El Reina Sofía y la controversia sobre el papel hegemónico de los museos

Can a museum be anti-hegemonic es la pregunta que encabeza el texto de Tomás Ruiz-Rivas, publicado en Antimuseo, en el que él expone las razones por las que creía ser merecedor de una de las becas de investigación que concede regularmente el Museo Nacional Reina Sofia de Madrid. Beca que al final no le concedieron. Entre dichas razones sobresale su crítica a la pretensión del museo de arte contemporáneo de criticarse a sí mismo, de poner en cuestión su papel protagónico en el arte y la cultura contemporánea, mediante el estímulo y la promoción del arte crítico, el feminismo, las disidencias de género y las manifestaciones artísticas que reivindican las artes y las culturas del Sur global, tradicionalmente excluidas de los museos occidentales. A la pregunta ¿puede el museo ser anti hegemónico?, él responde con un no muy rotundo. Para lo cual trae a cuento hechos que prueban que el museo de arte contemporáneo sirve tanto al mercado del arte como a la industria turística, actuando en el primer caso como instancia de jerarquización y valorización de obras de arte y de artistas, y en el segundo, como polo de atracción y satisfacción de los flujos turísticos. Los flujos que, por su impresionante volumen, resultan desde luego, muchísimo más importantes que los propios del mercado del arte para el funcionamiento efectivo del capitalismo contemporáneo. Capitalismo del acceso y la gestión de flujos más que de la propiedad o la posesión perdurable de bienes, si es que hemos de dar crédito al diagnóstico de Jeremy Rifkin. ¿Cómo puede ser anti hegemónico un museo que sirve a los intereses del Estado y el Capital?, termina por preguntarse Ruiz-Rivas.

Yo discrepo. O por lo menos matizo. Empiezo por decir que el ejercicio de la hegemonía por parte del museo de arte contemporáneo es enteramente compatible con su apertura al arte crítico, las disidencias de género o el multiculturalismo. Mas aún: sin dicha apertura el museo no podría en realidad cumplir su rol hegemónico. La hegemonía es un concepto ubicuo y difuso, adscrito a un campo semántico donde coexisten interpretaciones que remiten a prácticas autoritarias con las que invocan para sí el consenso y el consentimiento. El dominio con el influjo, para decirlo con la RAE. No en vano, Gramsci, para referirse a la hegemonía, acudió a la alegoría del centauro: mitad fuerza bruta, mitad inteligencia. La incorporación de prácticas artistas en principio críticas, contestarias o impugnadoras responde en realidad al objetivo del museo de arte contemporáneo de ganar audiencia, aceptación, simpatía, influencia, entre aquellos que han generado dichas prácticas o se sienten interpretados o representados por ellas. El cumplimiento de estos objetivos le permite al museo conservar su posición de dirigente o de autoridad indiscutida en el mundo del arte, contando con el consentimiento de quienes antes lo impugnaban.

La incorporación de las prácticas disidentes al museo tiene obviamente efectos sobre dichas prácticas y los agentes de las mismas. La primera es que plantea a quienes realizan el tipo de critica radical del museo que hace Tomás Ruiz-Rivas a una disyuntiva de difícil resolución. En cierto sentido homologable a la que enfrento la izquierda europea cuando constató o dio por hecho que Margaret Thatcher tenía la razón cuando sentenció: There is not alternativa, No hay alternativa. La Unión Soviética había colapsado y con ella la alternativa que había representado al capitalismo. Y ¿si no hay alternativa qué hacer? La evolución política de los socialistas y los comunistas europeos desde entonces ha estado determinada por la necesidad de encontrar alguna respuesta, distinta a la de darse por vencido y optar por el conformismo o el nihilismo. El progresismo, el más reciente avatar de esta historia de transformismos políticos, comparte con los teóricos del llamado “Nuevo institucionalismo”, la respuesta que consiste en abrir las puertas de las instituciones estatales – entre las que figura el museo de arte contemporáneo – a la oposición y las disidencias. Si no se puede abolir el capitalismo cambiemos por lo menos las instituciones que lo gobiernan. Pablo Iglesias y Juan Carlos Monedero, líderes intelectuales de Unidas Podemos, lo han dicho por activa y por pasiva: hay que convertir las instituciones en un campo de batalla política entre quienes pretenden satisfacer las demandas de progreso de las mayorías ciudadanas y quienes se oponen a ellas.

