En torno al llamado arte político se ha debatido en esferapública sobre la efectividad de su discurso crítico, su cooptación por las lógicas del mercado, el origen dudoso del dinero de instituciones que fomentan su coleccionismo y el sentido de este tipo de arte en un país en conflicto como Colombia. Como un posible aporte a esta discusión, va a continuación el primero de tres ensayos del colectivo artístico PSJM, publicado recientemente en Contraindicaciones, donde se abordan aspectos como la efectividad política y artística del arte político.
Ante las posibilidades efectivas de un arte antagonista, desde diferentes tribunas se privilegian ciertas estrategias y se desestiman otras bajo la acusación de connivencia con la lógica del sistema. Es decir, se imponen en el discurso crítico contemporáneo algunos pensamientos «fuertes» que quieren invalidar otras opciones de lucha en la creencia de que sus propias posiciones no estarían sujetas a las mismas contradicciones que critican, apostando a todo o nada por determinados «modos de hacer» que vendrían a proclamarse como las únicas estrategias viables. Repasaremos las propuestas de Jordi Claramonte y su autonomía modal de un arte de contexto, la estrategia de sobreidentificación que defiende Slavoj Žižek como única forma efectiva de antagonismo, e intentaremos clarificar en qué medida son acertadas las críticas al arte político de Jaques Ranciére.
El arte constituye un medio de transmisión de conocimiento, un vehículo poético de información que puede provocar un efecto en la ciudadanía para que, si bien no vaya a alzarse en una revolución inmediata —eso dependerá de muchos otros factores—, sí conozca y se «sensibilice» con situaciones de injusticia que le rodean y afectan. Se desprende de esta cuestión que para agitar el sentimiento de indignación de los ciudadanos se deben utilizar todos los canales a nuestro alcance. Nuestra posición es que un mismo artista o colectivo se sienta libre de utilizar estrategias y tácticas diferentes, según el caso, ya sean intervenciones en el seno del mundo del arte o diseños agit-prop fuera de él, modos performativos de participación ciudadana o transmisión directa de conocimiento, que pueda, en definitiva, moverse con libertad dentro y fuera de los límites de la institución.
FUEGO AMIGO I
Claramonte y la autonomía modal del arte de contexto
Al leer el prólogo que Simón Marchán hace a La República de los fines de Jordi Claramonte, inquieta enfrentarse a un libro donde se defiende la autonomía del arte, concepto que suele identificarse con aquél tan desprestigiado hoy del «arte por el arte» auspiciado en los años centrales del pasado siglo por los formalistas Greenberg y Fried. Ya en su momento, nos pareció insuficiente la «autonomía estratégica» que Hal Foster promulgaba en Diseño o delito [1], pues se arremetía contra la inflación del diseño, pero se hacía gala de una ingenuidad difícil de exagerar respecto al mundo del arte, ámbito que como bien sabemos se halla igualmente sujeto a la lógica de un fetichismo capitalista rayano ya en lo ridículo [2]. Pero cuando se avanza en la lectura de La República de los fines emerge cristalinamente la estrategia —o quizá la operación táctica— de Claramonte: desde el movimiento autonomista, marxista libertario, se quiere apuntalar el significado de la palabra «autonomía»; un término que en la práctica política supone un compromiso con la acción directa y en la reflexión estética se vincula a un elitismo despreciable. En este sentido, el texto resulta absolutamente esclarecedor y enriquecedor. La diferenciación analítica que Claramonte hace entre las denominadas «autonomía ilustrada», «autonomía moderna» y «autonomía modal» parece entonces imprescindible. No obstante, en su análisis genealógico, el autor da cuenta de obras que se corresponden con la autonomía ilustrada y la moderna, pero cuando se pasa a la autonomía modal, que es el rayo de esperanza como si dijéramos, el autor se mantiene en la más pura abstracción filosófica. A este respecto, su libro Arte de contexto, publicado un año antes, supone un complemento imprescindible para poner cara a las prácticas artísticas que se desenvuelven bajo esta etiqueta. Tomaremos pues ambos textos como referentes.
