Invocando el arte: espíritus-semillas. O de cómo hacer de la actividad artística una práctica de cuidado

Al reconocer nuestras ‘obras de arte’ como espíritus-semillas, en lugar de simples objetos muertos o productos, introducimos un enfoque ontológico diferente que permite incorporar una dimensión de cuidado en la actividad artística; son cuerpos y están vivos, encarnan afectos y pensamientos, y, como tales, vibran, salpican y contaminan a otros.

Taller con Andris Brinkmanis, WHW Akademija, Zagreb, Croacia, 2024 / Participantes: Željka Aleksić, Damir Avdagić, Sanda Črnelč, Haonan He, Vismayaee Karande, Gaia De Megni, Josip Knežević, Aslı Özdoyuran, Andrés Matías Pinilla, Emily Roderick, Áron Rossman-Kiss y Pierre-Alexandre Savriacouty. Foto por Sanja Bistričić Srića

Invocando el arte: espíritus-semillas

o de cómo hacer de la actividad artística una práctica de cuidado[i]

 

Qué no hicieron para enterrarme,

 pero olvidaron que yo era una semilla[ii]

—Dinos Christianopoulos

 

[Observé mis] manos, vacías. Debía

confiar [mi] propia vida a los cuidados del mundo[iii]

—Robin Wall Kimmerer

 

Hoy es miércoles, 9 de octubre de 2024, y son las 2:42 p.m. Llevo puesta una camisa azul con pequeños puntos blancos. Tiene unos siete años —y lo demuestra—. Me queda ajustada, lo que me obliga a meter el estómago y levantar el pecho casi hasta la altura de mi mentón, corrigiendo la mala postura de mi espalda y cuello. Alguna vez fue de mi hermano menor, y sé que no le favorecía a él ni me favorece a mí. Es parte de mi ropa de estar en casa, y me la pongo cuando quiero sentarme a escribir. Cada vez que voy al baño y me miro al espejo, me digo: ¡de verdad me veo como una persona de escritorio! Confirmo que una camisa como esta es, precisamente, la prótesis vocacional que necesito para teclear en Word y hacer higiene mental, interpretando sentipensares con palabras, o como un ejercicio de organización y gestión emocional, más barato que cualquier terapia holística milenial. Seguro.

Después de escribir el párrafo anterior, hice una pausa recreativa. Y sí, lo sé, bastante pronto para haber escrito tan poco, pero no logro concentrarme. Abrí YouTube y me dediqué un rato al karaoke: La Isla Bonita de Madonna, Eternal Flame de The Bangles, Mi Fiesta de Bandalos Chinos, y Trigal de Sandro. Mis intestinos se relajan, regalándome una generosa dosis de serotonina. La tensión muscular en la cadera y la espalda baja disminuye luego de un saludable shot de endorfinas. Y los niveles de cortisol descienden lo suficiente como para devolver mi atención a esto: el texto. En verdad, deberían probarlo. Háganlo cuando el estrés, el agobio o la ansiedad estén tomando el control de sus cuerpos y cuerpas de “emprendedores empoderados”. ¿Por qué no nos enseñan estas cosas de niños? Si nuestras clases en el colegio (química, música, educación física, ética) hicieran cruising entre salones, sin duda nos habrían regalado el karaoke como una práctica psicoafectiva poderosa para sanar nuestra psique y regular la loca alquimia de nuestros cuerpos-mentes-espíritus entrenados en neoliberalismo avanzado.