La preferencia de Unidas Podemos por la plaza Juan Goytisolo de Madrid, para realizar sus mítines políticos, resulta en este punto elocuente. Nos habla de complicidad o de afinidades electivas. Está situada delante de la entrada principal del Museo Reina Sofia, cuyo más duradero director hasta la fecha, Manolo Borja Villel, adhirió a esta perspectiva, tal y como lo demostró durante los quince años que ejerció el cargo. Gracias a él, a las exposiciones que realizó y a la orientación política de su programa de conferencias y seminarios, el Reina Sofia se convirtió en un destacado ejemplo de “museo anti hegemónico”. Este oxímoron, a juicio de Ruiz-Rivas, pero que no lo es tanto o no lo es del todo si analizamos con otra perspectiva las actividades “anti-hegemónicas” realizadas por él, entre destaco las que obedecieron al compromiso del museo con la política de descolonización. Son las que, a mí juicio, mejor ponen de presente las contradicciones y las disyuntivas específicas a las que se enfrentan los críticos radicales del museo. Cuando dichas políticas se concretan en exposiciones que reivindican el arte de los pueblos originarios del Sur Global, se exponen a cuestionamientos como el formulado por Les statues meurent aussi, Las estatuas también mueren. El vibrante ensayo audiovisual de 1953, dirigido por Chris Marker y Alain Renais, quienes de seguro tenían en mente las esculturas africanas que habrían inspirado a Picasso sus Señoritas de Aviñón. Lo iniciaban estas contundentes declaraciones: “Cuando los hombres están muertos, entran en la historia. Cuando las estatuas están muertas, entran en el arte. Esta botánica de la muerte, es lo que nosotros llamamos cultura”.  A partir de allí trazaba un esquema histórico que mostraba cómo el colonialismo francés en África, destruyendo tribus y los pueblos originarios, también había destruido la posibilidad de que dichas estatuas se mantuvieran vivas, gozando de la plenitud de usos, sentidos y significaciones. Separadas de su suelo nutricio, las estatuas mueren y se convierten en fetiches destinados a satisfacer la sed de exotismo del público occidental. Tanto en las tiendas y en las galerías, como en los museos de etnografía, están muertas las estatuas que se venden, coleccionan o exponen.

Lo que Marker y Resnais pudieron sin embargo prever es la situación actual en la escena internacional del arte, en la que las etnias y los pueblos originarios del Sur global se benefician del nihil obstat concedido a su arte por los museos de arte contemporáneo. Los primeros en concederlo fueron el MoMa de Nueva York con la exposición “Primitivism” in 20th Century Art: Affinity of the Tribal and Modern (1984-85) y el Centro George Pompidou de Paris con Magiciens de la Terre, realizada en 1989 junto con el Grand Hall ende la Villete. La primera equiparó las obras de los pueblos que todavía se calificaban de “primitivos”, con el arte de las vanguardias históricas. La segunda dio un paso más adelante y expuso obras de artistas contemporáneos del Sur Global a los que todavía los museos de arte moderno y contemporáneo de Occidente les negaban su carácter artístico. Adriano Pedrosa, director artístico de la bienal de Venecia 2024, ha ido aún más lejos, concediendo un papel protagónico al mural con el que un colectivo de artistas del pueblo originario Huni Kuin cubrió completamente la fachada del pabellón de la Bienal.

