La escena artística actual en Colombia muestra una inusitada vitalidad a pesar de la recesión económica y la crisis política en que está sumido el país. Pero es una escena artística que evade en gran parte el exiguo soporte institucional: está estructurada por y en torno a los artistas mismos. Los pocos museos de arte serios funcionan con una muy precaria ayuda del estado. Hay muy pocos curadores y críticos activos, y la prensa cultural -salvo contadas excepciones- se limita a reseñar las actividades de manera plana y superficial. Esta ausencia de un contexto adecuado ha dado como resultado el desarrollo de proyectos personales y de auto-gestión, una actitud que se ha ido generalizando y que compensa en parte la ausencia de un apoyo institucional más amplio. En los últimos años se ha conformado una especie de red informal de actitudes individuales, en un sentido opuesto a lo que significó para las generaciones pasadas el rol central que puede jugar, por ejemplo, un Museo de Arte Moderno -como sucedió en los ochenta- o por un crítico influyente, como fue el caso en los sesenta y setenta con la crítica argentina Marta Traba. El vínculo entre estas propuestas individuales lo configuran los artistas mismos, quienes proveen una circulación adecuada de la información y se apoyan mutuamente en los procesos. Esta generación -que en realidad reúne artistas de varias generaciones, desde aquellos cuya obra se consolidó en la década precedente (finales de los ochenta) hasta artistas muy jóvenes- ha cuestionado, además de los espacios institucionales, otra institución hegemónica en el arte colombiano que en los ochentas alcanzó un punto alto de validación: la pintura como paradigma artístico. Este ensayo, algunos de cuyos argumentos provienen de textos que he venido publicando sobre la escena artística y sobre los artistas colombianos de los noventa, analizará la emergencia de tal generación y presentará algunas de sus figuras más activas e interesantes.
I. La crisis del contexto
Para un país con casi cuarenta millones de personas, la infraestructura en que usualmente se soporta la actividad artística -museos, galerías, coleccionistas, críticos y curadores- es particularmente precaria. El publicitado “boom” del mercado del arte que se dio a finales de los ochenta y hasta mediados de los noventa -en el cual los dineros dudosos jugaron sin duda un papel nada despreciable- no dejó como resultado un mercado del arte fuerte: todo lo contrario, en la segunda mitad de los noventa se habló reiteradamente en la prensa de la “crisis de las galerías”, y muchas de ellas cerraron. Pero en realidad eran muy pocas las que habían realizado un trabajo serio, y al igual que los artistas inflados por la especulación del “boom”, desaparecieron con la misma rapidez con la que habían surgido. En cuanto a los museos, el rol central que había jugado el Museo de Arte Moderno en los ochentas tendió tambien a desaparecer, debido a un cierto agotamiento producto tal vez de una administración demasiado prolongada, y a la falta de recursos, dado que se trata de un museo privado. A pesar de que a finales de los noventa se crearon nuevos museos (como el Museo de Arte Moderno de Pereira y el Museo de Arte Moderno de Barranquilla, que actualmente construye su sede), y se ampliaron o revitalizaron espacios existentes como la Biblioteca Luis Angel Arango, el Planetario Distrital o el Museo de Arte Contemporáneo del Minuto de Dios, algo cambió en la actitud de los artistas: se tomó conciencia de la posibilidad de actuar fuera de los espacios habituales. Esta toma de conciencia sobre las posibilidades de la propia gestión (en oposición a una actitud pasiva que dependía del señalamiento por parte de un crítico o de la gestión institucional) se apoyó en otra circunstancia: la crisis de la crítica y la aparición de la figura del curador. En Colombia no existen programas de pregrado en Historia del Arte, por lo cual los críticos activos, salvo contadas excepciones, provienen de campos tan diversos como la Antropología, el Derecho, la Arquitectura y la Filosofía, y muchos han (hemos) realizado estudios de posgrado en Historia del Arte, Museología o Curaduría. De lo anterior se