa. ¿Qué quieren decir las formas que se dibujan en la superficie? No dicen nada, solamente son; aparecen como los accidentes de la naturaleza (accidente en su sentido más geográfico), a los que el ser humano les da un significado de belleza.
Este muro que se conecta con el vídeo de la puerta de la casa del abuelo de Juliana en el Tolima, hace parte de la casa como producto del trabajo campesino. A ambos les aflora el trabajo de las manos de los hombres, encargados por cultura de los trabajos pesados. Tanto el muro como el vídeo de una puerta abierta en la que sólo habitan los ruidos del fondo y las sombras que se insinúan en una pared, hablan de una extinción. Hay algo de esa morada campesina que ya no existe, que ha claudicado ante el poder del tiempo y los embates de la modernidad en la construcción arquitectónica. Hay una nostalgia del espacio y de las personas que habitan esos espacios.
Una piedra en el suelo me da la sensación de ser una lápida sin texto; un marco fúnebre al que no le tallaron letras, recuerdos del vivo. Es un objeto al que la artista le concede el aspecto de ruina: la cal viva ha erosionado parte de esa piedra que, además, se llama Labor. Es una superficie topográfica, la fotografía de una elevación. La fuerza de este objeto radica, de nuevo, en lo que calla y a lo que llega de manera accidental: la polivalencia de sus posibles significados como ruina, como ausencia, como paisaje topográfico, como lápida, como descubrimiento químico del efecto de la sal. Si antes la sal aparece como conservación y fortaleza, acá la cal viva y el agua revisten la obra de un carácter corrosivo y devastador.
Labor termina con la pieza que a mi juicio es la más interesante, sensual en su aparente soledad. Se trata de una cama tradicional para climas cálidos que se llama Cuja. No deja de resultar extraño ver un objeto útil doblemente adormecido: de un lado, la fuerza del tiempo lo aleja de su utilidad y lo vuelve un objeto obsoleto reemplazado por el colchón y las camas modernas; por otro lado, esta cuja está insuflada por una presencia de museo que la pone en el lugar de pieza casi antropológica y de evocación.
En un viaje a Tame (Arauca) cuando tenía diez años, vi una cuja en una casa campesina. Era un armazón de madera y cuero viejo, tan usada que se quedó sin el pelo del animal. Daba la apariencia de ser una piel grasa, casi transparente. Sentí el olor a cuerpo mojado, a casa sin luz. En una evocación presente, esa cuja y el espacio que la contenía me suenan a la una imagen prefabricada de un tipo de pobreza o ruralidad bastante romantizadas. En esa casa de Tame, a mis diez años, me quedé de pie bajo el marco de la puerta de esa habitación; no pude entrar, mucho menos sentarme en la cuja. Estaba abatido por una extraña sensación de respeto. Era la cama de un anciano y a uno le dicen que hay que respetarlos de manera especial, casi reverencial, y por extensión hay que hacer lo mismo con los objetos que les pertenecen. “Ver y no tocar”.
Así mismo, esta obra de Juliana me aleja y me acerca. Está la memoria agradable del pasado; está la sensación de observación de una pieza diseñada para ser bella: un elegante soporte de madera con un cuero que conserva completos los pelos del animal. Y sobre ella un elemento que deja entrever las manos de la labor femenina: una manta porosa tejida con granos de arroz.
En esta Cuja el cuerpo no se ve, el sudor de un hombre o de una mujer no aparece impreso en el cuero porque esa presencia solamente se cuenta, se supone por ejercicio de evocación. Pero ¿qué del arte no es en cierta medida una evocación?
En Labor están sobre la mesa presencias y ausencias, fuerzas femeninas y masculinas en el acto de creación. También resulta fascinante la absoluta conexión que la obra de Juliana logró con las texturas, colores y humedad del espacio de Flora, lugar donde la artista concibió su proyecto en su estancia de residente. Todo esto me hace pensar que hay algo de vida contundente, de ceremonial y de inerte en esta obra de Juliana. Una evocación un poco mortuoria. En medio de la quietud de toda la obra, es evidente la labor como esfuerzo de las manos –aquí tan diferenciada entre unos supuestos ellos y ellas- para construir el muro, la cuja, la piedra y la manta. Aparece la mano de la artista con el preciosista gesto de la memoria, el gusto por el detalle y por la paciencia, la belleza y el anhelo familiar.
Juliana tiene una pregunta muy grande por su padre, por su abuelo, por la casa familiar en donde conviven los rastros de la labor de hombres y mujeres, y va en la busca de un tiempo que se le apareció entre memoria oral, fotografías tomadas por ella y dibujos de su padre recordando la cuja del abuelo.
“Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo”, dice Juan Preciado cuando, en honor a la memoria de su madre, decide emprender su viaje hacia un pueblo remoto en búsqueda del héroe olvidado.
Edward Salazar