Hoy, la emoción que me sentó a escribir es la tristeza. Después de haberla nombrado como rabia, frustración, decepción, incomodidad, insatisfacción, repudio, jartera, mamera, empute, entendí que, en realidad, lo que estaba sintiendo —con astillas de todo lo anterior— era tristeza. Esta tristeza viene amasándose entre el maltrato y la precarización que implica el hacerse una vida en el actual ecosistema del arte contemporáneo, y cuajándose entre el coraje y el malestar que, año tras año, crecen entre los artistas por los tratos infames que nos dan la gran mayoría de galerías, lo insoportablemente clasistas y elitistas que son los grandes eventos de socialización y comercialización de las obras de arte —las ferias, principalmente—, y el desprecio que nos muestra la institución al incumplir contratos y acuerdos, asignar presupuesto público a dedo, o imponer agendas temáticas por género, etnia, clase, ciudadanía, etc. Mientras los artistas seamos obedientes, aprendamos a callar y mantengamos un perfil sumiso y complaciente con lo que el sistema nos pida, quizás logremos algunos de sus mimos, al menos por un rato. Pero si llegamos a alzar la voz, reclamar o protestar ante cualquier forma de maltrato, se nos recordará lo desechables que somos para este: fácilmente reemplazables, cancelables y olvidables. Aquí, el cuidado, como en tantas otras dimensiones de la vida, ha desaparecido por completo del código relacional de nuestro ecosistema artístico, y es la principal razón de mi tristeza.

A pesar de todo esto, necesito entender la tristeza como una emoción movilizante. Agenciada con algo de inteligencia emocional, permite ralentizar la percepción espacio-temporal y operar a otros ritmos —sin los vapores de la histeria— y entrar en ‘modo reflexivo’ para encontrar soluciones inesperadas a problemas que se presentan como irresolubles, algo que nuestros smartphones o dispositivos electrónicos inteligentes aún no tienen incorporado. Esto lo pude entender, no con la didáctica película Intensamente de Pixar Animation Studios, sino conversando con mi amigo, el artista estonio Dénes Farkas, con quien compartí un tiempo de introspección, creación y fiesta en el programa de residencias URRA Tigre en la provincia de Buenos Aires, Argentina, en 2017.

Taller “Romper el Futuro” mediado por Andrés Matías Pinilla, R.A.R.O. Bogotá, Colombia, 2024 / Participantes: Andrea Millán, Bani Dilacore, Catalina Rozas, Diego Barriga, Elizabeth Galuh, Juan Pablo Correa, Krystel de los Ángeles, Lina Ángel, Luz Adriana Vera, Manuela Alarcón, María Heller, Mónica Llorente, Natalia Castillo, Natalia Ospina, Nathalie Alfonso, Paula Cárdenas, Pol Manterani, Santiago Cifuentes, Santiago Tavera, Tatiana Puerto y Yamile Suero. Foto por Masha Avriskina

Cuando conocí a Dénes, una de las primeras cosas que llamaron mi atención fue su manera pausada de hablar, la calma y meditación presentes en cada uno de sus movimientos, y cómo su ceño y su mirada aportaban un aura de tranquilidad y contención a sus palabras. Pasar tiempo con Dénes era como habitar una dimensión-otra en la que cada palabra hablada se expandía tanto que se podía ver dentro de ella, como fibras que, al estirarse, revelan mensajes ocultos. Su sana relación con la tristeza —que entendía como una prudente y necesaria desaceleración de los procesos mentales y emocionales— le ayudaba a transitar situaciones desafiantes de forma serena y reflexiva, sin caer en el desespero o la depresión (Gracias por esto Dénes).

Asumir esta emoción —que tantas veces me ha hecho doler el cuerpo y hervir la piel— como una ‘posibilidad’ y no un bloqueo, proviene de mi obstinación por creer que existen otras formas de hacer una vida en (y con) el arte. Formas que no necesitan ajustarse al avatar del artista neoliberal que hoy moldea el perfil identitario de todo humano-artista para entrar en juego, sino que, por el contrario, se basen en una ecología del cuidado que fomente relaciones más solidarias, coopertaivas y amistosas.