desprende que no existe, como es lo usual en otros países, una base amplia de historiadores del arte, cuyas investigaciones académicas son el sustento de una historiografía local sobre la cual proyectos más puntuales puedan hallar un soporte. En Colombia, realizar la curaduría de una exposición monográfica de un artista significa en casi todos los casos comenzar de cero, desde la investigación misma a partir de la obra, los testimonios del artista y los documentos originales. Uno de los aspectos más importantes de los noventa -y que tiene estrecha relación con esa “toma de poder” por parte de los artistas- es la aparición de la figura del Curador, su desplazamiento a un rol preponderante y activo, la ampliación de su campo de acción y, sobre todo, la forma en que se han desdibujado las fronteras precisas que antes delimitaban la acción artística respecto a la actividad crítica y curatorial. En efecto, si los ochentas se caracterizaron por una presencia muy activa de los críticos a través de las columnas en la prensa local (de los cuales hay que destacar a Ana María Escallón, José Hernán Aguilar, y especialmente a Carolina Ponce de León) en la década siguiente la crítica pasó a un segundo plano, desplazada por el peso específico de las propuestas curatoriales. No es casualidad que varias de las exposiciones más interesantes de los últimos años hayan sido propuestas por artistas: el trabajo de Jaime Iregui en Espacio Vacío y la “Bienal de Venecia” Franklin Aguirre; la exposición “Paisaje interpretado”, curada por Rafael Ortiz y las exposiciones sobre la escultura y la fotografía actuales curadas, respectivamente, por el dúo Jaime Cerón-Humberto Junca y porJuan Fernando Herrán, lo cual simbólicamente es muy significativo dado que el proyecto al que pertenecían estas exposiciones se planteaba como la “alternativa curatorial” al vetusto y caduco Salon Nacional, reducto tradicional de los críticos 1. Es más, algunos de ellos han hecho el tránsito a la curaduría como actividad esencial, como es el caso de Jaime Cerón, quien dirige la sección de Artes del Instituto Distrital de Cultura en Bogotá, o Adolfo Cifuentes y Alvaro Barrios, quienes actúan como curadores de los Museos de Arte Moderno de Bucaramanga y Barranquilla, respectivamente, o Beatriz González, quien ocupa el cargo de Curadora de Arte e Historia en el Museo nacional desde principios de los noventa.
II. La crisis del paradigma pictórico
Desde mediados de los ochenta ya se habían dado las condiciones para el surgimiento de una nueva generación de artistas, que recurría principalmente a lenguajes escultóricos con la intención manifiesta de lograr una conexión más sólida con las condiciones locales. Como lo ha señalado Carolina Ponce de León, esta generación buscaba una relación más estrecha con un “objeto de identidad”, distanciándose de la generación moderna y su estética industrial en favor de la utilización de materiales con una carga cultural fuerte: conciliar tradición e identidad con los imperativos de universalidad exigidos para poder circular fuera de los contextos locales 2. La década se había caracterizado por un resurgimiento de la pintura, que resultaba en parte justificado por la influencia de movimientos europeos como la Transvanguardia y las diversas corrientes neoexpresionistas. Este ”retorno de la pintura” estuvo acompañado por una fuerte presencia de artistas colombianos en el exterior (se habló inclusive de “nuestros pintores en Paris”), aunque el considerable prestigio que muchos de ellos tenían en Colombia contrastaba fuertemente con su presencia real en el contexto artístico de los países en los cuales vivían3. Estos artistas regresarían al país en su mayoría a principios de los noventa, en donde se convertirían en la fuerza motriz de un medio artístico de renovado vigor. Como resultado más o menos directo de la influencia de esta “generación de pintores”, se consolidaría en los noventa un grupo de jóvenes en torno a la exploración de nuevas posibilidades para la pintura, en particular la abstracción. Sin funcionar formalmente como un colectivo artístico, los trabajos de Carlos Salas, Danilo Dueñas, Fernando Uhía, Luis Fernando Roldán, Jaime Franco y Jaime