La generación post pictórica

La escena artística actual en Colombia muestra una inusitada vitalidad a 
pesar de la recesión económica y la crisis política en que está sumido el 
país.  Pero es una escena artística que evade en gran parte el exiguo 
soporte institucional:  está estructurada por y en torno a los artistas 
mismos.  Los pocos museos de arte serios funcionan con una muy precaria 
ayuda del estado.  Hay muy pocos curadores y críticos activos, y la prensa 
cultural -salvo contadas excepciones- se limita a reseñar las actividades de 
manera plana y superficial.  Esta ausencia de un contexto adecuado ha dado 
como resultado el desarrollo de proyectos personales y de auto-gestión, una 
actitud que se ha ido generalizando y que compensa en parte la ausencia de 
un apoyo institucional más amplio.  En los últimos años se ha conformado una 
especie de red informal de actitudes individuales, en un sentido opuesto a 
lo que significó para las generaciones pasadas el rol central que puede 
jugar, por ejemplo, un Museo de Arte Moderno -como sucedió en los ochenta- o 
por un crítico influyente, como fue el caso en los sesenta y setenta con la 
crítica argentina Marta Traba.
El vínculo entre estas propuestas individuales lo configuran los artistas 
mismos, quienes proveen una circulación adecuada de la información y se 
apoyan mutuamente en los procesos. Esta generación -que en realidad reúne 
artistas de varias generaciones, desde aquellos cuya obra se consolidó en la 
década precedente (finales de los ochenta) hasta artistas muy jóvenes- ha 
cuestionado, además de los espacios institucionales, otra institución 
hegemónica en el arte colombiano que en los ochentas alcanzó un punto alto 
de validación:  la pintura como paradigma artístico.  Este ensayo, algunos 
de cuyos argumentos provienen de textos que he venido publicando sobre la 
escena artística y sobre los artistas colombianos de los noventa, analizará 
la emergencia de tal generación y presentará algunas de sus figuras más 
activas e interesantes.

I. La crisis del contexto

Para un país con casi cuarenta millones de personas, la infraestructura en 
que usualmente se soporta la actividad artística -museos, galerías, 
coleccionistas, críticos y curadores- es particularmente precaria.  El 
publicitado “boom” del mercado del arte que se dio a finales de los ochenta 
y hasta mediados de los noventa -en el cual los dineros dudosos jugaron sin 
duda un papel nada despreciable- no dejó como resultado un mercado del arte 
fuerte:  todo lo contrario, en la segunda mitad de los noventa se habló 
reiteradamente en la prensa de la “crisis de las galerías”, y muchas de 
ellas cerraron.  Pero en realidad eran muy pocas las que habían realizado un 
trabajo serio, y al igual que los artistas inflados por la especulación del 
“boom”, desaparecieron con la misma rapidez con la que habían surgido.  En 
cuanto a los museos, el rol central que había jugado el Museo de Arte 
Moderno en los ochentas tendió tambien a desaparecer, debido a un cierto 
agotamiento producto tal vez de una administración demasiado prolongada, y a 
la falta de recursos, dado que se trata de un museo privado. A pesar de que 
a finales de los noventa se crearon nuevos museos (como el Museo de Arte 
Moderno de Pereira y el Museo de Arte Moderno de Barranquilla, que 
