En esta nueva entrevista sobre la escena local el invitado es Juan Obando, quien hace una fuerte crítica a los activismos que proliferan en la red y los medios, así como a las formas de presentar y re-presentar la lucha social y la revolución contemporánea, las cuales se han «convertido en una moda mediatizada de la que todos participamos a través de hashtags y peticiones de change.org, y en la que la resistencia se plantea como un sistema de homogenización»
Desde su punto de vista ¿qué cambios de fondo ha percibido en la escena del arte (local y/o nacional) en la última década?
Juan Obando El cambio más grande que he visto es el de la injerencia de capital en el campo en su noción más expandida — capital político, social, financiero. A veces real, a veces virtual, o hasta imaginado. Vale la pena aclarar que hablo desde Bogotá y con una visión de túnel. Aunque casi la mitad de mi carrera la he hecho en los Estados Unidos, mantengo mi taller en NUEVO MIAMI y tuve la suerte de haber pasado una parte significativa de mi formación muy cercano a las operaciones iniciales de El Bodegón, un espacio/colectivo que funcionaba paralelamente a la pequeña hegemonía del arte Bogotano de mitad de los 2000s y que me presentó unas serie de ideas románticas rezagadas de los 90s: El colectivismo, la cooperatividad, lo anti o post institucional, lo “glocal”, —y sobre todo lo contextual y lo relacional. Es difícil entonces separarme de esas ideas/ideales para medir lo que pasa hoy, así les aplique el cinismo milenial y el carrerismo más extremos. La entrada de un supuesto mercado saludable por medio de un “boom” mediático a finales de los 2000s aparece traumático a la luz del tiempo por obvias razones —fue una disrupción (¿Calculada? ¿Orgánica? No se). Hubo carreras frustradas, procesos inconclusos, y muchas relaciones que se tornaron meramente mercantiles. Hoy ya es posible ver un poco más allá del humo del boom y aparece un paisaje emocionante. Obviamente no ideal. Hay lugares para el mercado, hay lugares para la socialización, hay otros para la experimentación, la educación, la discusión y el intercambio, y a veces hay cruces felices. Sería fácil quejarse de la sobre-visibilidad de los ejes que concentran el nuevo capital y su relación con la miopía gubernamental que se beneficia de confundir lo cultural con entretenimiento, con arte, con creatividad, con diseño y emprendimiento; y la serie de comportamientos sociales que surgen de eso: el tipo de obra que se enseña y se produce, las audiencias que esto genera, y las expectativas de escalamiento intrínsecas del capitalismo. Pero realmente me parece más interesante explorar las periferias que se han expandido, los espacios que flotan entre lo visible y lo opaco, los quiebres institucionales; lo que aparece después del boom.
¿De qué forma se relaciona Pro Revolution con el auge de un tipo de activismo político propio de las redes sociales que puede tener efectividad para convocar marchas, pero propicia una suerte de indignación automática, la polarización de la opinión y una amplia variedad de formas de participación política?
Juan Obando Yo quisiera creer que de todas las formas posibles. Los sistemas de simulacro y vigilancia que están operando hoy en día, en todo momento de nuestras vidas, fueron la gran inspiración para el proyecto Pro Revolution en Odeón.
La obra en cuestión, “BienStar”, hace alusión a sistemas de control auto-informados y a la instrumentalización de la libertad dentro del panóptico digital. El año pasado leí un libro muy bueno de Byung-Chul Han llamado “Psicopolítica” y en un momento dice: “El panóptico aisló a los prisioneros unos de otros con fines disciplinarios y les impidió interactuar. En contraste, los habitantes del panóptico digital de hoy se comunican activamente entre sí y se exponen voluntariamente. Es decir, colaboran en las operaciones del panóptico digital. La sociedad de control digital hace un uso intensivo de la libertad.” Este libro me cayó al tiempo en el que una de las personas cuyo perfil de Tinder aparece en mi obra “A Bird Without A Song” descubrió la obra en Instagram tres años después y se dió a intimidar a las instituciones e individuos que la publicaban (de paso intentando amenazarme legalmente), aludiendo a la supuesta violación de su propiedad privada. Pero al revisar su perfil —que aparece público— uno se encuentra un gran número de toda clase de selfies con sus respectivas localizaciones y etiquetas. La ironía es que mientras Instagram y Facebook se capitalizan exponencialmente al minar y traficar la información que felizmente les regalamos, nosotros no sabemos a dónde dirigir nuestra frustración con las condiciones de autoexplotación y post-privacidad en las que nos exponemos. Este caso sólo es un ejemplo del tipo de comportamiento generalizado que la libertad y transparencia simuladas en las redes sociales modelan para la sociedad contemporánea. El verdadero sistema operativo que nos mantiene en control está diseñado para ser invisible, celebrado y usado intensamente. Es una tiranía feliz.