A mí me resulta evidente que la aceptación por el museo de arte contemporáneo del legado artístico de los pueblos originarios, así como de los artistas del Sur Global que actualmente asumen dicho legado para hacer su obra, encaja en las pretensiones hegemónicas de dicho modelo de museo. Como ya dije, es su forma de conservar su autoridad, incorporando aquello que antes excluyó o marginó. Cabe, incluso, pensar que la adopción de esta estrategia por dichos museos por parte de la respuesta del Occidente colectivo al desafío que representa para su hegemonía planetaria la emergencia de un Sur global, cada vez más empoderado, como lo demuestra el impetuoso crecimiento de los BRICS+. Que, por lo demás, ha sido objeto de críticas por parte de quienes denuncian que dicha incorporación es en realidad una expropiación del “capital simbólico” de los pueblos originarios del Sur global, que, vía museos y bienales, se valoriza y contabiliza. Operación en cierto sentido equiparable a la desactivación del arte crítico o de denuncia política por parte de los museos que les abren sus puertas.

Cierto: las lecturas críticas de estas operaciones de apropiación tienen como contrapartida, la opinión de quienes por el contrario ven ellas un avance de la causa de los excluidos y marginados, por lo que suponen de reconocimiento y puesta en valor de su legado histórico y de sus prácticas contemporáneas. La hegemonía es considerada por quienes buscan estos reconocimientos, un ámbito o un campo de negociación, en el que todos los protagonistas son conscientes de que solo pueden participar en el si hacen concesiones al oponente. Occidente hoy no puede aspirar a la conservar su hegemonía si, entre otras cosas, no satisface en alguna medida los deseos de reconocimiento de las etnias y los pueblos subalternos. Sus museos son igualmente conscientes de esta necesidad.

Isaac Julien, artista y cineasta de origen caribeño nacido y formado en Gran Bretaña, destaca entre los que han decidido jugar a fondo este juego. Lo ha hecho a lo largo de una carrera de cineasta y autor de instalaciones multimedia, en la que ha aprovechado su creciente visibilidad mediática y museística para hacer y exponer obras con las que ha reivindicado el legado artístico, cultural y político de los movimientos de emancipación afro, incluidos el abolicionista afroamericano Frederick Douglas, el poeta igualmente afro Langston Hughes o el activista político antiimperialista e intelectual martiniqués, Frantz Fanon. En la bienal del Whitney de 2024 expuso una instalación multimedia de cinco pantallas, cuyo título es un mentís de la tesis defendida por la película de Chris Marker y Alain Renais: Once Again (Statues never die). De nuevo, las estatuas nunca mueren.

La instalación que, al igual que la dedicada a Langston, era también un homenaje a Renacimiento de Harlem de los años 20-30 del siglo pasado, incluía esculturas del artista afroamericano contemporáneo Matthew Angelo Harrison, conocido por sus encapsulamientos de copias de esculturas africanas tradicionales en bloques de resina acrílica, plexiglás y arcilla, que luego esculpe utilizando impresoras 3D. Cuando Tausif Noor le preguntó en el magazín BOMB porqué lo hacía, respondió: “No tengo ni idea de qué parte de África procedían mis antepasados, pero siento cierta afinidad con la costa de Guinea, en particular con Mali y Ghana, porque mi tío coleccionaba figuras de madera de esos países en los festivales del centro de la ciudad durante los años 80. Esos objetos turísticos proporcionaban una sensación de pertenencia histórica a un hombre que había vivido el movimiento por los derechos civiles. Puede que no conociera los detalles de cada objeto que poseía, pero a través de ellos fue creando su propia idea de patria. Cuando elijo objetos históricos africanos de colecciones privadas o de museos, esas afinidades intuitivas flotan en mi cabeza”.

Sus declaraciones confirman el hecho de que las estatuas, e incluso sus copias más comerciales, renacen cuando se apropian de ellas los artistas, las intervienen y las hacen vivir de nuevo en el contexto del arte contemporáneo y de sus museos. Y aún más específicamente: cuando las ponen a disposición de relecturas e interpretaciones directamente conectadas con propósitos y necesidades actuales. Como las que satisface la inclusión por Julien en Once Again (Statues never die) de obras de Richmond Barthe, escultor afroamericano, que se hizo conocido en los años 20-40 del siglo pasado por sus esculturas en bronce de hombres negros apolíneos.  Pienso que Julien las incorporó a esta instalación por dos razones. La primera tiene que ver con una preocupación suya tan antigua como su película de 1986, The Passion of Remembrace, sobre la que afirmó que “fue un intento de negociar con la dificultad de construir una historia documentada de la experiencia política negra que tome en cuenta las cuestiones del chovinismo y la homofobia”.