Iregui, entre otros, cuestionaron cada uno desde su propia óptica la tradición pictórica abstracta que se había consolidado en Colombia a través de la obra de artistas modernos como Ramírez Villamizar, Manuel Hernández, Fanny Sanín y Carlos Rojas. El crítico Javier Gil ha identificado dos tendencias paralelas en la pintura de principios de los noventa: de una parte aquellos que apelaban “a lo pictórico como recurso de auto-conocimiento” (categoría operativa en la cual incluye artistas con ricas iconografías personales, usualmente figurativos)4; en la otra categoría estaría el grupo de pintores abstractos a los que me he referido anteriormente, de la cual resalto a Jaime Iregui, pues representa un vínculo entre esta generación que trabajó sobre la especificidad de la pintura y actitudes posteriores en donde lo social está implícito en la fuerte presencia del contexto o en la dimensión participativa de los trabajos. Iregui participó activamente en la discusioón sobre la vigencia de la abstracción a la que ya me referí a través de su propia pintura y desde espacios “alternativos” como Magma, Gaula y posteriormente Espacio Vacío5, y es punta de lanza de una nueva actitud de auto-gestión y de conformación de otras formas de acción artística que caracterizan la actividad artística para-institucional de finales de los noventa, una actitud que continúa actualmente. En los últimos años esta actividad se ha expandido, involucrando a otros artistas, gestores, curadores y críticos, así como profesionales de otras disciplinas y en particular a la comunidad en la cual se realiza la actividad artística6. Desde los primeros Salones Nacionales de la década del 90 se comenzaban a ver (y a premiar, lo cual equivale a señalar y a validar) otras formas artísticas en un contexto en donde había reinado la pintura. En 1990, María Teresa Hincapié ganó el primer premio con Una cosa es una cosa, performance en la cual la economía de medios y la extensión del tiempo de la acción (12 horas) marcó profundamente al público asistente. En 1992, los premios correspondieron a Nadín Ospina, con In partibus infidelium, una ambientación que simulaba la museografía de una exhibición arqueológica, y a la obra de Marta Combariza, ambas instalaciones con referencias directas a lo precolombino y a lo mítico. La Bienal del Museo de Arte Moderno de Bogotá, que surgió en 1988 como alternativa “vanguardista” al Salón Nacional 7, premió desde sus inicios propuestas que se alejaban de la pintura (a pesar de que la mayoría de los artistas invitados seguían siendo pintores): la escultura de María Fernanda Cardoso en la primera versión del evento, y posteriormente las instalaciones video de Ana Claudia Múnera y las máquinas biomórficas de Elías Heim, por citar algunos de los artistas premiados. En 1995, parecía evidente que -entre los jóvenes- hasta los pintores más reconocidos querían poner en cuestión la tradición de su oficio, o repotenciarlo a través de propuestas que asumían la pintura como una noción amplia: en el Salón Nacional de ese año, artistas como Rafael Ortiz y Danilo Dueñas presentaron instalaciones; el Primer Premio le fue otorgado a Luis Fernando Roldán, pintor de reconocida trayectoria, con Calendario, instalación compuesta por 365 pinturas de pequeño formato que conformaban una gran imagen en el muro, a una instalación de Mario Opazo y a la performance Divina proporción de María Teresa Hincapié. A través del espejo, exposición curada por Carmen María Jaramillo y que se presentó en el Museo de Arte Moderno en 1998, constituyó una aguda y necesaria reflexión sobre el papel de la pintura en el arte colombiano de fines del siglo XX: a partir de analizar la “autorreflexión de la pintura”, la curadora evidenció de qué manera los pintores que habían recogido una tradición fuertemente arraigada en nuestro país, reflexionaban sobre la validez y la vigencia de su propia obra pictórica8. En mi opinión, esta exposición marcó un punto culminante, y fue una especie de catarsis luego de la cual muchos encaminaron su obra hacia otros lenguajes y otros se reafirmaron en la pintura como medio expresivo, liberados ya de la carga que significaba tener que “contemporaneizarla”.