actualmente construye su sede), y se ampliaron o revitalizaron espacios 
existentes como la Biblioteca Luis Angel Arango, el Planetario Distrital o 
el Museo de Arte Contemporáneo del Minuto de Dios, algo cambió en la actitud 
de los artistas:  se tomó conciencia de la posibilidad de actuar fuera de 
los espacios habituales.  Esta toma de conciencia sobre las posibilidades de 
la propia gestión (en oposición a una actitud pasiva que dependía del 
señalamiento por parte de un crítico o de la gestión institucional) se apoyó 
en otra circunstancia: la crisis de la crítica y la aparición de la figura 
del curador.  En Colombia no existen programas de pregrado en Historia del 
Arte, por lo cual los críticos activos, salvo contadas excepciones, 
provienen de campos tan diversos como la Antropología, el Derecho, la 
Arquitectura y la Filosofía, y muchos han (hemos) realizado estudios de 
posgrado en Historia del Arte, Museología o Curaduría.  De lo anterior se 
desprende que no existe, como es lo usual en otros países, una base amplia 
de historiadores del arte, cuyas investigaciones académicas son el sustento 
de una historiografía local sobre la cual proyectos más puntuales puedan 
hallar un soporte. En Colombia, realizar la curaduría de una exposición 
monográfica de un artista significa en casi todos los casos comenzar de 
cero, desde la investigación misma a partir de la obra, los testimonios del 
artista y los documentos originales.  Uno de los aspectos más importantes de 
los noventa -y que tiene estrecha relación con esa “toma de poder” por parte 
de los artistas- es la aparición de la figura del Curador, su desplazamiento 
a un rol preponderante y activo, la ampliación de su campo de acción y, 
sobre todo, la forma en que se han desdibujado las fronteras precisas que 
antes delimitaban la acción artística respecto a la actividad crítica y 
curatorial.  En efecto, si los ochentas se caracterizaron por una presencia 
muy activa de los críticos a través de las columnas en la prensa local (de 
los cuales hay que destacar a Ana María Escallón, José Hernán Aguilar, y 
especialmente a Carolina Ponce de León) en la década siguiente la crítica 
pasó a un segundo plano, desplazada por el peso específico de las propuestas 
curatoriales.  No es casualidad que varias de las exposiciones más 
interesantes de los últimos años hayan sido propuestas por artistas:  el 
trabajo de Jaime Iregui en Espacio Vacío y la “Bienal de Venecia” Franklin 
Aguirre; la exposición “Paisaje interpretado”, curada por Rafael Ortiz y las 
exposiciones sobre la escultura y la fotografía actuales curadas, 
respectivamente, por el dúo Jaime Cerón-Humberto Junca y porJuan Fernando 
Herrán, lo cual simbólicamente es muy significativo dado que el proyecto al 
que pertenecían estas exposiciones se planteaba como la “alternativa 
curatorial” al vetusto y caduco Salon Nacional, reducto tradicional de los 
críticos 1.  Es más, algunos de ellos han hecho el tránsito a la curaduría 
como actividad esencial, como es el caso de Jaime Cerón, quien dirige la 
sección de Artes del Instituto Distrital de Cultura en Bogotá, o Adolfo 
Cifuentes y Alvaro Barrios, quienes actúan como curadores de los Museos de 
Arte Moderno de Bucaramanga y Barranquilla, respectivamente, o Beatriz 
González, quien ocupa el cargo de Curadora de Arte e Historia en el Museo 
nacional desde principios de los noventa.