El actual sistema de intercambio energético —el capitalismo neoliberal—, que domina el imaginario colectivo de las sociedades “occidentalizadas” y define los modos en que se produce y reproduce la vida humana, así como las formas en que pensamos, sentimos y existimos en el mundo, ha logrado, a pesar de todo esfuerzo de resistencia, instalar en el armario humano de las ficciones identitarias performables al libidinoso avatar del artista neoliberal. Este avatar define lo que ‘artista’ es y debe ser hoy para poder existir dentro del actual ecosistema global del arte y poder participar, interactuar y luchar por un lugar al interior de sus estructuras. Configurado bajo las lógicas de competencia, acumulación y éxito, el artista neoliberal se proyecta como una suerte de narciso individualista que rivaliza con sus pares, emprende proyectos juntando líneas de logros en un CV, y concursa por becas de movilidad o creación, mientras produce obras de arte a manera de objetos sensibles de lujo. Algunas de estas obras de arte, una vez materializadas y concebidas como bienes de consumo, terminan, con suerte, en la bodega de algún museo, el showroom de una galería, en una colección particular o, en la mayoría de los casos, en un perfil en Instagram, una plataforma de venta de arte online o amueblando la casa del artista.

El ethos del artista neoliberal ha sido cuidadosamente perfilado por las instituciones y aparatos culturales, económicos y educativos —tanto públicos como privados— del Estado neoliberal, a los que se les confió, inadvertidamente, el diseño de las formas, los agentes y dinámicas del ecosistema global del arte contemporáneo. Esto ha limitado el espectro de elaboración subjetiva y el agenciamiento del ‘sujeto artista’ al de ‘productor’ de una industria creativa y de entretenimiento, alejándolo de lo que podría ser una ecología de intercambio energético basada en el cuidado. Si bien esto no constituye un corolario o la verdad absoluta sobre la práctica sensible y el tipo de vínculo que todo ser, autopercibido como artista, asume y reproduce en el medio del arte en la actualidad, no podemos negar lo pesado y difícil que resulta esquivarlo al intentar hacer del arte una actividad sensible que permita imaginar y encarnar otros mundos menos alienantes, basados en prácticas de cuidado, políticas de interdependencia y solidaridad. Con esto, no busco romantizar ficciones de artista que hayan sido personificadas anteriormente en una u otra geografía o tiempo. Tampoco pretendo formular un nuevo paradigma idealizado del sujeto artista. Lo que propongo es intentar abrir posibles líneas de fuga hacia un espacio ‘otro’ de existencia que nos permita ensayar formas menos nocivas de hacer una vida en el arte.

Para empezar, podríamos decir que uno de los grandes desafíos que enfrentamos al abrir nuevos senderos para la emancipación del arte de la función neoliberal, más que semiótico o político, es de carácter ontológico. El capitalismo neoliberal, con todas sus espículas (heteropatriarcal, racial, colonial, extractivista, etc.), ha colonizado, entre tantos otros ámbitos, el imaginario del arte. La esencia de lo que el arte es, o puede ser hoy, como actividad humana, ha sido codificada en las lógicas de la hiperproducción, el progreso y la competición. Así, de artistas como concursantes, nuestra existencia se convirtió en espectáculo; de artistas como emprendedores, nuestra existencia se hizo marca; de artistas como denunciantes, nuestra existencia se volvió testimonio.

Taller con Sanda Črnelč “The Little Handbook” realizado en la Galería Kiosk como parte de la residencia artística WHW Akademija, Zagreb, Croacia, 2024 / Participantes: Damir Avdagić, Sanda Črnelč, Haonan He, Vismayaee Karande, Gaia De Megni, Josip Knežević y Andrés Matías Pinilla. Foto por Sanja Bistričić Srića

