Un ejemplo de los más recientes sobre la imagen que se tiene de un crítico: en la última película de M. Night Shyamalan, «La joven del agua», aparece un crítico de cine presentado como un tipo huraño, un tanto mezquino, parco en palabras, las pocas que dice, sarcásticas, bajito y con gafas; siempre fuera de lugar, su pose de resabidillo le acaba valiendo ser devorado, literalmente, por una fiera mitológica. Perdón por desvelar una de las intrigas de la película, como decía el escorpión según se hundía en el río con la rana a cuestas: es mi carácter. O tal vez es el carácter de la crítica: ¡se acabo el buen rollo!.
Sin duda, no el carácter huraño, pero sí el carácter de la crítica (de arte) es lo que se desgaja entre las líneas de «Clement Greenberg entre líneas»: un magnífico ensayo de Thierry de Duve en una cuidada edición de Acto Editores en colaboración con la Fundación César Manrique y el Aula Cultural de Pensamiento Artístico Contemporáneo de la ULL. Y para desgajar ese carácter de la crítica, Thierry de Duve se dedica nada más y nada menos a releer a Clement Greenberg. Una figura denostada, en permanente discusión, básicamente por haber mantenido una ortodoxia formalista: una explicación lineal de la modenidad que encontraba la razón última en una especulación formal del cuadro y que hacía desembocar toda la historia del arte en la abstractión americana. Incluso esa convicción en la necesidad de un cierto gusto refinado que fuese capaz de desvelar los matices de la materia pictórica le llevó a poner en duda la artisticidad de las obras de Marcel Duchamp y, por lo menos, asegurar que sus seguidores Pop hacían un «arte falso». De entrada sorprende que justamente sea Thierry de Duve quien se fije y se ponga a destripar los textos de Greenberg. Él, tan aferrado a los rigores duchampianos y al que dedicó un fantástico «Kant after Duchamp». Aunque no es extraño que así sea, al fin y al cabo se ha pasado la vida discutiendo con el crítico americano y, a pesar de todo, Greenberg sigue representando la figura del crítico por antonomasia, sin duda el más conocido del siglo XX y el que más ha marcado el devenir de la crítica de arte contemporánea. Y eso que su aspecto para nada era el de un tipo huraño, bajito, con gafas, sino más bien bonachón; pero eso sí, nada dispuesto al buen rollito y sí a discutir. Algo bien patente en la última parte del libro que reproduce una conferencia y la posterior discusión inéditas del crítico en la Universidad de Ottawa en 1987.
En eso es en lo que se ha fijado Thierry de Duve. El gran acierto del libro es haber trazado una línea de demarcación entre la teoría de Greenberg, ese formalismo tan denostado, y su estilo. Y a partir de ahí, ver qué es lo que tenía de peculiar el estilo de Greenberg para haber hecho de él esa figura capital en el arte de la segunda mitad de siglo XX. Lo que se extrae de todo ello no es ya un perfil del estilo de Greenberg, sino un perfil del estilo de la crítica.
En ese destripamiento y esa lectura entre líneas que propone el libro tienen especial valor la recuperación de fragmentos de críticas del propio Greenberg, evidentemente inéditas en castellano y me temo que difíciles de conseguir en inglés. Perlas como las que dedicó a Pollock en una de sus primeras exposiciones: «Hay mucho barro en los lienzos más grandes de Pollock, los cuales, aunque menos logrados, son los más originales y ambiciosos. Joven y lleno de energía, el pintor acepta encargos que no puede cumplir. En el grande y audaz Guardians of the secret, no sabe qué hacer con los dos grandes bloques de barro grabado (Pollock casi siempre graba sus colores más puros), y el espacio se tensa, pero no surge una pintura, ni el barro se llega a trasmutar. Este cuadro y Male and female (los títulos de Pollock son pretenciosos) zigzaguean entre la intensidad de la pintura de caballete y la insustancialidad del mural. Las obras pequeñas son más contundentes».