II. La crisis del paradigma pictórico

Desde mediados de los ochenta ya se habían dado las condiciones para el 
surgimiento de una nueva generación de artistas, que recurría principalmente 
a lenguajes escultóricos con la intención manifiesta de lograr una conexión 
más sólida con las condiciones locales. Como lo ha señalado Carolina Ponce 
de León, esta generación buscaba una relación más estrecha con un “objeto de 
identidad”, distanciándose de la generación moderna y su estética industrial 
en favor de la utilización de materiales con una carga cultural fuerte: 
conciliar tradición e identidad con los imperativos de universalidad 
exigidos para poder circular fuera de los contextos locales 2.
La década se había caracterizado por un resurgimiento de la pintura, que 
resultaba en parte justificado por la influencia de movimientos europeos 
como la Transvanguardia y las diversas corrientes neoexpresionistas. Este 
”retorno de la pintura” estuvo acompañado por una fuerte presencia de 
artistas colombianos en el exterior (se habló inclusive de “nuestros 
pintores en Paris”), aunque el considerable prestigio que muchos de ellos 
tenían en Colombia contrastaba fuertemente con su presencia real en el 
contexto artístico de los países en los cuales vivían3. Estos artistas 
regresarían al país en su mayoría a principios de los noventa, en donde se 
convertirían en la fuerza motriz de un medio artístico de renovado vigor.
Como resultado más o menos directo de la influencia de esta “generación de 
pintores”, se consolidaría en los noventa un grupo de jóvenes en torno a la 
exploración de nuevas posibilidades para la pintura, en particular la 
abstracción. Sin funcionar formalmente como un colectivo artístico, los 
trabajos de Carlos Salas, Danilo Dueñas, Fernando Uhía, Luis Fernando 
Roldán, Jaime Franco y Jaime Iregui, entre otros, cuestionaron cada uno 
desde su propia óptica la tradición pictórica abstracta que se había 
consolidado en Colombia a través de la obra de artistas modernos como 
Ramírez Villamizar, Manuel Hernández, Fanny Sanín y Carlos Rojas.
 El crítico Javier Gil ha identificado dos tendencias paralelas en la pintura 
de principios de los noventa: de una parte aquellos que apelaban “a lo 
pictórico como recurso de auto-conocimiento” (categoría operativa en la cual 
incluye artistas con ricas iconografías personales, usualmente figurativos)4; en la otra categoría estaría el grupo de pintores abstractos a los que 
me he referido anteriormente, de la cual resalto a Jaime Iregui, pues 
representa un vínculo entre esta generación que trabajó sobre la 
especificidad de la pintura y actitudes posteriores en donde lo social está 
implícito en la fuerte presencia del contexto o en la dimensión 
participativa de los trabajos. Iregui participó activamente en la 
discusioón sobre la vigencia de la abstracción a la que ya me referí a 
través de su propia pintura y desde espacios “alternativos” como Magma, 
Gaula y posteriormente Espacio Vacío5, y es punta de lanza de una nueva 
actitud de auto-gestión y de conformación de otras formas de acción 
artística que caracterizan la actividad artística para-institucional de 
finales de los noventa, una actitud que continúa actualmente.
En los últimos años esta actividad se ha expandido, involucrando a otros 
artistas, gestores, curadores y críticos, así como profesionales de otras 
disciplinas y en particular a la comunidad en la cual se realiza la 
actividad artística6. 
Desde los primeros Salones Nacionales de la década del 90 se comenzaban a 
ver (y a premiar, lo cual equivale a señalar y a validar) otras formas 
artísticas en un contexto en donde había reinado la pintura.  En 1990, María 
Teresa Hincapié ganó el primer premio con Una cosa es una cosa, performance 
en la cual la economía de medios y la extensión del tiempo de la acción (12 
horas) marcó profundamente al público asistente.  En 1992, los premios 
correspondieron a Nadín Ospina, con In partibus infidelium, una ambientación 
que simulaba la museografía de una exhibición arqueológica, y a la obra de 
Marta Combariza, ambas instalaciones con referencias directas a lo 
precolombino y a lo mítico.  La Bienal del Museo de Arte Moderno de Bogotá, 
que surgió en 1988 como alternativa “vanguardista” al Salón Nacional 7, 
premió desde sus inicios propuestas que se alejaban de la pintura (a pesar 
de que la mayoría de los artistas invitados seguían siendo pintores):  la 
escultura de María Fernanda Cardoso en la primera versión del evento, y 
posteriormente las instalaciones video de Ana Claudia Múnera y las máquinas 
biomórficas de Elías Heim, por citar algunos de los artistas premiados.  En 
1995, parecía evidente que -entre los jóvenes- hasta los pintores más 
reconocidos querían poner en cuestión la tradición de su oficio, o 
repotenciarlo a través de propuestas que asumían la pintura como una noción 
amplia:  en el Salón Nacional de ese año, artistas como Rafael Ortiz y 
Danilo Dueñas presentaron instalaciones; el Primer Premio le fue otorgado a 
Luis Fernando Roldán, pintor de reconocida trayectoria, con Calendario, 
instalación compuesta por 365 pinturas de pequeño formato que conformaban 
una gran imagen en el muro, a una instalación de Mario Opazo y a la 
performance Divina proporción de María Teresa Hincapié.  A través del 
espejo, exposición curada por Carmen María Jaramillo y que se presentó en el 
Museo de Arte Moderno en 1998, constituyó una aguda y necesaria reflexión 
sobre el papel de la pintura en el arte colombiano de fines del siglo XX:  a 
partir de analizar la “autorreflexión de la pintura”, la curadora evidenció 
de qué manera los pintores que habían recogido una tradición fuertemente 
arraigada en nuestro país, reflexionaban sobre la validez y la vigencia de 
su propia obra pictórica8.  En mi opinión, esta exposición marcó un punto 
culminante, y fue una especie de catarsis luego de la cual muchos 
encaminaron su obra hacia otros lenguajes y otros se reafirmaron en la 
pintura como medio expresivo, liberados ya de la carga que significaba tener 
que “contemporaneizarla”.

