Hace ya mucho que, cuando visito un museo, mi paso se acelera al llegar a las salas de lo que se suele llamar «arte contemporáneo», es decir, a grandes rasgos, el producido entre 1965 y la actualidad. Rara es la obra de este ya largo periodo que me invita a detenerme ante ella más de un minuto, incluidas las que me agradan, que algunas hay. Pero la mayoría me parecen lisas como el futuro y casi ninguna rugosa como el pasado. Me aburro mirándolas, porque apenas hay nada que desentrañar. A lo sumo son «bonitas», pero de la misma o parecida manera en que resulta bonito un mueble al que se echa un complacido vistazo y nada más. Si aún visito esas salas, es sobre todo por un autoimpuesto sentido del deber y por un afán de respeto hacia quienes han colgado allí esos cuadros o artefactos. «Algo habrán visto los responsables, para otorgarles tan distinguido lugar», pienso, «y que yo difícilmente lo vea no significa que ese algo no esté. Me voy a esforzar». Miro y me suelo quedar como estaba. Debo añadir que eso no me causa complejo ni preocupación. Al contrario, salgo con la conciencia doblemente tranquila: he hecho el intento y, si no he logrado interesarme, considero que no es culpa mía sino de la obra en cuestión. He visto suficiente arte a lo largo de mi vida como para crearme ahora inseguridades.
Por supuesto, no me molesta en modo alguno la exhibición de «arte contemporáneo» en dichas salas. Allá los dueños de cada museo, y nadie me obliga a entrar en ellos. Sí me molestan, en cambio, y mucho, las supuestas obras artísticas que se me fuerza a contemplar: las que instalan las autoridades en las calles y las que pintan los grafiteros en un muro, una fachada, un vagón de metro o donde quiera que se les ocurra. Hoy existe una infinita comprensión hacia estos «artistas espontáneos», cuando no se los alienta directamente desde la prensa y las instituciones, que temen no parecer lo bastante «democráticas». Yo no lo entiendo, ya que los grafiteros no sólo están imponiendo su imaginería particular a los demás, en un espacio común del que no se puede escapar, sino que también están tachando la limpieza o desnudez de un edificio, su mera neutralidad. ¿Se imaginan que entraran en sus casas y les pintaran las paredes para «dar rienda suelta a su creatividad», y ustedes tuvieran que ver sus chorradas a diario o borrarlas repetidamente? La situación no es muy distinta en la ciudad, ya que éstas son extensiones de nuestros hogares, sitios por los que nos movemos, sólo que, al ser de todos, ni nosotros ni nadie podemos decidir cómo decorarlos. Las autoridades sí deciden, y a menudo me pregunto con qué potestad.
Hay tres o cuatro artistas actuales que siempre «necesitan» las ciudades y a los que, incomprensiblemente, los ayuntamientos del mundo dan sus permisos y beneplácitos. Uno es ese individuo, creo que búlgaro, que lleva un montón de años envolviendo edificios emblemáticos con lonas, nunca he sabido con qué objetivo ni le he visto el interés. Otro es un americano que reúne a masas de personas en una plaza o explanada, las convence de desnudarse todas a la vez y les hace unas espantosas fotografías, tampoco se sabe con qué fin ni interés, más allá de los del voyeur. El tercero es un escultor colombiano que de vez en cuando invade las ciudades con sus figuras monótonamente gordas y artísticamente planas. El cuarto es un suizo que ideó lo que se conoce como Cow Parade: sus horrendas vacas de fibra de vidrio he tenido la mala suerte de topármelas en el pasado en Edimburgo, Berlín y Dublín, y ahora, con descomunal retraso, las han puesto en Madrid: ciento cinco vacas sin ningún atractivo, decoradas por artistas locales y a cual más chafarrinosa. Bueno, ya digo que maldita la gracia que me hace encontrarme con las lonas imbéciles, las masas empelotadas, las esculturas paquidérmicas o las vacas pintarrajeadas. Personalmente no creo que nada de eso sea buen arte, pero admito que otros lo crean y me aguanto mientras duran el «experimento» o la «exposición».