En la antigua lengua Sánscrita, “swastika” significa “bienestar”. Esta coincidencia aparece apropiada en este momento histórico en el que conceptos de salubridad como el “Bienestar Digital” (digital wellbeing) son promovidos por las grandes compañías de Internet —especialmente Google. Según sus directrices, esta salud operativa se obtiene usando los productos de su marca con mayor intensidad. Silicon Valley pretende establecer el aislamiento anunciado y el autocuidado público como parte de un gran mecanismo de consumo, vigilancia y control.
Muchos seguimos olvidando que Internet es en realidad una invención militar proveniente de los Estados Unidos con fines hegemónicos y totalitarios, y que hasta los pequeños espacios de juego que quedan en él son parte de un plan activo de defensa global que se toma alrededor de 15 billones de dólares anuales del presupuesto de defensa de los EEUU. Encima de este campo de batalla se construyen los habitamentos populares como Facebook, Instagram, YouTube y Twitter, los cuales han sido completamente moldeados por los intereses del mercado. Estos espacios de “discusión” funcionan como un centro comercial diseñado en base a modelos psico-económicos dominantes que con nuestra complicidad y participación se nutren de vigilar, anotar, y direccionar cada uno de nuestros movimientos, en línea o fuera de ella (hace poco, por ejemplo, se reveló como Amazon es la principal fuente de espionaje con la que cuenta la fuerza de inmigración de EEUU). Es por tales razones que no me sorprende que estos “centros urbanos de internet” sean los escenarios para performar una “resistencia política” mediada, medida y configurada a un nivel aceptable que no disturba al sistema. Cuantas imágenes de marchas circulan en internet y con cuanta pasión se defienden cuando su aparente causa se alínea con nuestra ideología?
El hecho de que para muchos estos sistemas de control sean invisibles no quiere decir que no afecten nuestra percepción y configuración de la realidad. Es más, esa es su misión final (véase post-internet). Por ejemplo, hace cinco años aparecieron públicamente los servicios privados de protestas masivas actuadas —agencias que organizan protestas profesionalmente y que cuentan con la experiencia de reclutar y entrenar a miles de actores y con todo el arsenal mediático necesario para la validación y repercusión de las causas dictadas por sus clientes (desde pancartas y camisetas hasta websites, estudios, y reportajes en cadenas populares de noticias). Estas agencias se posicionan detrás de las mayores protestas de los últimos años en los Estados Unidos. Es así cómo los patrones estéticos, discursivos y espacio-temporales de estas manifestaciones “orgánicas” se develan altamente regulados, estilizados y serializados —y sus efectos mayormente estéticos. Aunque muchas de estas protestas aparecen justificadas, su repetición y saturación dentro de las redes sociales (por ejemplo a través de trending hashtags) parece funcionar como una terapia de shock, neutralizando el imaginario común al momento de cuestionar las verdaderas causas de fondo de estos malestares sistémicos y de pensar soluciones comunales específicas.
Es en este momento en el que me parece muy interesante la figura del hacker, sus zonas de intervención, sus mecánicas, sus lenguajes y posibilidades. Esta figura ha tratado de ser demonizada y aniquilada en el imaginario global. Los sistemas físicos —computadores y dispositivos móviles— se comercializan completamente sellados y no existe una educación popular acerca de sus mecánicas internas, los sistemas virtuales son una gran estructura de mercadeo diseñada para el flujo seguro y regular de publicidad y recolección de datos, y los sistemas de consumo (netflix, spotify, etc) son zonas de ingestión interminable e infinitamente navegables. Estamos ante un oscurantismo ilustrado: rodeados de imágenes e información pero sin la menor idea de cómo se construye la estructura que las crea y distribuye o de cómo llegan estos datos a repetirse ante nuestros ojos, modelando ideología y convirtiéndonos en “replicadores de propaganda”.