III. Inserción en lo global
El inicio de los noventa marcó también una nueva preocupación por las especificidades de lo local -la particular situación de Colombia- expresadas en lenguajes internacionales. La inminencia de una efemérides como la del Quinto Centenario exacerbó las discusiones sobre lo local versus lo internacional, la “identidad latinoamericana” estereotipada frente a otras posibilidades para el arte del subcontinente. Uno de los eventos que marca una pauta importante en los inicios de la década en nuestro país fue la exposición Ante América 9, concebida conscientemente como una respuesta a la forma altamente codificada por expectativas-clisé como se representó el arte de América Latina en los Estados Unidos y Europa en ese año (me refiero en particular a las exposiciones Art d’Amérique Latine 1911-1968 en el Centro Georges Pompidou en Paris y Latin American Artists of the Twentieth Century en el Museo de Arte Moderno de Nueva York en 1993, aunque hubo precedentes en ese mismo sentido como Art of the Fantastic: Latin America 1920-1987 en el Indianapolis Museum of Art en 1987). Estas exposiciones privilegiaron dos tipos de miradas: de una parte, la de un “realismo fantástico” en donde la iconografía surrealista y el uso desbordado del color reforzaban la imagen de una América Latina exuberante y mágica; de otra, las “modernidades locales”, vistas como desarrollos epigonales de los modelos europeos o norteamericanos 10. El corolario de Ante América (y de las discusiones sobre “Multiculturalismo”, “Centro y periferia”, ”diferencia” y “otredad”) fue una mayor presencia -tanto en la práctica artística como en la crítica- de la noción de contexto local frente a los discursos internacionales, o dicho de otro modo, la conciencia de que solamente era posible insertarse en el circuito internacional a partir de procesos y lenguajes firmemente arraigados en las condiciones locales de producción. El artista que lideró con su ejemplo esta nueva actitud fue Doris Salcedo. Surgida a mediados de los ochenta, Salcedo se consolidaría en la década siguiente como el artista colombiano de mayor proyección y presencia internacional 11. A pesar de ello (y como una circunstancia significativa), Salcedo ha decidido permanecer en Colombia por considerar que su trabajo tiene una especificidad contextual (tanto en su iconografía como en sus materiales y en las condiciones de producción de las piezas), actitud que apoya esta noción de acceder a lo global desde condiciones muy locales. Es significativo constatar que los artistas actualmente con mayor proyección internacional, a pesar de las difíciles condiciones (o tal vez debido a ello) en su gran mayoría viven y trabajan en Colombia 12.
IV. La “realidad nacional”
La última década ha visto también la agudización de la crisis social y política que se iniciara en los años cincuenta. El conflicto original entre Conservadores y Liberales, que era además una lucha de clases, de costumbres políticas y de tierras, y que se trasladó a las áreas rurales, tuvo un viraje significativo con la aparición de las guerrillas de izquierda en los años setenta. Estas encarnaron las reivindicaciones y encauzaron las fuerzas de las guerrillas campesinas existentes. Una década después, y como consecuencia directa de la acción guerrillera, aparecerían los grupos de autodefensas, que rápidamente tomaron una autonomía bajo una actitud pasiva del Estado. En los ochentas aparecería también lo que a la postre significaría el fortalecimiento de las facciones en conflicto y el recrudecimiento de la guerra interna: las inmensas sumas de dinero producto de los cultivos ilícitos (coca, y más recientemente, amapola) y de la producción de droga. La radicalización del conflicto, que se ha exacerbado en estos últimos años, ha generado millones de desplazados de las zonas rurales y un significativo éxodo de la clases media y alta a otros países. Ha creado también una cultura visual de la violencia como resultado de la sistemática exposición cotidiana a las imágenes de muerte. Colombia es sin duda alguna el sitio más peligroso del mundo hoy en día, con más de treinta mil muertes violentas al año, una cifra que sobrepasa de lejos las acaecidas en eventos recientes