III. Inserción en lo global

El inicio de los noventa marcó también una nueva preocupación por las 
especificidades de lo local -la particular situación de Colombia- expresadas 
en lenguajes internacionales. La inminencia de una efemérides como la del 
Quinto Centenario exacerbó las discusiones sobre lo local versus lo 
internacional, la “identidad latinoamericana” estereotipada frente a otras 
posibilidades para el arte del subcontinente. Uno de los eventos que marca 
una pauta importante en los inicios de la década en nuestro país fue la 
exposición Ante América 9, concebida conscientemente como una respuesta a la 
forma altamente codificada por expectativas-clisé como se representó el 
arte de América Latina en los Estados Unidos y Europa en ese año (me refiero 
en particular a las exposiciones Art d’Amérique Latine 1911-1968 en el 
Centro Georges Pompidou en Paris y Latin American Artists of the Twentieth 
Century en el Museo de Arte Moderno de Nueva York en 1993, aunque hubo 
precedentes en ese mismo sentido como Art of the Fantastic: Latin America 
1920-1987 en el Indianapolis Museum of Art en 1987). Estas exposiciones 
privilegiaron dos tipos de miradas: de una parte, la de un “realismo 
fantástico” en donde la iconografía surrealista y el uso desbordado del 
color reforzaban la imagen de una América Latina exuberante y mágica; de 
otra, las “modernidades locales”, vistas como desarrollos epigonales de los 
modelos europeos o norteamericanos 10. El corolario de Ante América (y de 
las discusiones sobre “Multiculturalismo”, “Centro y periferia”, 
”diferencia” y “otredad”) fue una mayor presencia -tanto en la práctica 
artística como en la crítica- de la noción de contexto local frente a los 
discursos internacionales, o dicho de otro modo, la conciencia de que 
solamente era posible insertarse en el circuito internacional a partir de 
procesos y lenguajes firmemente arraigados en las condiciones locales de 
producción. El artista que lideró con su ejemplo esta nueva actitud fue 
Doris Salcedo. Surgida a mediados de los ochenta, Salcedo se consolidaría en 
la década siguiente como el artista colombiano de mayor proyección y 
presencia internacional 11. A pesar de ello (y como una circunstancia 
significativa), Salcedo ha decidido permanecer en Colombia por considerar 
que su trabajo tiene una especificidad contextual (tanto en su iconografía 
como en sus materiales y en las condiciones de producción de las piezas), 
actitud que apoya esta noción de acceder a lo global desde condiciones muy 
locales. Es significativo constatar que los artistas actualmente con mayor 
proyección internacional, a pesar de las difíciles condiciones (o tal vez 
debido a ello) en su gran mayoría viven y trabajan en Colombia 12.

IV. La “realidad nacional”

La última década ha visto también la agudización de la crisis social y 
política que se iniciara en los años cincuenta. El conflicto original entre 
Conservadores y Liberales, que era además una lucha de clases, de costumbres 
políticas y de tierras, y que se trasladó a las áreas rurales, tuvo un 
viraje significativo con la aparición de las guerrillas de izquierda en los 
años setenta. Estas encarnaron las reivindicaciones y encauzaron las fuerzas 
de las guerrillas campesinas existentes. Una década después, y como 
consecuencia directa de la acción guerrillera, aparecerían los grupos de 
autodefensas, que rápidamente tomaron una autonomía bajo una actitud pasiva 
del Estado. En los ochentas aparecería también lo que a la postre 
significaría el fortalecimiento de las facciones en conflicto y el 
recrudecimiento de la guerra interna: las inmensas sumas de dinero producto 
de los cultivos ilícitos (coca, y más recientemente, amapola) y de la 
producción de droga. La radicalización del conflicto, que se ha exacerbado 
en estos últimos años, ha generado millones de desplazados de las zonas 
rurales y un significativo éxodo de la clases media y alta a otros países. 
Ha creado también una cultura visual de la violencia como resultado de la 
sistemática exposición cotidiana a las imágenes de muerte.
Colombia es sin duda alguna el sitio más peligroso del mundo hoy en día, con 
más de treinta mil muertes violentas al año, una cifra que sobrepasa de 
lejos las acaecidas en eventos recientes como las guerras en Kosovo o 
Ruanda. Estas estadísticas, que le garantizan un lugar privilegiado en un 
hipotético Museo de lo Macabro, son doblemente alarmantes cuando vemos que 
han sido constantes durante la última década y que no parecen decaer o tener 
un final próximo. ¿De qué manera puede la gente manejar una circunstancia 
tan trágica para poder continuar con su vida cotidiana? Una posible 
respuesta podría estar en una suerte de “amnesia selectiva”, una estrategia 
inconsciente de bloqueo emocional que permite aceptar la violencia como un 
rasgo colectivo de nuestra nacionalidad 13. Las imágenes crudas en la 
televisión y en la prensa son algo común, así que la sensibilidad visual de 
los colombianos ha sido anestesiada como resultado de una prolongada 
exposición a los hechos violentos 14. Es por eso que la imagen artística, 
con su capacidad evocativa y alegórica, puede ser más efectiva que la imagen 
periodística en su función de enfrentarse a esta realidad inocultable desde 
su capacidad de potenciar las asociaciones entre las imágenes y su sentido.
A pesar de que otros temas y preocupaciones están presentes en el arte 
colombiano actual, es innegable que el de la violencia política y social 
ocupa un papel preponderante, especialmente en la última década. Esto 
corresponde de manera directa al recrudecimiento del conflicto armado, en el 
cual el componente político que motivó inicialmente la confrontación se ha 
desdibujado casi por completo dando como resultado una guerra cada vez más 
absurda e incontrolada en donde las fronteras claras que alguna vez se 
tuvieron entre los “actores” parecen haber desaparecido, dejando como 
resultado un conflicto que se nutre a sí mismo y un vacío en el que cada vez 
más se hacen homogéneos los métodos y los resultados.
Aunque desde los sesentas -en el espíritu “comprometido” de muchas 
posiciones de intelectuales en ese momento- algunos artistas tocaron el tema 
desde la especificidad de la pintura, es sólo recientemente que se ha 
abordado de manera más compleja, en trabajos que privilegian la reflexión 
sobre las causas y consecuencias de la violencia social y política del país 
por encima de su componente visual más obvia 15.

