Cada cual según su medida. Cuando Lucas Ospina dice que cierta Fantasmagoría genera “un silencio lelo, pasmado de asombro, como el que genera un espectáculo o una agrupación consistente de obras hechas con sombra, vapor o humo”, no creo, como José Ignacio Roca parece creer, que esté señalando el vacío silencioso producido por una simple ausencia de público. Sugerir que a ése silencio le quedaron faltando “palabras” es, a mi modo de ver, reclamar la inteligencia que nos queda debiendo el curador en su montaje.
Justificar la respuesta del público con posibilidades de “Intriga y fascinación”, “compasión”, “sobresalto”, “repulsión” e “intriga” (bis), no sólo comprueba esta carencia sino que resulta doblemente intrigante, pues acude al repertorio emocional que utilizan los críticos de los periódicos al calificar las películas de estreno para no tener que entrar en detalles. Y para mantener el suspenso y compensar de algún modo esta salida ligera, nos sale enseguida con el naipe escondido de una declaración contundente: que Aliento, de Óscar Muñoz, es “una de las obras más importantes del arte colombiano en la última década”, para hacernos creer, con su “silencio cargado”, que a esta afirmación temeraria le sobran argumentos.
También, y aqui ya va siendo método en sus columnas y réplicas, introduce una retórica de contradicciones diversas en donde nos “deslumbra”, primero, con la revelación de “la Fantasmagoría de Robertson, que funcionó en los úlimos años del siglo 19 y principios del 20” y que “fue el antecedente directo del parque temático contemporáneo.” (que para nuestro curador ilusionista saltó ansiosamente por encima de su período moderno). Descripción deliciosa y literal del asunto, ajustado por una palabra, lo “contemporáneo”, abracadabra reciclado que garantiza desde hace un tiempo la validez anticipada de todo espectáculo. O si no, qué es lo que continúa diciendo?, pues nada menos que lo mismo, pero en detalle: “En su versión más compleja, Robertson montó este espectáculo en un convento Capuchino abandonado(!), a donde la gente llegaba luego de atravesar entre las tumbas de las monjas(!); una vez adentro, la sesión era marcada por sonidos espectrales, luces, humo, azufre y actores(!), en una perfecta sincronización para generar en el espectador una experiencia de miedo, asombro y diversión.(!)” [Mis exclamaciones.] Seguida, como si nada, de una segunda revelación igualmente importante: aquella de que es precisamente “esta acepción de fantasmagoría la que invoco en la exposición.” Lo que termina por violentar el secreto escatológico de todas las magias escénicas.
Y antes de que logremos recuperarnos del “asombro” prosaico (como el que sentí alguna vez en un documental que ponía al descubierto los clásicos trucos de la magia), y para que no quepa duda de que pudo integrar la precisión con que Ospina citó la lucidez del pensamiento marxista, nos distrae la vista con un pase de manos diciendo: “Todos sabemos que el término dejó de ser usado para designar los espectáculos de ‘fantasmas’ e hizo el tránsito en el lenguaje común para referirse a lo vano y lo ilusorio, y que en ese camino el término ha sido retomado por Marx, Adorno y Benjamin, entre otros pensadores.” Para cerrar con cortinas de humo, bajo la tutela y respaldo obligado de esta trinidad referente, con una paradoja fantástica; tercera y última revelación que nos deja francamente tosiendo (por aquello del humo): “Pero no es a esa fantasmagoría a la que hace referencia esta muestra.” (!!!)
La contradicción natural y automática de sus argumentos, en este caso la capacidad de invocar lo que no hace referencia, no es algo que resulte demasiado novedoso. Si uno se toma la molestia podría descubrir en sus textos y líneas el mismo mecanismo de supervivencia que introduce simultáneamente una cosa y su opuesto.
PFalguer
*Publicado en http://falguer.wordpress.com/