¿Qué podemos hacer entonces? Si respondemos con compromiso real a los llamados de algunas de las autoras y autores más citados en el campo global del arte, en textos curatoriales, postulaciones a convocatorias, ponencias o en historias de Instagram —Donna Haraway, Ursula K. Le Guin, Jack Halberstam, Sara Ahmed, Claire Bishop, Fred Moten, Boris Groys o Nicholas Bourriaud— necesitamos, ante todo, contarnos otras historias. ¡Mejores historias! Historias que nos permitan recuperar algo de fantasía, afecto y magia —por cursi que parezca— sobre lo que el artista y la obra de arte podrían ser en un planeta hiperconectado y diverso, donde múltiples mapas ontoepistémicos comienzan a salpicarse y entrelazarse, haciendo emerger naturalezas posthumanas desantropocentralizadas y ch’ixi (jaspeadas, veteadas y reconocidas en sus diferencias y contradicciones)[iv], como propone Silvia Rivera Cusicanqui en sus escritos, charlas y conferencias. En este contexto, una figura como la del artista puede verse poderosamente nutrida a través de estos procesos, germinando como un nuevo ‘simbionte poético’ capaz de gestar otros mundos posibles para habitar en el futuro y encarnarlos en un presente en crisis.Nuestra fuga es posible si ensayamos asumir la actividad artística, no tanto como un trabajo u oficio —términos que hoy parecen responder más a roles vocacionales y pautas de mercado que a una actividad sensible—, sino como un ‘estado mental-espiritual’ desde el cual somos, sentimos y nos producimos en (y con) el mundo de formas inesperadas y sorprendentes. En otras palabras, deberíamos intentar concebir a nuestro simbionte poético —político y deseante—, al que llamamos nuestro ‘yo artista’, no solo como un productor de cosas, ni a sus creaciones materializadas como productos, sino como una disposición psicosomática capaz de acceder a las memorias no exploradas de nuestro inconsciente para trasplantar, desde ese espacio-tiempo extraño, espíritus-semillas que, encarnados en esta realidad abigarrada, son lo que llamamos ‘obras de arte’.

La condición espectral de las obras de arte —ya sea una escultura en barro y saliva, un criptopoema, una narración oral, un casete de música protesta o una acuarela sobre papel— podría resonar, en cierta medida, con lo que Derrida formuló como hauntología[v] en los 90, al proponer que múltiples estructuras ontoepistémicas del mundo persisten como fantasmas o espectros en diversos aspectos de la cultura y la sociedad. Estos espectros configuran un tiempo no lineal y yuxtapuesto, un entrelazamiento de dimensiones espacio-temporales que se afectan mutuamente, desestabilizando y liberando posibilidades o causas no realizadas de tiempos pasados hacia futuros potenciales. Este proceso es lo que logran una película, una imagen, un libro o una historia emocionantes, siendo experimentados, digeridos y regurgitados, una y otra vez, por diferentes personas a través de distintos cuerpos materiales. Es habitar lo que Mark Fisher —que su alma halle la paz— describió como «el espacio entre el Ser y la Nada»[vi] al leer Los espectros de Marx, con el ‘dance onírico’ del álbum homónimo de Burial y Selected Memories From The Haunted Ballroom de The Caretaker, como prótesis mnemónico-emocionales. O como la experiencia extática de bailar en una fiesta con una selección de canciones perfectamente mezcladas bajo los efectos del MDMA. Esta pulsión por modificar el estado físico, mental y espiritual con el que experimentamos la vida surge como una respuesta rebelde frente a un mundo neoliberalizado que nos resulta inaguantable.

“Invocar el Arte”, clínica de obra mediada por Andrés Matías Pinilla en A-Isla, R.A.R.O. Buenos Aires, Isla La Rosana, delta del río Paraná, Argentina, 2024 / Participantes: Diana Arévalo, Elizethere Gennes, Flor Núñez, Juana Isola, Laura Cantisani, Mariana Milanesi, Nicole Pinzón, Pi Collado, Rosana Machado, Şeyma Kaya y Vanesa Dubost. Foto por Masha Avriskina

Arte como un ‘estado mental-espiritual rebelde’ de invocación.

¿Qué implicaría concebir el arte como un estado rebelde del cuerpo-mente-espíritu y, en acción, como una invocación que asume nuestras obras no como cosas inertes, sino como espíritus-semillas? A partir de este delirio ontoepistémico, propongo que las obras de arte, entendidas como espíritus-semillas, son entidades afectivas vivas que encarnan ideas, conceptos, historias, mitos y teorías de diversos tiempo-espacios, convirtiéndose, por tanto, en seres más que en objetos. ¡Están vivos! Así como Gloria Evangelina Anzaldúa lo sintió y pensó al invocar Borderlands/La Frontera, su espíritu-semilla más brotado y florecido en el pensamiento decolonial actual: “la obra posee una identidad: es un ‘quién’ o un ‘qué’, y contiene las presencias de personas, es decir, las encarnaciones de dioses, ancestros o poderes naturales y cósmicos. La obra manifiesta las mismas necesidades que una persona: tiene que ser ‘alimentada’, la tengo que bañar y vestir[vii].

