Imagino que para los lectores a quienes me dirijo Avelina Lésper no es una desconocida. Pero por si acaso voy a trazar muy brevemente su semblanza: es una crítica de arte mexicana que se caracteriza por mantener una postura de rechazo radical a todo lo moderno-contemporáneo. Es decir, Avelina es al arte de los dos últimos siglos lo que los Creacionistas a Darwin con su Teoría de la Evolución y toda la ciencia que se desarrolla a partir de ella, o los Terraplanistas a Cristóbal Colón y su viaje por la (para ellos) incurva superficie del océano Atlántico.
Los que nos interesamos por el arte, sea por motivos profesionales, por afición o por aburrimiento, no nos la hemos tomado nunca en serio. Los recursos que utiliza son fáciles y la conclusión final absurda: que el mundo de hoy es peor que el pretérito. Pero su discurso funciona, en el sentido de que gana adeptos y crea opinión, porque ayuda a convertir en odio las inseguridades que se derivan la la ignorancia. Un truco muy viejo sobre el que se han montado todas las fes religiosas y políticas de la historia, con consecuencias que conocemos demasiado bien.
Sus argumentos parten además de hechos obvios. Gran parte del arte contemporáneo es perfectamente prescindible. No hace falta ser un experto para darse cuenta de que el 99% de la producción artística actual está destinada al olvido, porque son pastiches, juguetes para ricos o meros bodrios. No sé si esto es bueno o malo, simplemente es así. Tampoco estoy seguro de que en otros tiempos haya sido distinto. Mal arte lo ha habido siempre, pero el que conservamos es aquel que, desde nuestra perspectiva, ha alcanzado el grado de excelencia. Quizás en el futuro lo desprecien. El crecimiento del mercado ha provocado no sólo una espiral inflacionista en los precios (de algunos), sino una sobreproducción de objetos artísticos. Pero tampoco estoy seguro de que esto sea malo, porque nos indica que hay muchas personas en el mundo que tienen una casa, recursos suficientes para adquirir bienes más o menos superfluos y suficiente educación como para necesitar algún tipo de satisfacción cultural o para dedicarse al arte. No siempre ha sido así.
El problema de sujetos como Avelina es que ven los síntomas pero no son capaces de explicar su origen ni de proponer el remedio adecuado. Son como el curandero, que puede detectar fiebre, congestión, dolores, pero lo atribuye a la acción de un espíritu maligno, en vez de a un microorganismo, y pretende curarlo con cantos y sahumerios, en vez de con un buen pelotazo de antibióticos. Solucionar las contradicciones del presente volviendo al pasado es imposible, y la verdad que muy poco deseable, porque estos retornos, véase lo que ocurre ahora en Brasil o lo que fue la España franquista, no nos llevan a la Arcadia ancestral, idealizada por nuestra memoria, sino a un futuro distópico.
Su actitud hacia la creación es además fruto de una falsa sensación de superioridad: piensa que su función como crítica es dictaminar lo que deben hacer los artistas, no escucharlos, intentar comprenderlos y ofrecer interpretaciones de su obra. Una desviación menos visible pero mucho más extendida que la anterior, y que se da tanto en las políticas culturales de izquierda y derecha como en las instituciones, que erróneamente pretender construir un canon a partir del discurso. Es el caso que todos conocemos del Reina Sofía, donde Manuel Borja Villel y su amigos intentan determinar la legitimidad de las obras de arte sobre la base de sus prejuicios políticos.
Avelina tiene su columna en el periódico Milenio, un programa de televisión y hasta ha publicado un libro, con el previsible título de “El fraude del arte contemporáneo”. Imagino que una sutil teoría conspiratoria sustenta la idea del engaño. El chiste de todo esto es el incidente que se produjo el sábado pasado en la feria mexicana Zona Maco, cuando la crítica, por hacer una broma, destruyó una obra de arte expuesta en el booth (cubículo) de la galería OMR.
Por lo que podemos leer en la prensa, el asunto fue que la crítica, seguramente con la intención de hacerse una fotografía chistosa para ilustrar su columna, intentó posar una lata de refresco sobre una escultura. Dicha escultura consistía en una plancha de vidrio templado, sujeta con dos varillas metálicas con esquineras, y en la que se veían como cortados distintos elementos: una balón de fútbol, una pelota de tenis, plumas, piedras… Y lo que ocurrió fue que el vidrio explotó.
A partir de aquí la historia se convierte en sainete. La presunta articida intenta darse a la fuga, luego se declara insolvente a gritos y acaba por proponer a los galeristas que la vendan así, rota, invocando ni más ni menos que el Gran Vidrio de Duchamp (¿Pero no que no? ¿Que lo conceptual no?). El galerista alega que eso es imposible porque “el sentido estético se ha perdido”. ¿Es una pieza estético-conceptual? Me estoy perdiendo. Y por fin el artista, Gabriel Rico, declara que no quiere repetirla, porque “no hay forma de que salga igual”. Sin comentarios. Yo creo que lo mejor para todos es que no se remueva mucho la cosa.
Y Avelina, ay, Avelina. Ahora es admirada como artista conceptual, con vídeo y todo como formalización final de su obra. Pasa a engrosar las filas de los locos, vándalos y artistas que destruyen arte, desde la insuperable Mary Richardson al serial art vandal Hans-Joachim Bohlmann, que dañó a lo largo de su vida más de cincuenta piezas de valor histórico: Durero, Lucas Cranach, Rubens, hasta llegar a Klee. O el ya inmortal Laszlo Toth, el que se lió a martillazos con la Piedad de Miguel Ángel. O, más modernos y artistas conscientes, Tony Shafrazi, que pintarrajeó el Guernica; Pierre Pinoncelli, un freak que va por el mundo meando en urinarios de Duchamp; Máximo Caminero, el que rompió las cerámicas de Ai Weywey en el Pérez Museum de Miami; o, para acabar, David Datuna, el performancero que hace un par de meses le comió el plátano a Maurizio Cattelan en Art Basel.
Ella no lo sabe, pero ésta es la venganza de Duchamp: no puedes oponerte al arte conceptual sin convertirte tú misma en artista conceptual. Estamos atrapados en su Mile of String, el laberinto que creó en 1942 para la exposición First Papers of Surrealism. Avelina, como una Sísifa post-conceptual, está condenada a culminar cada columna que escriba contra el arte contemporáneo escuchando, una y otra vez, el resto de su vida, el estallido de la escultura de vidrio que rozó con una lata warholiana. Lot postmoderna, en su huída de la Gomorra de las artes ha convertido en metáfora, la pobre.
Tomás Ruiz-Rivas
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