Julia Buenaventura comenta el libro «Tantas vueltas para llegar a casa» de Carolina Ponce de León

«El transcurrir de los hijos ilegítimos, sus vicisitudes e incidencias, siempre ha resultado de sumo interés para la construcción de cualquier historia. Ficción o no ficción, los ilegítimos aportan nudos increíbles a la más somera de las tramas pues, por un lado, son depositarios del poder por derecho propio y, por otro, ningún poder ha de corresponderles…»

El transcurrir de los hijos ilegítimos, sus vicisitudes e incidencias, siempre ha resultado de sumo interés para la construcción de cualquier historia. Ficción o no ficción, los ilegítimos aportan nudos increíbles a la más somera de las tramas pues, por un lado, son depositarios del poder por derecho propio y, por otro, ningún poder ha de corresponderles. Baste recordar la última gran saga mediática, Game of Thrones, que no fue otra cosa sino la historia de uno de ellos, John Snow, quien pasó de ser un cero a la izquierda al gran protagonista de la acción, en cuyas manos quedó depositado el destino del mundo.

Un nacimiento ilegítimo coloca en jaque el orden social, revelando engranajes, jerarquías y sobre todo mecanismos. El libro Tantas vueltas para llegar a casa de Carolina Ponce de León da cuenta de esto, un texto de carácter autobiográfico en el cual la autora revela manifiestamente ser hija extramatrimonial del director del periódico El Tiempo, cargo, en ese entonces, 1955, crucial en el contexto de Colombia. Tal nacimiento marca, de ahí en adelante, todos los sucesos de la familia, comenzando por el súbito nombramiento de la señora Ponce de León en un cargo diplomático en Nueva York, ciudad a la que partirá con sus cuatro hijos y la pequeña Carolina de meses de edad.

La retirada del panorama colombiano es total y, al parecer definitiva. En el libro queda claro que la familia se va a cambio del silencio. El trato, de cualquier forma, no es un mal trato, un puesto diplomático en Nueva York que da para sostener a cinco hijos pequeños, a cambio de permanecer alejados y en una actitud discreta. Y tanta es la presión para resguardar el buen nombre del señor, Roberto García Peña, director de El Tiempo, que hasta obispos intervienen, así, dice la autora: “Cuando mi madre decidió irse de Colombia a los Estados Unidos, logró obtener una aprobación de la Curia para sacar los pasaportes y los permisos de salida del país para ella y sus cinco hijos, sin la autorización obligatoria de su marido, Antonio Ponce de León Jimeno”.

El trato tácito se cumple, las partes guardan el silencio necesario, hasta que Carolina, adolescente, decide volver a Colombia a conocer sus raíces, para enterarse, más temprano que tarde de que su padre no es su padre. Y aquí el libro es descarnado, pues el lector va advirtiendo, como quien no quiere la cosa, que nuevos tratos se yuxtaponen, nunca de una forma abierta, sino implícita, negociaciones que se van dando a través del otorgamiento de empleos.

Además, porque más problemas se suman al problema. Carolina queda embarazada sin haberse casado, en una especie de ajuste de cuentas con su clase social. Y es que el libro, en efecto, parece un ajuste de cuentas, una respuesta a otro libro, el publicado por la madre de Carolina, poco tiempo antes, en el cual no se da cuenta de los hechos aquí enumerados.

El primero de los puestos formales que le asignan a la escritora, consiste en la Coordinación del área de educación del MAM, hoy MAMBO, el museo más importante de Colombia para la época. Esto a una joven que, como ella misma afirma en el texto, no tiene ninguna experiencia en el ramo, ningún título universitario, ninguna hoja de vida que la habilite para tal cargo. Carolina es clara al respecto: “Me reuní con Beatriz González –conocida como “la maestra”–, en ese entonces directora del departamento de educación del museo, para solicitarle empleo. Muy pronto, la entrevista dejó en claro mi falta de experiencia, pero también que poseía un capital de vida inusual para una aspirante sin trayectoria. En febrero inicié mi trabajo como coordinadora del departamento.”. Y más adelante: “Para una joven aprendiz, estaba en el lugar propicio para entender cómo funcionaba el sistema del arte en Colombia desde adentro por tener como ejemplo a tres cabecillas del poder cultural de la capital: Beatriz González, Eduardo Serrano y Gloria Zea.”

El libro continúa por ese camino. Llega el puesto de curadora general del Banco de la República. De nuevo, el nombramiento sorprende tanto a la autora como a un lector estupefacto. Y digo estupefacto, porque en el texto son revelados estos pactos tácitos del poder que gobiernan nuestra república, a pesar aún de los mismos implicados o, mejor aun, a cambio de guardar todas las normas del decoro.