Al reconocer nuestras ‘obras de arte’ como espíritus-semillas, en lugar de simples objetos muertos o productos, introducimos un enfoque ontológico diferente que permite incorporar una dimensión de cuidado en la actividad artística; son cuerpos y están vivos, encarnan afectos y pensamientos, y, como tales, vibran, salpican y contaminan a otros. Esta idea emergió en medio de una conversación con el antropólogo Cuna Edgar Ramírez Villalaz. Edgar compartía que, al considerar nuestras creaciones —ya sea un ensayo, una teoría, una fórmula matemática o incluso un poema— como semillas, estamos reconociendo en ellas ritmos y habilidades existenciales que nos exceden, que van más allá de nosotros mismos y nuestro tiempo de vida. Una vez concebidas, nuestras obras pasan a ser parte orgánica del mundo; como artistas, operamos como canales o instrumentos para que estos espíritus-semillas se materialicen en esta realidad. Cada vez que son vistas, leídas, discutidas, o se escribe sobre ellas, nuestras semillas echan raíces en nuestro imaginario colectivo, y cada vez que hablamos y pensamos con ellas, las estamos regando, alimentando, bañando y vistiendo para que tiren ramas y florezcan en nuevos conceptos, historias o nuevos universos de referencia. Aprendemos de su poder y entendemos sus mensajes ocultos al ser sus jardineros-cuidadores.

Sesión de “Escritura Paranormal” mediada por Andrés Matías Pinilla y Cristina Porto en A-Isla, R.A.R.O. Buenos Aires, Isla La Rosana, delta del río Paraná, Argentina, 2023 / Participantes: Agustina Fuster, Aline Crivelari, Florencia Sabattini, Marcela Serantes, Marcela Villagrán, Rocío Chuquimia, Sarah Louise Bielenberg y Valentina Albbin Maldonado. Foto por Bruna Castra

Artistas como jardineros-cuidadores.

También resulta pertinente integrar a esto el concepto aymara-quechua de la crianza mutua de las artes (yanak uywaña)[viii], tejido por las manos sentipensantes de la artista y tejedora boliviana Elvira Espejo Ayca (gracias por la referencia a mi amiga-colega Ana Milena Gómez). Crear, implica una comunión y relación de reciprocidad entre quien hace la obra y la materia prima que dará cuerpo al espíritu-semilla. No se trata simplemente de dominar una técnica o material; es establecer una crianza mutua con la materia y su energía. Esta relación íntima se manifiesta en cada acción durante el proceso creativo. Al reconocer que todo está vivo —la arcilla, el papel, la lana de la oveja, el vidrio, el pigmento, el disco duro, o el software que usamos para editar clips de video—, nuestro cuerpo-mente-espíritu comprende que lo que emerge de ahí es intercambio cenestésico con la materia; un proceso de cuidado y crianza mutua. En palabras de Elvira: “cuando tú piensas que la tierra te cría, que el agua te cría, que el viento te cría, que el fuego te cría, tienes que tener mucha afectividad y cuidado para integrarlas de la mejor manera, porque nos necesitamos. Es un equilibrio que viene de entender el universo”.