No es el caso de parte de mis conciudadanos, que el primer fin de semana que tuvieron a las vacas bobas diseminadas por Madrid, robaron una (tras desatornillarla), se montaron sobre varias y dañaron a propósito la mayoría. Y me temo que no fue porque no les gustaran, como a mí, sino porque están acostumbrados a que cualquier objeto que esté en la calle se pueda robar o destrozar impunemente. Son los mismos sujetos, no se olvide, que se abalanzaron con tijeras a cortar trozos de alfombras durante la boda de los Príncipes de Asturias, y que se llevaron a sus casas hasta el último adorno de aquella ocasión. Son los que dejan arrasadas la Puerta del Sol y la Plaza Mayor tras cualquier celebración, que roban o destruyen papeleras no se sabe por qué, que mean y vomitan en los portales cercanos a las zonas de copas o de botellón. Estoy convencido de que si a cualquiera de esos individuos se le preguntara, fuera de la situación, por qué había hecho esto o lo otro, respondería «No lo sé» o, en el mejor de los casos, «Por diversión». Y de que a la siguiente pregunta -«¿Por qué eso es divertido?»- contestaría igualmente «No lo sé». Hacer cosas sin saber por qué es una de las mayores pruebas de idiotez, y la plaga va más allá de Madrid. Nuestras autoridades llevan decenios permitiendo -más bien fomentando- una ciudadanía dominada por esa idiotez. Claro que es probable que a la pregunta «¿Por qué nos colocan ustedes las lonas, las muchedumbres en bolas, los obesos y las vacas feas?», también ellas supieran sólo responder: «No lo sé».
Javier Marías
http://www.elpais.com/articulo/portada/idiotez/saber/elpepusoceps/20090208elpepspor_12/Tes
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Lleva razón Javier Marías al destacar ayer en su columna en El País Semanal que la mayoría de las obras que ve en los museos bajo la etiqueta «arte contemporáneo» son aburridas, planas o a lo sumo bonitas. Y es de agradecer su esfuerzo, como no podría ser de otra manera, por entenderlas. Aunque dudo que tenga que ser un esfuerzo, porque simplemente debería de sentir la curiosidad propia que todo productor cultural, todo intelectual (por no insistir en palabrejas propias de la crítica de arte), siente por otras producciones culturales, máxime si son contemporáneas. Lo que no es de recibo es que ese hastío que provocan muchas obras de arte contemporáneas sea la excusa para borrar o sancionar a todo el arte contemporáneo. Supongo, y no imagino que sea de otra forma, que a Javier Marías también le producirán aburrimiento la mayoría de las novedades editoriales que aparecen en las estanterías de las librerías. Así ha sido la producción cultural mundial siempre: el 90% (por no decir el 99,9%) es basura y no pasará el tamiz de ese rugoso pasado del que habla Javier Marías. Lo poco que podemos hacer es anhelar que ese rodillo del tiempo no nos pase por encima (eso nos afectará a todos, incluído Javier Marías).
Respecto a los ejemplos que escoge Javier Marías para hablar del estado del arte, Christo, Spencer Tunick, Botero y, especialmente, la Cow Parade, debería considerar que esos ejemplos serían comparables a, en literatura, hablar de Dan Brown, Ken Follet o Carlos Ruiz Zafón. (Aunque haría una excepción en esa comparativa: la obra de Christo en el contexto de los Nuevos Realistas franceses). No creo que esos escritores hagan un retrato justo del panorama literario actual.
Al hilo de todo ello, me gustaría hacer un par de apreciaciones generales sobre el tipo de comentarios que los escritores (españoles mayoritariamente) destilan sobre arte contemporáneo, aunque Javier Marías en esta ocasión no haya incurrido en ellos. Primero, esa fijación que tienen por la cuestión técnica, no ya los nuevos medios, sino la pérdida de una técnica o habilidad (pictórica) de la que el arte contemporáneo se ha apartado. Los escritores saben que la excelencia en escritura no depende del hecho de saber escribir (todo el mundo lo hace, hasta Aznar escribe o alguien le escribe, y no comete especiales faltas de coordinación o relato, tampoco Dan Brown, un especialista en el vértigo narrativo), sino de lo que se dice y del tener algo que decir. Pues lo mismo en arte, lo importante es si se tiene algo que decir y si ese algo es contemporáneo, toma en cuenta la contemporaneidad. Y eso, efectivamente, se consigue en muy pocas ocasiones, sea el que sea el medio usado. Ahí surge la segunda apreciación. Y es admitir que hablamos de lo mismo, que da igual si se trata de literatura, arte, teatro o cine, que las distinciones entre lenguajes son distinciones económicas. Es decir, que la distinción entre unos y otros depende de los ámbitos económicos de producción y distribución en los que se dan: la industria editorial para unos, para otros los museos y galerías, las salas de cine o teatro. Así entenderíamos que, por ejemplo, no hay sustanciales diferencias entre, por ejemplo, Ignasi Aballí y Enrique Vila-Matas y que, en todo caso, se trata de creación contemporánea o, en plan crítico de arte, producción cultural contemporánea. Si los colocamos en cajones distintos es por cuestiones de distribución y economía: mientras uno expone en un museo y acude con su galería a ARCO, el otro publica en una editorial (Anagrama) y firma ejemplares en ferias del libro.
Y un anhelo final: pensar menos en lo que nos distancia y más en lo que tenemos en común, porque lo primero está en el orden económico y lo segundo en el creativo.
(tomado de a-desk y enviado a esfera por manolo cuervo)