«Un estilo de crítica que es también una actitud frente al arte y una ética de las que Greenberg fue durante algún tiempo un representante ejemplar. No entiendo por qué esa actitud ha de ser un privilegio exclusivo de quienes comparten el gusto de Greenberg”
Lo que Thierry de Duve ve ahí, al margen del juicio sobre Pollock, es el uso de la opinión. No se trata de formalismo, de lo que se trata es de que Greenberg opina. Y eso, la opinión, el valor de la opinión, no la mera descripción, el irse por lo cerros de Úbeda, el dar explicaciones laterales o el mostrar lo listo que se es, es lo que Thierry de Duve hecha de menos en la actualidad: «Un estilo de crítica que es también una actitud frente al arte y una ética de las que Greenberg fue durante algún tiempo un representante ejemplar. No entiendo por qué esa actitud ha de ser un privilegio exclusivo de quienes comparten el gusto de Greenberg”.
¡Menos mal! Opinar no es ser formalista, y tampoco lo es creer que Greenberg es un modelo de crítico ni apostar por un estilo de crítica combativa (y lo dice Thierry de Duve, nada sospechoso de colaboracionismo formalista, ¡hasta el pope Jacques Rancière parece salvarlo un poquito en «Sobre políticas estéticas»). Tal vez así podamos empezar a ver al rey desnudo o como mínimo ser conscientes de que asistimos al espectáculo de una crítica descafeinada.
La pregunta punzante es porqué eso sucede en la crítica de arte. No así en la crítica de cine o de música. Y como Thierry de Duve apunta, eso no significa que debamos creer a pies puntillas lo que el crítico califica o descalifica, pero sobre todo, habría que añadir, tampoco esperamos que el crítico de cine nos dé una lección de historia del cine. El estilo de la crítica tiene que ver con la opinión, porque pertenece al ámbito del ensayo y no de la descripción. Si la crítica tiene un estilo es porque si está emparentada con algún lenguaje artístico es con el literario. Tiene que ver con la escritura y el uso del pensamiento en escritura, sus resultados se archivan en una biblioteca junto a los libros de ensayo.
Si desaparece la opinión, desaparece la posibilidad de discusión y el cotarro del arte acaba convirtiéndose justamente en eso, en un cotarro, en un oficio y no en una auténtica actividad que pertenece a la cultura y, por tanto, implica que es una actividad intelectual. En este sentido, Thierry de Duve lanza un aviso para navegantes: «Que en los años sesenta aparecieran al lado de los artistas unos mediadores cuyo papel apenas se podía diferenciar del de los artistas -personas como Seth Siegelaub, Michel Claura o Harald Szeemann- es un inicio claro de una convencionalización del conjunto del mundo sel arte en torno a unos comportamientos y actitudes que denotan un saber casi profesional de las reglas del juego, más que un conocimiento técnico de las reglas estéticas del oficio.» ¿Será que la crítica ha acabado dependiendo del comisariado (y no al revés) y ha olvidado su saber por una labor mediadora que, eso sí, cree conocer las reglas del juego?
Precisamente este verano hemos asistido a la puesta en práctica con traje de gala de ese saber profesional de la reglas del juego y el abandono total de las reglas estéticas del oficio. Al fin y al cabo la discusión sobre la designación del nuevo director del Museo Picasso de Barcelona tenía que ver con el conocimiento de las reglas del juego. Con una absurda discusión sobre oficios como si estuviésemos en la Edad Media en la que todos han tomando sus posiciones: se es gestor o se es director. Por supuesto para ser una cosa u otra hay que pertenecer al gremio profesional de unos o de otros, y para ello hay que ser una cosa o la otra, no hay trasvases posibles, ni intrusos. En todo caso, lo que brillaba por su ausencia es qué papel juegan en todo ello las ideas. En fin, después de muchos años de lucha (para nada acabada) por una consideración digna del trabajo en arte, resulta que nos hemos encontrado con eso, con un trabajo: una profesión. Y el precio parece que lo ha pagado ese otro juego de discusión que, insisto una vez más, sienta bases intelectuales y culturales. El precio también lo paga una opinión que ha desparecido en favor de la nueva palabra de moda: la mediación. Pues bien, si se trata de eso, zapatero a tus zapatos, mediadores a las medias y la crítica, lo dicho, ¡se acabó el buen rollo!
David Torres