como las guerras en Kosovo o Ruanda. Estas estadísticas, que le garantizan un lugar privilegiado en un hipotético Museo de lo Macabro, son doblemente alarmantes cuando vemos que han sido constantes durante la última década y que no parecen decaer o tener un final próximo. ¿De qué manera puede la gente manejar una circunstancia tan trágica para poder continuar con su vida cotidiana? Una posible respuesta podría estar en una suerte de “amnesia selectiva”, una estrategia inconsciente de bloqueo emocional que permite aceptar la violencia como un rasgo colectivo de nuestra nacionalidad 13. Las imágenes crudas en la televisión y en la prensa son algo común, así que la sensibilidad visual de los colombianos ha sido anestesiada como resultado de una prolongada exposición a los hechos violentos 14. Es por eso que la imagen artística, con su capacidad evocativa y alegórica, puede ser más efectiva que la imagen periodística en su función de enfrentarse a esta realidad inocultable desde su capacidad de potenciar las asociaciones entre las imágenes y su sentido. A pesar de que otros temas y preocupaciones están presentes en el arte colombiano actual, es innegable que el de la violencia política y social ocupa un papel preponderante, especialmente en la última década. Esto corresponde de manera directa al recrudecimiento del conflicto armado, en el cual el componente político que motivó inicialmente la confrontación se ha desdibujado casi por completo dando como resultado una guerra cada vez más absurda e incontrolada en donde las fronteras claras que alguna vez se tuvieron entre los “actores” parecen haber desaparecido, dejando como resultado un conflicto que se nutre a sí mismo y un vacío en el que cada vez más se hacen homogéneos los métodos y los resultados. Aunque desde los sesentas -en el espíritu “comprometido” de muchas posiciones de intelectuales en ese momento- algunos artistas tocaron el tema desde la especificidad de la pintura, es sólo recientemente que se ha abordado de manera más compleja, en trabajos que privilegian la reflexión sobre las causas y consecuencias de la violencia social y política del país por encima de su componente visual más obvia 15.
V. Los artistas
En una producción tan amplia y variada como la que se da actualmente en Colombia, es difícil hacer mención a la obra de algunos pocos artistas sin caer en categorías reductivas. Sin embargo, los artistas más interesantes en mi concepto tienen todos una característica común: el fuerte contexto que supone la difícil realidad nacional está presente de manera implícita o explícita en su obra, independientemente del lenguaje utilizado. Uno de los temas recurrentes es la violencia, tratada de manera alegórica o directa. Existe tambien una fuerte tendencia que desplaza la acción artística al espacio público con el fin de establecer un vínculo más estrecho con la comunidad. Finalmente, un tercer grupo de artistas desarrollan una obra en torno a problemas intrínsecos al arte como la visualidad, la posición del espectador, los referentes creativos.
En el primer grupo se puede destacar a Doris Salcedo, José Alejandro Restrepo, María Fernanda Cardoso, Juan Fernando Herrán, Delcy Morelos, Gloria Posada y María Elvira Escallón. En el segundo, a Jaime Iregui, Rafael Ortiz, el Museo de la Calle, Carlos Blanco, Franklin Aguirre y al grupo conformado por Lucas Ospina, Bernardo Ortiz y Francois Bucher, quienes editan Valdez, publicación que ellos mismos definen como “revista de autor”.
En cuanto a aquellos artistas que han desarrollado una obra autorreferencial (o en todo caso con referencias al arte mismo), vale la pena señalar a Nadín Ospina, María Teresa Hincapié, Beltrán Obregón y Luis Fernando Roldán.
Jose Roca
Notas.
1. Las exposiciones curadas por Cerón-Junca y Herrán formaron parte del “Proyecto Pentágono”, conjunto de cinco exposiciones propuesto por el departamento de Artes del Ministerio de Cultura como una alternativa al modeo de convocatoria del Salón Nacional. Las otras tres exposiciones eran sobre pintura y dibujo (María Iovino), artes del cuerpo (Consuelo pabón) y moda (María Claudia Parias y Javier Gil). Por razones presupuestales, las exposiciones curadas por Iovino y Herrán no llegaron a realizarse.