Un pasaje del libro resulta clave al respecto. El director del Banco decide hacer la exposición de las pinturas de una poderosa señora venezolana de quien la autora prefiere usar un seudónimo: Corina Trujillo. La curadora se niega a realizar la muestra, pero es obligada por las instancias de poder, frente a lo cual aprende, para emplear sus mismas palabras, “lo que es llorar a moco tendido” en el marco de una junta administrativa. La autora considera seriamente la posibilidad de renunciar a su cargo, sin embargo: “El domingo por la tarde me llamó Jorge Sánchez, el subgerente administrativo y número dos del Banco. Carolina, el gerente sospecha que vas a renunciar y te pide que no lo hagas. Haz la exposición como un favor personal a él. Apreciaba mucho al doctor Ortega; tal vez proyectaba en él una figura paterna a quien le debía mi lealtad incondicional. Y me quedé.”

Pero la historia no termina allí. Llegan los cuadros de la señora Corina en un estado lamentable y la curadora comisiona la restauración de estos, ya no al equipo del banco, sino a un pintor popular de vallas de cine que era contratado para escribir los textos de pared de las exposiciones antes de la invención del plotter. El sujeto, “calvo, voluminoso, populachero y buena onda”, hace un excelente trabajo y la señora Corina queda muy agradecida, aun cuando triste, pues a su inauguración no va ningún artista o intelectual del país. La historia se cierra con las siguientes líneas: “Pese a ser la esposa de una figura prominente y adinerada, era frágil, regordeta y vulgar con sus zapatos con pintas de leopardo y trajes plateados ceñidos a sus gorditos. Me recordaba a Miss Piggy. Tenía modales deplorables, eructaba en la mesa que compartía con elegantes amigas bogotanas de la señora Ortega. Debe ser el chancho que me comí ayer, aclaraba.” (p.126).

Aquí el libro presenta otro de sus ajustes de cuentas. No hay que decirlo. La autora se saca el clavo por una exposición que no quería hacer, pero a la que se vio obligada. No obstante, más capas se yuxtaponen en estas líneas. De un lado, la comisión del arreglo de los cuadros de una señora vulgar a un pintor tan vulgar como ella, y, de otro, la descripción más de la señora y sus modales que de sus obras, una descripción que muestra una lucha de clases acérrima, tenaz, los nuevos y advenedizos cortesanos, surgidos de fortunas pasajeras contra los cortesanos de cuna, una lucha tremenda en los ochentas (con el petróleo y el narcotráfico), pero sobre todo guardada en los límites del viejo recato, recato que se lleva en las venas. Sigamos con el libro: “El poeta Darío Jaramillo, mi jefe después de la partida de Juan Manuel Ospina, comentó: He conocido mucho arribista en esta vida; pero tú eres la primera abajista. Sin embargo, Carolina, te puedes poner todos los bluyines que quieras, siempre se te va a ver la clase en la cara. En esencia esa era mi contradicción.”

Muy bien. No voy a entrar en detalles. Para eso está el libro.  En él se revisa además el excelente programa Nuevos Nombres, creado por Carolina, y por el cual pasaron figuras como José Alejandro Restrepo o Doris Salcedo, cuya relación está expuesta en las páginas. Sólo haré referencia a otro pasaje interesante, en el cual la autora descubre a un artista popular que no ha tenido, según su punto de vista, un justo reconocimiento: Darío Jiménez.

La pintura de Jiménez le es presentada a la curadora por las hermanas, pues el pintor ya ha fallecido. La curadora ve una obra excelente y decide organizar una exposición retrospectiva, algo similar con lo que estaban haciendo con la obra de Débora Arango en la Medellín de entonces, para citar el propio paralelo propuesto por Carolina. De cualquier forma, y pese a sus esfuerzos, la muestra pasa sin pena ni gloria, frente a lo que la autora se pregunta: “¿Quién tiene las llaves de las puertas de la historia del arte? ¿Quién decide quién ingresa y a quién se excluye?” Para concluir: “Como Débora Arango, Jiménez tenía grandes aciertos y una visión cruda del sexo, el erotismo y la religión. A diferencia de ella, no contaba con una estructura institucional sólida detrás, ni con el nacionalismo regional con el que los antioqueños acogen a los suyos. Sin embargo, esta explicación no alcanza a ser suficiente. El espíritu transgresor de ella y la valentía con la que se abordó la sátira política y la expresión sin tapujos de la sexualidad femenina iban más allá de las elucubraciones de marginalidad bohemia de él. Ella participaba en un sistema de relaciones artísticas y culturales que escogía transgredir; él, un desertor acosado por los dilemas morales”. (p. 114)

El paralelo no me parece justo. Débora Arango no hizo parte del sistema. Más aún, se le cerraron las puertas en todos los sentidos, tanto con la amenaza de excomunión del obispo en plena época de la Violencia en Colombia, como con que un Pedro Nel le negara la carta de presentación para ir a México. Entre Débora Arango y Darío Jiménez no hay paralelo posible. Para decirlo claramente, el reconocimiento a Débora Arango se debe a que su pintura es extraordinaria, y mucho mejor que la de un Andrés de Santa María o la del mismo Pedro Nel Gómez. Ahora bien, ¿qué hace que unos entren y otros no en la historia del arte?, sin duda alguna, suerte, también sirve tener contactos y alguien moviendo la obra, pero esto no basta, es necesario ser excelente y para serlo hay que ser absolutamente auténtico. ¿Qué es ser auténtico? Es quebrarse a uno mismo, romper la máscara que uno se ha construido para no acabar lleno de fango y lodo, en suma, es justamente eso: acabar lleno de fango y lodo.