Barthe era gay, como lo es Julien y como lo fue Alain Locke, el filósofo afroamericano que acuñó en los años 20 del siglo pasado el concepto de New Negro, Nuevo negro, la piedra angular del poderoso y polifacético movimiento artístico y cultural afro que fue el Renacimiento de Harlem. La obra de Barthe en esta instalación dio fe de que Julien persiste en el propósito de recontar la historia de los movimientos de liberación afro, enfatizando el hecho de que la orientación sexual de algunas de sus protagonistas más notorios los expuso a un doble motivo de estigmatización y marginamiento. Por negros y por homosexuales. La otra razón la explica el deseo de Julien de invocar lo que Barthe como artista representó en un momento muy importante de la larga lucha de los afroamericanos por ganar el reconocimiento en una sociedad dominada por el racismo. Su toma de partido por los modelos clásicos de belleza respondió a su deseo de probar con su obra de inspiración clásica que los también los negros eran capaces de hacer arte, en los términos en los que el arte era entonces definido por la sociedad blanca. Su toma de partido es por lo tanto equiparable a la toma de partido de Alain Locke por una rigurosa formación académica, incluidos sus estudios de filosofía en la Universidad de Berlín. Quiso demostrar que los negros también podían pensar.

La narración audio visual que domina Once Again (Statues never die) la centra el diálogo imaginario entre el propio Locke y el coleccionista de arte blanco y millonario Albert C. Barnes, en el que se aborda la cuestión de a cuál legado histórico se ha de ser fiel. Julien incluye en el mismo la visita de Locke al Museo Pitt Rivers de la Universidad de Oxford, la Universidad donde él fue el primer estudiante afro en obtener la beca Rodhes, así como otra visita a la colección de arte de Barnes en Filadelfia. Dos museos muy distintos entre sí. El primero es un museo etnográfico en el que a las esculturas africanas se les da el tratamiento de documentos etnográficos que se le concede al resto de los cientos de miles de objetos de uso cotidiano que integran sus colecciones. El segundo, en cambio, es un museo promiscuo, multicultural avant la lettre si se quiere, en el que las esculturas y tallas africanas, las cerámicas indoamericanas o el mobiliario germánico procedente de Pennsylvania las obras se mezclan sin sobresalto con las obras de Van Gogh, Cezanne, Courbet, Renoir, Picasso et altri. Para Barnes unas valían tanto como las otras, desde una perspectiva en la que su calidad estética importaba más que los cánones y las clasificaciones establecidas por la historia del arte. Barnes no solo fue un coleccionista sui generis, sino que también se distinguió por su apoyo a los jóvenes artistas afro del Renacimiento de Harlem y por la defensa pública de la tesis de que ellos debían inspirarse en su propio legado histórico, artístico y material, antes que en el legado cultural de Occidente. Locke se mostró sin embargo renuente a aceptar la tesis de Barnes y contraataco criticando su pretensión de decidir qué rumbo debía tomar el arte negro. Crítica que cobra actualidad y sentido cuando apunta a la pretensión del museo de arte contemporáneo de imponer su hegemonía, decidiendo en cada coyuntura cual es el rumbo debe seguir el arte contemporáneo y cual el papel que deben interpretar en sus agendas y estrategias los artistas del Sur global. Y que da pie a la pregunta por los motivos por los que Julien ha traído a cuento ahora el reproche de Locke a Barnes. ¿Por qué lo ha hecho? ¿Porque, aunque ha jugado con éxito el juego de la apertura del museo a los excluidos y marginados, siente que algo decisivo se ha perdido en el camino? ¿La libertad del artista?