2. “Así, escultores como Hugo Zapata, consuelo Gómez o Germán Botero se sirven, en los años setenta y ochenta, de la economía formal del minimalismo (más no de sus principios físicos de construcción o de su teoría artística) y a la vez de referencias a objetos de culto prehispánicos. Los materiales sin embargo se modifican: a cambio de la estética industrial de los predecesores (línea Negret, Ramírez Villamizar, Carlos Rojas) recurren a materiales como piedra, cemento, hierro, tierra, agua y madera que presentan un aura “precultural” y metafísica, como si en los materiales mismos estuviera arraigada la esencia pura de nuestra identidad cultural y espiritual”. Ponce de León, Carolina, El objeto de identidad, en Poliéster Vol. 4 No. 12, 1995. Pag. 8. Este artículo está firmado con el seudónimo de ”Adrián Nieto”.
3. Ni siquiera Luis Caballero, la figura más representativa de este grupo, logró un reconocimiento amplio en el medio artístico francés. 4. Gil, Javier. Nueva pintura, en Poliéster Vol. 4 No. 12, 1995. Pag. 28. Gil anota, sin embargo, que estos pintores permanecen ajenos a la realidad en que viven: “(…)los pintores, por una u otra razón, han dejado de lado un contacto intenso con las complejas, inestables y contradictorias realidades locales (…) ..Tan sólo en muy contados casos se ha asumido una reflexión crítica sobre el entorno, por ello sus pinturas difícilmente se parecen al país”.
5. Magma y Gaula fueron espacios organizados por Iregui y otros artistas como Marta Combariza, Rafael Ortiz, Danilo Dueñas y Carlos Salas. Espacio Vacío es un “espacio alternativo” de auto-gestión situado en el barrio popular de Chapinero; el edificio fue diseñado por el artista Carlos Salas, y cuenta con la dirección de Iregui y del editor cultural y coleccionista José Hernández. Espacio Vacío realiza proyectos participativos intentando vincular el arte contemporáneo con la comunidad vecina. A través de su proyecto Tándem, que plantea el trabajo como un diálogo, y en particular desde su posición de director del Espacio Vacío y de moderador de varios espacios en Internet , Iregui ha instrumentado su voluntad de ir más allá de la práctica individual, revelándose como un constante articulador de la discusión artística en nuestro país.
6. Dos casos merecen atención: Escenas de caza, en la cual invitó a artistas, curadores y a vecinos del lugar a que mandaran fotos de sus colecciones personales, en una reflexión sobre la función social de los objetos artísticos y de su presencia en espacios domésticos; la otra experiencia fue La colección de la cuadra, en la cual invitó a artistas a realizar obras en las casas de los vecinos de la “cuadra” (las calles aledañas al Espacio), como una forma de “servicio social artístico” que cumplió su cometido de vencer la aprensión que un espacio de arte contemporáneo había en un principio generado en un barrio popular.
7. “Aunque la creación de la Bienal haya sido en parte motivada por el apabullante misoneismo y la palmaria obsolescencia del salón Nacional (comprobable en los empolvados criterios de sus eternos jurados), nada más distante del Salón, con su vicioso énfasis en el arte establecido, que la Bienal de Bogotá, un certamen dispuesto a atender a la profundidad de los planteamientos artísticos y de las innovaciones antes que al currículo (…)”. Eduardo Serrano, presentación en el catálogo de la Bienal de Bogotá, Museo de Arte Moderno de Bogotá, 1988, p.5.
8. “En cuanto al término autorreflexión, puede tomarse en dos acepciones. En primer lugar la que proviene del espejo, (el reflejo de la luz) y que obedece a los dominios de la física: en términos contemporáneos, esta palabra ha sido incorporada a la teoría del conocimiento, donde sujeto y objeto no son dos entidades autónomas, sino que en la interacción construyen la realidad. (…) La segunda acepción de la palabra reflexión, es la que se utiliza usualmente para referirse al hecho de observar con detenimiento. Cuando se habla de autorreflexión de la pintura, se enfoca hacia la observación y el análisis detenido de la pintura (no del pintor) sobre si misma. Sobre sus supuestos básicos y su lenguaje”.. Carmen María Jaramillo, A través del espejo. Autorreflexión de la pintura”, Museo de Arte Moderno de Bogotá, 1998, p. 5.
9. Exposición curada por Carolina Ponce de León, Gerardo Mosquera y Rachel Weiss con motivo del Quinto Centenario. Luego de su presentación en la Biblioteca Luis Ángel Arango en Bogotá, la muestra itineró al Museo Alejandro Otero en Caracas, a San Francisco y a Nueva York.