«[…] el modelo para la «autonomía ilustrada» fue suministrado, en gran medida, por un concepto de la Naturaleza deudor de las teorías del deísmo renacentista. En ese contexto se concebía la Naturaleza como una Fuerza Activa, una natura naturans, desde la cual cada criatura especificaba sus propios fines y medios, introduciéndose así una suerte de virtud generativa, una productividad fenoménica y relacional que era la que el arte podía imitar. Mediante la representación artística de dicha «fuerza activa» se hacía concebible la posibilidad de entidades autodeterminadas, que seguían sus propias pautas «heautónomas» de desarrollo. Así mismo la discusión y recepción de esas entidades propiciaba la fundación de una pequeña esfera pública basada en el uso público de la razón y en el libre juego de las facultades, que según la tesis de Habermas era susceptible, a su vez, de servir de modelo de una configuración social más y más amplia. Por ello la «autonomía ilustrada» podía mantener conexiones con la naturaleza por una parte y con la institución de lo social por otra y funcionar, provisional o indefinidamente en un relativo aislamiento.» [3]
Se dejan ver en este pasaje dos facetas de la «autonomía ilustrada» que bien podrían considerarse dos autonomías distintas. En primer lugar, aunque Claramonte parta de la concepción del artista como fuerza activa gracias a la imitación formante que teorizó Moritz —ese eslabón casi perdido entre la Ilustración y el primer Romanticismo—, y de la teoría de Kant sobre el genio como expresión de la Naturaleza, nosotros encontramos aquí, de un modo más general, lo que podría ser una «autonomía antropológica» que nos lleva directamente también al pensamiento ético de Kant, el de la voluntad que es capaz de determinarse por sí sola, autodeterminarse de modo independiente y que constituye la base del concepto de «autonomía» que instauraría el de Königsberg. La segunda autonomía, que Claramonte dice con acierto emanar de la primera, sería la constitución de una «esfera pública», un territorio acotado y autónomo para el arte, regido ahora por sus propias leyes. Una «autonomía social» que de algún modo se ajustaría más al concepto de «el arte por arte» al que antes hacíamos referencia y que concuerda con la teoría weberiana del proceso de modernización como formación de esferas diferenciadas y autónomas para los distintos campos de lo social: lo político, lo económico, lo científico, lo jurídico, lo artístico…
Una vez pasados los desencantos de la Revolución Francesa y habiendo perdido ya el carácter de radicalidad política que hubiera podido tener aquella construcción de un ámbito autónomo para las artes como desafío y quebranto de la sociedad piramidal del Absolutismo, la autonomía ilustrada dejó de tener sentido. Se comenzó a gestar entonces, desde mediados del siglo XIX y de la mano de Schiller como autor paradigmático, otra versión de la autonomía, la que Claramonte denomina «autonomía moderna». Los escritores y artistas románticos buscaron una nueva formulación de autonomía empeñada en promover una forma de vida paralela que se opusiera, como la noche al día, a la encorsetada vida burguesa. Una autonomía a base de cargas de negatividad en forma de decadencia, irracionalismo, exotismo, locura. «El romanticismo, la bohemia y la vanguardia se presentaron a sí mismas como reservas mutantes de espontaneidad, creatividad y diferencia en el seno de una sociedad disciplinaria y normalizada, una sociedad laboriosa que tenía que desplazar a sus márgenes o etiquetar de poco realistas o abiertamente excepcionales los momentos de goce y creatividad.» [4]
Para Claramonte todo arte moderno, del romanticismo hasta finales del XX, cae dentro de esta categoría de «autonomía moderna», y deja claro su desacuerdo con Peter Bürger, autor que califica como «arte moderno» aquel entregado al «arte por el arte» y como «arte de vanguardia» al arte que quiso fundirse con la vida. Para Bürger, si el primero supuso una reacción a la Academia, el segundo surgió como repulsa a la torre de marfil en la que se había encerrado el primero, es decir, a la naciente institución-arte [5]. Esta indiferencia de Claramonte queda patente en Arte de contexto, donde lo mismo se cita a Rodchenko que a Gabo para el mismo propósito, sin marcar diferencia alguna entre ambas posturas. Algo que sorprende sin duda, y es que quizá no haya mejor ejemplo que el constructivismo ruso para contemplar a plena luz estas dos actitudes que Bürger enfrenta. Como quiera que sea, si bien se hace difícil aceptar sin más, con Adorno, al arte abstracto como la única negatividad dialéctica de resistencia al sistema burgués, por el simple hecho de ser arte moderno, sí parece claro que el constructivismo — como también el antiarte dadaista—, aún negando su autonomía, fue incapaz de liberarse de ella. Esa contradicción inmanente firmó la sentencia de muerte de la vanguardia productivista rusa, una vez apagados los primeros furores revolucionarios —época que nos legó maravillas factográficas—. Así lo hace notar Boris Groys en Obra de arte total Stalin: «El espíritu formalmente innovador de la vanguardia entra en contradicción interna con su exigencia de renunciar a toda forma autónoma. Esta contradicción es resuelta por los productivistas con la exigencia de renunciar al cuadro, a la escultura, a la literatura narrativa, etcétera, pero es evidente que esa exigencia queda como un gesto dentro de la misma continuidad histórica única de estilos y de problemática artística» [6]. La vanguardia no podía llevar nunca a cabo su propia utopía y desasirse por completo de su autonomía. «Este papel autónomo del artista no le convenía ni a la vanguardia ni al Partido, y en la época de Stalin no quedó lugar para él. La realidad en el marco de un único proyecto que era ejecutado colectivamente, excluía la posibilidad de una contemplación “desinteresada”, que en esas ocasiones era equiparada a una actividad contrarrevolucionaria» [7].
