¿Puede un concepto ser extremadamente sensorial y físico? Claro que sí: la distorsión lo es. De manera similar a cuando Héctor Libertella afirmaba: “escribo más con el cuerpo que con la cabeza” la distorsión fue la clave de varias experiencias culturales que aún no alcanzaron su cenit.
Una mañana, hace ya muchos (demasiados) años, me desperté con una convicción; me dije: “me gustaría aplicarles pedales a la escritura teórica”.
La década del 80 fue la década de la ampliación del campo de la distorsión. Me acuerdo de amigos conectando sus viejos pedales de guitarra intentando emular el “sonido Andy Summers”, o la estrategia Adrian Belew (que por entonces se encerraba a grabar un disco inspirándose en el Picasso novelista: Desire Caught by The Tail”).
La diseminación sónica (los Sonic Youth afirmando “la guitarra es sólo una madera con cuerdas” –dejando entre paréntesis toda una tradición-, pero también My Bloody Valentine, Ride y los primeros Flaming Lips, por citar sólo unos pocos) fue una de las banderas de la embestida indie. Faltaban unos cuantos años para la proliferación electrónica. El sampler era aún algo por investigar.
Me desperté, les contaba, con una sensación: quería hacer una versión Sonic Youth de los ensayos de Lezama Lima (Tratados en la Habana). Se lo comenté a Alfredo Prior y se entusiasmó: “directamente necesito distorsionar mi cabeza”. Distorsión implica torcer, pero asimismo fagocita otras nociones, como la de saturación y sobrecarga. Decíamos en broma “este texto es puro Barthes con flanger”. En lo visual, la psicodelia sobresaturó los colores, extremó la paleta y los brillos. La distorsión no tiene gramática ni sintaxis propia; es, como diría Haroldo de Campos de la escritura de Paulo Leminski: barrocodélica. Un conjunto de experimentos sobre la forma. Una forma que somos nosotros.
Bastante contemporánea, en la fórmula de Leonidas Lamborghini encontré un aliado formidable en la literatura. Lamborghini incitaba a “absorber la distorsión y devolverla multiplicada”.
Sus maneras al pensar la literatura, sus reescrituras por ejemplo, eran un estimulante muy grosso. Su uso político y a la vez desenfadado de la tradición argentina, enfrentado a la reinante la supercorrección, era un oasis. En esa época mi fanatismo por Pepe Romeu, el primer escritor argentino en entender a todo esto a lo que nos estamos refiriendo llegó a extremos (Romeu se suicidó a los 24 años a mediados de los 70).
Sin lugar a dudas, quien completó los primeros esbozos de ese trayecto fue Marcelo Eckhardt, con una seguidilla de libros tan impactantes como hoy incoseguibles: Radio la lengua y Radio el beso, el genial Látex (muy elogiado por Josefina Ludmer) y ¡Nítida esa euforia!, que había adelantado en pequeños fragmentos en la inolvidable publicación Aparato Ruido.
A la gran distorsión argentina, salud.
Distorsión: «Entendemos por distorsión la diferencia entre señal que entra a un equipo o sistema y la señal de salida del mismo. Por tanto, puede definirse como la «deformación» que sufre una señal tras su paso por un sistema. La distorsión puede ser lineal o no lineal. Si la distorsión se da en un sistema óptico recibe el nombre de aberración.» Wikipedia.
Lamborghini: «Pero hubo un pequeño puñado de gente que vio en lo mío una ruptura que haría época. Digamos que era la época la que empujaba a la ruptura. Digamos que la lagrimita quedaba para los de «la canalla elegíaca», como supo identificarla Baudelaire. Para mí, el camino era asimilar la distorsión, el torniquete de la historia, y devolverla multiplicada. Sí, la cosa era violenta y esa violencia, lo fui descubriendo, escondía una risa»