Quebrarse, romperse, despojarse del personaje, ir hasta el final de uno. La exploración formal de Débora, la paleta y tamaño de sus obras no es algo apartado del tema, forma y contenido van juntos, de hecho, arte es cuando el contenido se vuelve la forma y la forma el contenido. Mujeres como Débora Arango se quiebran, se hacen añicos, la valentía de la pincelada es la valentía del tema, no hay disociación entre uno y otro.

El paralelo propuesto, en las páginas del libro, entre Darío Jiménez y Débora Arango no aplica, máxime porque Jiménez no es un buen pintor. Pero voy más allá. Carolina Ponce de León se presenta en su libro como alguien que se ha quitado la máscara, que se desnuda ante el lector, y que, de hecho, hace parte de la nueva ola #MeToo, como portadora de la bandera de un nuevo feminismo tras haber sido víctima de su ex esposo, sin embargo, el nombre del maltratador es omitido en el texto, para presentarlo escuetamente como “M”. Lo que deja el sinsabor de una denuncia hecha a medias, pero más aún, en el libro no queda clara la posición de Carolina frente a problemas de género puntuales que han sucedido en el campo del arte en Colombia en los últimos tiempos.

El libro continúa, da cuenta del largo pasaje de Carolina por Nueva York y Los Ángeles, en una ciudad al lado de Bruce Ferguson y, en la otra, al lado de Gómez-Peña. Y luego su vuelta a Colombia.

Si bien del texto hay que destacar una tentativa por buscarse, por encontrarse, no hay en sus páginas una confrontación real, ni con la propia clase de la autora, encargada de otorgar posiciones, ni con su propio género, los relatos de sus matrimonios resultan, por decir lo menos, desconcertantes. No hay una sublevación en el texto, se advierte una neutralidad política que atraviesa el conjunto del relato, en un país con todos los records en asesinatos de líderes sociales, de mujeres, de militantes de izquierda. En fin, Tantas vueltas para llegar a casa me dejó claves y pistas sobre los tejemanejes del campo del arte en Colombia, sus vericuetos y posibilidades reales. Y eso, sin duda, lo agradezco.

1 comentario

Una persona anónima no tendría el estatus social necesario para que su crítica fuese divulgada, tienes que tener un nombre y mostrar una posición social acomodada al contexto de la alta cultura a la cual pertenecen el arte y el poder como signos de valor en nuestra sociedad colombiana. Es una decepción más para una ciudadana lectora enterarse de la cruda realidad de cómo funcionan las instituciones que manejan el arte en Colombia, de cómo te dan el trabajo por ser la hija de tal persona, te abren las puertas porque eres la hija de tal y trabajaste con tal, porque ya entraste en el círculo y todo ese poder te va a seguir protegiendo si te comportas…en el caso de una curadora y para una artista si tu talento brota y fluye más allá de los límites sociales entonces loas a tu obra. Bravo por Debora Arango. Por lo demás además del chisme entre alcurnias e instituciones para qué escribir sus memorias, para exhibir el recorrido «a mucha honra» ? o para darnos una arcada más con respecto a cómo se ha hecho la historia en el país en que vivimos??. De otra parte, quien proclama enfangarse en el lodo, quien estima el deber de quitarse la máscara social, esa que hace la marca del nombre, que se supone no se puede ocultar, porque se le nota….finalmente sería la genealogía…. familiar. Ese gesto de quitarse la máscara en dónde queda si también para quién hace crítica valen esas apariencias que tanto gusta nuestra sociedad colombiana tan amante de la buena cuna, del collar de oro y del escenario más ajustado a la estirpe. Acaso no aparece una contradicción en el escenario de ArtBo al mostrar cómo quien puede hablar a diestra y siniestra del arte está sentada y adornada como manda la alta cultura y el buen linaje. Así que pregunto, qué es lo que más brilla en nuestro destino y en nuestro ir haciendo cada cual su camino aunque ese camino fuese el de una hikikomori (profesional no exitosa), qué es lo que más se asemeja a lo que hemos aprendido y predicamos en nuestro diario vivir, el collar de oro? el escenario desde el cual nos hemos situado ante una audiencia? ¿En dónde está la fuerza más trascendental del arte y de la vida política de una práctica o de un discurso ar´tistico? ¿Cómo se hace creíble lo que decimos con lo que hacemos? ¿Quién dicta que eso que hacemos tenga algún valor? La máscara está puesta aún en quién se da el lujo de escandalizar revelando sus andanzas como vox populi. Un juego más que puede el poder