V. Los artistas

En una producción tan amplia y variada como la que se da actualmente en 
Colombia, es difícil hacer mención a la obra de algunos pocos artistas sin 
caer en categorías reductivas.  Sin embargo, los artistas más interesantes 
en mi concepto tienen todos una característica común: el fuerte contexto que 
supone la difícil realidad nacional está presente de manera implícita o 
explícita en su obra, independientemente del lenguaje utilizado. Uno de los 
temas recurrentes es la violencia, tratada de manera alegórica o directa.  
Existe tambien una fuerte tendencia que desplaza la acción artística al 
espacio público con el fin de establecer un vínculo más estrecho con la 
comunidad. Finalmente, un tercer grupo de artistas desarrollan una obra en 
torno a problemas intrínsecos al arte como la visualidad, la posición del 
espectador, los referentes creativos.

En el primer grupo se puede destacar a Doris Salcedo, José Alejandro 
Restrepo, María Fernanda Cardoso, Juan Fernando Herrán, Delcy Morelos, 
Gloria Posada y María Elvira Escallón.  En el segundo, a Jaime Iregui, 
Rafael Ortiz, el Museo de la Calle, Carlos Blanco, Franklin Aguirre y al 
grupo conformado por Lucas Ospina, Bernardo Ortiz y Francois Bucher, quienes 
editan Valdez, publicación que ellos mismos definen como “revista de autor”.

En cuanto a aquellos artistas que han desarrollado una obra 
autorreferencial (o en todo caso con referencias al arte mismo), vale la 
pena señalar a Nadín Ospina, María Teresa Hincapié, Beltrán Obregón y Luis 
Fernando Roldán.

 

Jose Roca

Notas.

1.  Las exposiciones curadas por Cerón-Junca y Herrán formaron parte del 
“Proyecto Pentágono”, conjunto de cinco exposiciones propuesto por el 
departamento de Artes del Ministerio de Cultura como una alternativa al 
modeo de convocatoria del Salón Nacional.  Las otras tres exposiciones eran 
sobre pintura y dibujo (María Iovino), artes del cuerpo (Consuelo pabón) y 
moda (María Claudia Parias y Javier Gil).  Por razones presupuestales, las 
exposiciones curadas por Iovino y Herrán no llegaron a realizarse.