Ahora, esto no implica que nuestros espíritus-semillas no puedan circular dentro de un ecosistema de mercado. Toda venta de una obra es un intercambio energético, incluso necesario. El problema no es vender o no vender las obras de arte, sino los maltratos que ocurren en esta transacción económica, intelectual y energética. El problema es que cientos de artistas dediquen su tiempo, pensamiento y creatividad a hacer obras con temáticas específicas para concursos —de una marca de jabón, por ejemplo—, atraídos por la promesa de premios en dinero y divulgación, para luego encontrarse con que todo se disuelve en humo y espuma (de champán). O invertir tiempo de vida estructurando proyectos para pseudopremios que disfrazan de apoyo e impulso a una carrera una adquisición ventajosa y oportunista. El problema es recibir una beca de creación sin honorarios, o el pago de una obra en cuotas extendidas a veinticuatro meses. Entender nuestras obras como espíritus-semillas no arreglará un sistema que está podrido por dentro, ni es nuestra responsabilidad hacerlo. Considerarlas de esta manera es un ejercicio poético y rebelde frente a un sistema que ha destruido nuestra relación con el arte y con lo que hacemos en su nombre. Ser artista, hoy más que nunca, es un compromiso con imaginar, invocar y encarnar otras formas de existir en este mundo, basadas en políticas de interdependencia, reciprocidad y comunalidad. Una decisión tremendamente difícil que implica resistencia emocional y psicológica, sobrevivir realizando una miríada de trabajos que muchas veces nos gustan y otras no, y así poder seguir invocando historias, imágenes, y cuerpos materiales —espíritus-semillas— que nos ayuden a inventar otros modos de vivir una vida.

“El lenguaje es invención de modos de vida y los modos de vida invención de lenguaje»[ix], escribió en un texto el politólogo argentino Diego Sztulwark, al leer a Baruch Spinoza a través de Henri Meschonnic. Un acto casi paranormal de susurros, como si Meschonnic hubiera soplado el pensamiento de Spinoza a los oídos de Sztulwark, hilando puentes de aire entre autores de distintos tiempos y espacios.

Mis madrinas brujas —lo digo con amor y respeto— Gloria Anzaldúa, Robin Wall Kimmerer, Paul Preciado, José Esteban Muñoz, Silvia Rivera Cusicanqui, y Gloria Naranjo y María Helena González (mis abuelas), han susurrado en libros, conferencias, poemas, tejidos, muñecos e imanes para la nevera, los espíritus-semillas que me llevaron a escribir mi propio credo e invocaión como una práctica subversiva de reconfiguración psicosomática, con el que acompaño, desde hace más de un año, mis mañanas:

“Sé que la Tierra es una serpiente enroscada.

Sé que el tiempo es un caracol gigante de aragonito, calcita y nácar.

Sé que todo está vivo: el aire, las piedras, el pan, los smartphones, las imágenes de animales en los sueños… nuestra piel y todas las pieles que nos echamos encima. Y también sé que todo está muerto al mismo tiempo. Nuestros cuerpos son escamas de reptil. Son unos cuencos de queratina tornasol. Espejos. Cristales que a la vez son agua y luz, tierra y oscuridad. Y es que es eso lo que somos: mutantes. Pertenecemos a un único órgano celeste de aspecto dragontino. Así como nuestras uñas, somos ecosistemas que a la vez comprenden a otros ecosistemas, igual de grandes en tamaño, pero aparentemente más pequeños que los otros: bastidores de carbono, nitrógeno, hidrógeno y oxígeno. De miedo y de preguntas hermosas e incomprensibles. Y de eternos ciclos de retroalimentación producidos como recombinaciones tecnológicas de absorción, digestión, reproducción y significación del mundo. Inteligencias. Resiliencias. Antes de ser los cuerpos de humanos, algunas fuimos vapores, otros fuimos césped y algunes criptogramas electromagnéticos. O fantásticamente existimos como entes en barquitos bogando en las babas de algún molusco gasterópodo. Y es que vamos bailando en espirales que rechinan. Vamos bajando al inframundo. Vamos buscando llegar al centro y explotar: ¡¡¡Boom!!! Caos”[x]

 

Andrés Matías Pinilla, Bogotá, 2024*

*publicado originalmente en Artishock

 


[i]
Durante un período de ocho meses, fui invitado como becario por la WHW Akademija de Zagreb (Croacia), junto con once artistas de diversas nacionalidades y contextos socioculturales, a reflexionar colectivamente sobre el ‘cuidado’ como concepto y práctica, tanto dentro como fuera del ámbito artístico. Este proceso nos llevó a explorar preguntas fundamentales sobre el cuidado, imaginándolo como una posible ecología planetaria posthumana sustentada en políticas de interdependencia, mutualidad, solidaridad y reciprocidad.