10. Carolina Ponce de León se refiere a este asunto en el artículo Random trails for the noble savage, en Beyond the fantastic. Contemporary art criticism from Latin America, editado por Gerardo Mosquera, MIT press, 1996, p. 225-228. “Este marco de referencia (el modelo modernista) permite solamente dos opciones (para el arte de la periferia): una, correspondencia con los modelos del centro, lo cual lo condena a ser epígono y a verse diluido en un internacionalismo aséptico; dos, diferencia, afctada por una noción cerrada de identidad cultural como la única posibilidad para la originalidad. Se interpreta que los artistas latinoamericanos están o bien fuera del circuito internacional, o subordinados al modelo euroamericano”.
11. Como se vería hacia el final de la década, con su participación en exposiciones internacionales de gran visibilidad como Cocido y Crudo en el Centro de Arte Reina Sofía en Madrid (1994), su inclusión en el Carnegie International (1995), su exposición personal en el New Museum de Nueva York y en SITE Santa Fe (1998) y la publicación de la monografía de su obra por la prestigiosa editorial PHAIDON a principios del 2000.
12. Me refiero a José Alejandro Restrepo, Miguel Ángel Rojas, Juan Fernando Herrán, Nadín Ospina, María Teresa Hincapié, Delcy Morelos, Jaime Iregui y Gloria Posada, entre otros; las excepciones más notables las constituyen María Fernanda Cardoso y Fernando Arias, quienes viven en Australia y Gran Bretaña respectivamente.
13. En Colombia hablamos de “la Época de la Violencia” para referirnos a los años cincuenta (un eufemismo que inclusive aparece en nuestros libros de texto), como si la violencia hubiera cesado o al menos amainado desde entonces.
14. No hace mucho, los canales locales de televisión acordaron presentar las imágenes de las masacres únicamente en blanco y negro como una forma de mediar la violencia, medida que solo duró unas pocas semanas hasta que tambien fue integrada en nuestra conciencia visual, con lo cual su rol fué neutralizado. Esta desensibilización contrasta con el efecto subliminal de las imágenes violentas -que resultan en una amenaza colectiva- tal y como en otras épocas la exhibición pública de aquellos asesinados por la Mafia servía como advertencia para otros: en su imperativo de informar, el periodismo gráfico está siendo secuestrado por aquellos que trata de denunciar.
15. En 1962, Alejandro Obregón recibió el Premio Nacional de Pintura con su cuadro Violencia, sobre el cual Marta Traba escribiría: “La idea de la violencia que pintó Obregón se siente como cosa propia en Colombia, porque millares de sacrificados la respaldan trágicamente pero repercute en cualquier parte sobre cualquier tierra, allí donde se haya cometido un acto de barbarie”. Pero Traba argumentaba que el arte debía comprometerse con sus propios problemas -los pictóricos en este caso- para no caer en lo que ella consideraba “algo siempre distinto de la pintura, algo impuro que el pintor persigue y que le desvía de su rigor estético, ya sea la suerte de un movimiento político, o el comarquismo en sus múltiples deformaciones, o el éxito en la “buena sociedad”. Traba, Marta. “Violencia”: una obra comprometida… con Obregón, Revista La Nueva Prensa, Bogotá, 1962. reproducido en Marta Traba, Museo de Arte Moderno, 1984. Pag. 89. En 1999, el Museo de Arte Moderno de Bogotá organizó la exposición Arte y violencia en Colombia desde 1948, curada por el crítico e historiador Álvaro Medina. Esta muestra- a pesar de que se enfrentó al problema de la violencia desde categorías formalistas, privilegiando el enfoque iconográfico al conceptual- logró su objetivo de generar conciencia de la mirada artística sobre un fenómeno social y político que ha marcado el desarrollo del país a partir de la segunda mitad del siglo 20.
Jose Roca
Este texto fue escrito para el proyecto de publicación Arte contemporáneo del Ecuador de la Fundación CEAC, en 2000