2. “Así, escultores como Hugo Zapata, consuelo Gómez o Germán Botero se 
sirven, en los años setenta y ochenta, de la economía formal del minimalismo 
(más no de sus principios físicos de construcción o de su teoría artística) 
y a la vez de referencias a objetos de culto prehispánicos. Los materiales 
sin embargo se modifican: a cambio de la estética industrial de los 
predecesores (línea Negret, Ramírez Villamizar, Carlos Rojas) recurren a 
materiales como piedra, cemento, hierro, tierra, agua y madera que presentan 
un aura “precultural” y metafísica, como si en los materiales mismos 
estuviera arraigada la esencia pura de nuestra identidad cultural y 
espiritual”.  Ponce de León, Carolina, El objeto de identidad, en Poliéster 
Vol. 4 No. 12, 1995. Pag. 8. Este artículo está firmado con el seudónimo de 
”Adrián Nieto”.

3. Ni siquiera Luis Caballero, la figura más representativa de este grupo, 
logró un reconocimiento amplio en el medio artístico francés.

4.  Gil, Javier. Nueva pintura, en Poliéster Vol. 4 No. 12, 1995. Pag. 28. 
Gil anota, sin embargo, que estos pintores permanecen ajenos a la realidad 
en que viven: “(…)los pintores, por una u otra razón, han dejado de lado 
un contacto intenso con las complejas, inestables y contradictorias 
realidades locales (…) ..Tan sólo en muy contados casos se ha asumido una 
reflexión crítica sobre el entorno, por ello sus pinturas difícilmente se 
parecen al país”.

5. Magma y Gaula fueron espacios organizados por Iregui y otros artistas 
como Marta Combariza, Rafael Ortiz, Danilo Dueñas y Carlos Salas.
 Espacio Vacío es un “espacio alternativo” de auto-gestión situado en el 
barrio popular de Chapinero; el edificio fue diseñado por el artista Carlos 
Salas, y cuenta con la dirección de Iregui y del editor cultural y 
coleccionista José Hernández. Espacio Vacío realiza proyectos 
participativos intentando vincular el arte contemporáneo con la comunidad 
vecina. A través de su proyecto Tándem, que plantea el trabajo como un 
diálogo, y en particular desde su posición de director del Espacio Vacío y 
de moderador de varios espacios en Internet , Iregui ha instrumentado su 
voluntad de ir más allá de la práctica individual, revelándose como un 
constante articulador de la discusión artística en nuestro país.

6. Dos casos merecen atención: Escenas de caza, en la cual invitó a 
artistas, curadores y a vecinos del lugar a que mandaran fotos de sus 
colecciones personales, en una reflexión sobre la función social de los 
objetos artísticos y de su presencia en espacios domésticos; la otra 
experiencia fue La colección de la cuadra, en la cual invitó a artistas a 
realizar obras en las casas de los vecinos de la “cuadra” (las calles 
aledañas al Espacio), como una forma de “servicio social artístico” que 
cumplió su cometido de vencer la aprensión que un espacio de arte 
contemporáneo había en un principio generado en un barrio popular.

7. “Aunque la creación de la Bienal haya sido en parte motivada por el 
apabullante misoneismo y la palmaria obsolescencia del salón Nacional 
(comprobable en los empolvados criterios de sus eternos jurados), nada más 
distante del Salón, con su vicioso énfasis en el arte establecido, que la 
Bienal de Bogotá, un certamen dispuesto a atender a la profundidad de los 
planteamientos artísticos y de las innovaciones antes que al currículo 
(…)”.  Eduardo Serrano, presentación en el catálogo de la Bienal de 
Bogotá, Museo de Arte Moderno de Bogotá, 1988, p.5.

8. “En cuanto al término autorreflexión, puede tomarse en dos acepciones.  
En primer lugar la que proviene del espejo, (el reflejo de la luz) y que 
obedece a los dominios de la física:  en términos contemporáneos, esta 
palabra ha sido incorporada a la teoría del conocimiento, donde sujeto y 
objeto no son dos entidades autónomas, sino que en la interacción construyen 
la realidad.  (…) La segunda acepción de la palabra reflexión, es la que 
se utiliza usualmente para referirse al hecho de observar con detenimiento.  
Cuando se habla de autorreflexión de la pintura, se enfoca hacia la 
observación y el análisis detenido de la pintura (no del pintor) sobre si 
misma. Sobre sus supuestos básicos y su lenguaje”.. Carmen María Jaramillo, 
A través del espejo. Autorreflexión de la pintura”, Museo de Arte Moderno de 
Bogotá, 1998, p. 5.