[ii] Interpretación en español del poema Τι δεν έκαναν για να με θάψουν / αλλά ξέχασαν ότι ήμουν σπόρος (1978) de Dinos Christianopoulos

[iii] Kimmerer, Robin Wall (2021). Una trenza de hierba sagrada: Saber indígena, conocimiento científico y las enseñanzas de las plantas. Capitán Swing, p. 244. / He realizado una modificación a la versión original, cambiando la redacción de la tercera a la primera persona. En el texto original, se dice, refiriéndose a Nanabozho (personaje mitológico en la cultura de los pueblos indígenas de América del Norte, especialmente entre los pueblos Anishinaabe, incluyendo a los Ojibwe y los Potawatomi): “Observó sus manos, vacías. Debía confiar su propia vida a los cuidados del mundo”.

[iv] Ver, Cusicanqui, Silvia Rivera (2020). Un mundo ch’ixi es posible: Ensayos desde un presente en crisis. Ed. Tinta Limón.

[v] Ver, Derrida, Jacques (2006). Specters of Marx: The state of the debt, the work of mourning, and the new international (M. O. McKeon, Ed.). Routledge.

[vi] Fisher, Mark (2018). Los fantasmas de mi vida: Escritos sobre depresión, hauntología y futuros perdidos. Ed. Caja Negra, p. 153.

[vii] Anzaldúa, Gloria Evangelina (2021). Borderlands/La Frontera: La nueva mestiza. Capitán Swing, p. 121.

[viii] Ver, Espejo Ayca, Elvira (2022). YANAK UYWAÑA. La crianza mutua de las artes. PCP Programa Cultural Política.

[ix] Ver, Sztulwark, D. (n.d.). Antídoto Spinoza: La crítica como invención de modo de vida, en: https://lobosuelto.com/antidoto-spinoza-la-critica-como-invencion-de-modo-de-vida-diego-sztulwark/

[x] Pinilla, Andrés Matías (2023). Sé que la tierra, sé que el tiempo, sé que todo y nada (invocación).


Andrés Matías Pinilla
Bogotá, 1988

Artista y gestor cultural. Su formación en arte ha sido en espacios académicos tradicionales, programas experimentales, clínicas de obra y residencias artísticas en Colombia, Argentina y México. En 2024 fue becario de la WHW Akademija de Zagreb, Croacia. Desde 2010 ha llevado a cabo proyectos de diversas naturalezas en galerías, museos, bienales, residencias, ferias, espacios independientes, así como en islas, montañas, bosques y calles de Latinoamérica y Europa. Algunas de sus obras forman parte de colecciones públicas como el Museo Nacional de Colombia en Bogotá, el MARGS (Museu de Arte do Rio Grande do Sul) en Porto Alegre, Brasil, y el Archivo Arkhé (Arte Latinoamericano + Archivo Queer) en Madrid, España.

Desde 2021 hace parte de Espacio Comunal, una plataforma de Espacio Odeón en Bogotá enfocada en procesos comunitarios, co-creación, juntanza y ecologías del cuidado. Entre 2017 y 2021 vivió en Buenos Aires, Argentina, donde fue codirector y cofundador de la galería LANZALLAMAS. Desde 2023 es director artístico del programa de residencias R.A.R.O. Bogotá y colaborador del proyecto A-Isla de R.A.R.O. Buenos Aires.

Concibe su práctica artística como una herramienta para invocar mitos, historias, bestiarios y naturalezas fantásticas. Sus proyectos combinan imaginarios de diversos sistemas de creencia con tecnologías humanas y no humanas, que se materializan en objetos, escritos, dibujos, instalaciones inmersivas, talleres, situaciones y encuentros.

 

www.andresmatiaspinilla.info