En su propuesta para Odeón hubo un concierto de «Pussy Riot» que toma de punto de partida la presentación de Pussy Riot en Rock Al Parque 2018 en Bogotá. ¿Nos puede ampliar un poco lo sucedido con esta pieza?
Juan Obando Esa obra presenta a Pussy Riot como una de las muchas instancias en las que el Departamento de Estado de los Estados Unidos ejerce control, dirección y diseño sobre figuras “revolucionarias” que se alinean estratégicamente con sus intereses para generar desestabilización y propaganda contra estados competidores. En este caso en especial, la obra habla también del involucramiento de la CIA en el arte. Se vió con la la pintura abstracta, con el desmantelamiento del muralismo mexicano, y hasta en la escritura creativa. Pussy Riot es un caso especial porque se vende como activismo y arte a la vez, y además públicamente se ha aceptado que trabajan directamente con el gobierno de los EEUU. No es un secreto. El colectivo ha sido celebrado en el senado, patrocinado por el Departamento de Estado a través de la Fundación Nacional para la Democracia (NED) y ha hasta colaborando directamente con la campaña de Hillary Clinton. Es más, aparecen en House of Cards —lo cual para mi ya de entrada lo pone en el mundo de la ficción. Lo interesante es que en Colombia, que es el receptor número uno de intervención militar, política, cultural y humanitaria de los Estados Unidos en Suramérica, mucho de esto no se sabe. Por rebote —y casi accidente, nosotros digerimos la propaganda del modo en el que está idealmente diseñada. No cuestionamos esas imágenes. Hay que admitir que son muy seductoras: Están perfectamente diseñadas para activar todos los arquetipos románticos revolucionarios que la industria del entretenimiento ha inyectado en la cultura popular por años.
Si se sigue la historia de Pussy Riot, aparece obvio que ahora hayan vuelto al mundo del arte a través del diseño de moda, objetos de colección y hasta gira de conciertos actuados por clones en diferentes ciudades a la vez. Su patrocinio oficial desde el gobierno de Obama y su alineación con la campaña de Hillary Clinton, sumada al desescalamiento de la agresividad contra Rusia por parte del gobierno de Donald Trump, las hace obsoletas en el nuevo escenario global para los intereses inmediatos de los Estados Unidos. Queda entonces volver al arte. Aprovechando ya que su máscara es un contenedor vacío y fantasmagórico, “aparecen” en un festival de rock en Bogotá (que de paso es una institución de propaganda de estado en sí misma) mientras el mismo día sus redes sociales se llenan de fotos y vídeos de una presentación simultánea en Edimburgo sin ninguna mención de Rock Al Parque. Cuando los fans bogotanos indignados les cuestionaron esto, Pussy Riot contestó “ANYONE CAN BE PUSSY RIOT” (Cualquiera puede ser Pussy Riot). Esto demuestra el nivel de comodidad que encuentran en su propia ficción.
Gracias a la invitación de co-conspiración con Odeón y con su apoyo logístico, aproveché para hackear este código abierto —que no difiere mucho del “Marcos somos todos” del EZLN— y organicé un concierto de Pussy Riot en el espacio dos semanas antes de la inauguración de Pro Revolution. El concierto se anunció como un evento independiente que nada tenía que ver con la exposición y trabajé con una banda de Medellín para co-escribir y pre-grabar las canciones del repertorio. Estas hablaban directamente y con algo de humor sobre los temas que discutimos: de las relaciones de Pussy Riot con las prácticas imperialistas de los EEUU, el papel de la CIA en el arte contemporáneo, las noticias falsas y demás. El concierto fue performado por cuatro actores contratados quienes imitaron las canciones en playback directo con la grabación de estudio. Ni siquiera tocaron ni cantaron. La farsa fue doble. Guillermo Vanegas hace un mejor recuento de la noche, pero es claro el nivel de engaño al que estamos acostumbrados como receptores de medios y noticias cada vez más construidos sobre la ficción. Aunque desde el primer momento del concierto es claro que Pussy Riot en Odeón no es Pussy Riot de YouTube, la mayoría de la audiencia disfrutó del engaño al punto de poguear a ritmo de su propia decepción. He ahí la verdadera realidad aumentada en acción.