9. Exposición curada por Carolina Ponce de León, Gerardo Mosquera y Rachel 
Weiss con motivo del Quinto Centenario. Luego de su presentación en la 
Biblioteca Luis Ángel Arango en Bogotá, la muestra itineró al Museo 
Alejandro Otero en Caracas, a San Francisco y a Nueva York.

10. Carolina Ponce de León se refiere a este asunto en el artículo Random 
trails for the noble savage, en Beyond the fantastic. Contemporary art 
criticism from Latin America, editado por Gerardo Mosquera, MIT press, 1996, 
p. 225-228. “Este marco de referencia (el modelo modernista) permite 
solamente dos opciones (para el arte de la periferia): una, correspondencia 
con los modelos del centro, lo cual lo condena a ser epígono y a verse 
diluido en un internacionalismo aséptico; dos, diferencia, afctada por una 
noción cerrada de identidad cultural como la única posibilidad para la 
originalidad. Se interpreta que los artistas latinoamericanos están o bien 
fuera del circuito internacional, o subordinados al modelo euroamericano”.

11. Como se vería hacia el final de la década, con su participación en 
exposiciones internacionales de gran visibilidad como Cocido y Crudo en el 
Centro de Arte Reina Sofía en Madrid (1994), su inclusión en el Carnegie 
International (1995), su exposición personal en el New Museum de Nueva York 
y en SITE Santa Fe (1998) y la publicación de la monografía de su obra por 
la prestigiosa editorial PHAIDON a principios del 2000.

12. Me refiero a José Alejandro Restrepo, Miguel Ángel Rojas, Juan Fernando 
Herrán, Nadín Ospina, María Teresa Hincapié, Delcy Morelos, Jaime Iregui y 
Gloria Posada, entre otros; las excepciones más notables las constituyen 
María Fernanda Cardoso y Fernando Arias, quienes viven en Australia y Gran 
Bretaña respectivamente.

13. En Colombia hablamos de “la Época de la Violencia” para referirnos a los 
años cincuenta (un eufemismo que inclusive aparece en nuestros libros de 
texto), como si la violencia hubiera cesado o al menos amainado desde 
entonces.

14. No hace mucho, los canales locales de televisión acordaron presentar las 
imágenes de las masacres únicamente en blanco y negro como una forma de 
mediar la violencia, medida que solo duró unas pocas semanas hasta que 
tambien fue integrada en nuestra conciencia visual, con lo cual su rol fué 
neutralizado. Esta desensibilización contrasta con el efecto subliminal de 
las imágenes violentas -que resultan en una amenaza colectiva- tal y como en 
otras épocas la exhibición pública de aquellos asesinados por la Mafia 
servía como advertencia para otros: en su imperativo de informar, el 
periodismo gráfico está siendo secuestrado por aquellos que trata de 
denunciar.

15. En 1962, Alejandro Obregón recibió el Premio Nacional de Pintura con su 
cuadro Violencia, sobre el cual Marta Traba escribiría: “La idea de la 
violencia que pintó Obregón se siente como cosa propia en Colombia, porque 
millares de sacrificados la respaldan trágicamente pero repercute en 
cualquier parte sobre cualquier tierra, allí donde se haya cometido un acto 
de barbarie”. Pero Traba argumentaba que el arte debía comprometerse con 
sus propios problemas -los pictóricos en este caso- para no caer en lo que 
ella consideraba “algo siempre distinto de la pintura, algo impuro que el 
pintor persigue y que le desvía de su rigor estético, ya sea la suerte de un 
movimiento político, o el comarquismo en sus múltiples deformaciones, o el 
éxito en la “buena sociedad”. Traba, Marta. “Violencia”: una obra 
comprometida… con Obregón, Revista La Nueva Prensa, Bogotá, 1962. 
reproducido en Marta Traba, Museo de Arte Moderno, 1984. Pag. 89.
En 1999, el Museo de Arte Moderno de Bogotá organizó la exposición Arte y 
violencia en Colombia desde 1948, curada por el crítico e historiador Álvaro 
Medina. Esta muestra- a pesar de que se enfrentó al problema de la 
violencia desde categorías formalistas, privilegiando el enfoque 
iconográfico al conceptual- logró su objetivo de generar conciencia de la 
mirada artística sobre un fenómeno social y político que ha marcado el 
desarrollo del país a partir de la segunda mitad del siglo 20.

 

Jose Roca

Este texto fue escrito para el proyecto de publicación Arte contemporáneo del Ecuador de la Fundación CEAC, en 2000

 

Jose Roca