En una conversación a comienzos de este año, usted señalaba que nuestra escena artística era muy autorreferencial y que todo se mide bajo la óptica de unos discursos de un localismo muy añejo, representado por arquetipos que, en su opinión, no son tan relevantes, como el del conflicto, la víctima y el burgués. ¿Qué implicaciones tiene esto en las formas de discutir sobre temas como por ejemplo, el mercado y su incidencia en los activismos y el arte político?
Juan Obando Totalmente, y por supuesto que voy a generalizar, pero el lenguaje del llamado arte político y la discusión entre el arte y la política se ha formado desde un colonialismo interiorizado bastante avanzado. El discurso binario entre oprimido-opresor ó víctima-victimario ha sido creado en los mismos centros hegemónicos donde se ha configurado y promovido la ideología imperialista que celebra la ejercicio de violencia, desestabilización, e intervención en países como el nuestro como parte de un plan liberador y democratizante. A su vez, estos centros son los mismos que producen y promulgan la noción de “conflicto”. Ese término aparece como un concepto aséptico que disfraza esa violencia ejecutada por las políticas exteriores de los EEUU en alianza con las corporaciones multinacionales y las élites locales —en el caso de Colombia— y localiza sus causas en una imaginada autonomía geopolítica independiente del sistema. Estar en “conflicto” entonces se entiende como algo intrínseco, interno, autónomo, autóctono —casi folklórico—, y esto beneficia tanto a los poderes hegemónicos globales como a las jerarquías locales que se sostienen de vender de vuelta (en este caso, en forma de “producción cultural”) las pruebas de que el discurso ha sido interiorizado. El circuito se cierra perfectamente: se ratifica la posición subordinada y victimizada de estados como el nuestro y de paso la de benefactor benevolente de los Estados Unidos. Así, por ejemplo, una institución como Harvard no tiene ningún problema en celebrar y ofrecer una charla de un “artista político” proveniente de Colombia (un lugar salvaje poblado de “víctimas” y con un “conflicto interno”) mientras en el salón del lado se le enseña a una nueva generación de estudiantes que los Estados Unidos tienen el deber humanitario de intervenir —así sea a la fuerza— en el planeta, por el bien del “otro”. En eso si no hay conflicto. De esta relación simbiótica y superficial se nutre precisamente el sistema.
Articular nuestras discusiones basados en ese lenguaje y validar las prácticas que refuerzan este discurso —a través de critica, promoción, o discusión— nos encierra en un círculo vicioso que lo tiene todo para ser autosostenible. Y esto es lo más macabro de todo. Los suministros para producir ese tipo de “arte político” que se vende tan bien “en el exterior” se tienen que mantener vigentes para la perpetuación de su flujo y para el mantenimiento de la red y los actores que dependen de su comercio. Y así ad infinitum. Desde lo personal, estoy interesado principalmente en explorar y revelar las instancias en las que simultáneamente doblamos como víctimas y victimarios, como opresores y oprimidos, como actores y espectadores —los cortocircuitos que genera esa sobreimposición de roles y lo que eso dice de nuestro mundo actual. En esos quiebres veo la oportunidad de entablar una discusión más compleja —más allá de lo binario— que espero tenga la posibilidad de conectar con una conciencia universal post-política e imaginativa. Ya desde lo colectivo esperaría poder encontrar más instancias en los que, como gremio, expandiéramos el reconocimiento de lo político más allá de la representación. Que nos preguntaramos más acerca de la verdadera dimensión política de nuestras obras, sus referentes, sus lenguajes y los circuitos ideológicos y económicos que alimentan.