Es, por tanto, la negatividad el rasgo que define a la «autonomía moderna». Incluso propuestas «positivas» —en el sentido de construir un mundo nuevo— como las Arts & Crafts y las utopías constructivistas, no se pueden entender sino como negatividad al aparato burgués industrializado. Pero todo tiene su fin y «por supuesto que esa autonomía también entró en crisis cuando —ya mediado el siglo XX— la terrible burguesía, que a todo esto ya llevaba tiempo pasándolo en grande con las calaveradas de los artistas, descubrió que lo negativo no solo podía ser una fuente de distinción, sino una inagotable máquina de producir beneficios.» <[8].
Llegados a este punto, conviene fijarse en que el análisis de Claramonte pasa de una perspectiva descriptiva, de la apreciación de «lo que es» —o lo que fue—, a otra de carácter normativa, es decir, «lo que debería ser». Nos referimos a que si bien hasta ahora se levanta acta de las manifestaciones artísticas encuadrándolas en las amplias categorías de «autonomía ilustrada» y «autonomía moderna», al proponer una «autonomía modal» no se está describiendo el estado en que se encuentra todo arte actual, sino solo aquél que Claramonte ve como única salida efectiva al atolladero de la fagocitación capitalista: el arte de contexto performativo que toma los modos de relación como núcleo operacional. El resto de prácticas, sean claramente antagónicas o no, se enmarcarían aún, es de suponer, en la «autonomía moderna». Entendemos que estas delimitaciones responden al ejercicio de una analítica que llevada al terreno práctico vería tales categorías imbricadas unas en otras, es decir, que pese a su presentación genealógica, en el tiempo presente se vendrían a entremezclar rasgos ilustrados y modernos, pues la realidad no es analítica, sino sintética.
«Hay otro campo de aplicación de la autonomía, no obstante, al que habrá que prestarle atención de inmediato: se trata de la autonomía de las prácticas de arte de contexto frente a las grandes instituciones del mundo del arte: museos, festivales y otros engendros similares. La autonomía aquí no será detentada por el mundo del arte como quizá en algún momento haya podido ser el caso, sino por todas y cada una de aquellas prácticas de arte de contexto que en su quehacer liberen o hagan patente un modo de relación diferenciado, una lógica relacional, performativa, que pueda requerir distancia y respeto para poder definirse y funcionar». [9]
Todo bien. Pero pasa que cuando la teoría estética pretende tocar suelo, cuando tras una crítica bien elaborada, se pasa a palpar materia, a proponer prácticas concretas o señalar piezas como ejemplo de lo deseable y efectivo, suele suceder que la cosa no acaba de encajar del todo. El ejemplo de Yomango que Claramonte destaca en Arte de contexto resulta problemático en este sentido. Veremos esto a través de dos conceptos centrales en el presente ensayo: la efectividad y la institución/capital —que se desdobla en mundo del arte y capitalismo total—.
Claramonte se ocupa del problema de la efectividad criticando primero a todos aquellos que pretenden encontrar automáticamente, de forma utilitarista e instrumental, un efecto «medible» en las obras de arte político. Procede entonces a realizar su análisis a través de tres niveles de efectividad: el táctico, el estratégico y el operacional. No obstante, el autor aplica la vara de medir instrumental —insoslayable sin duda, cuando hablamos de efectividad— al menos en el nivel táctico y estratégico, estados de un arte de contexto que, según el autor, aún no es modal, y concluye con el nivel operacional —este sí ya propiamente modal— para venir a declarar algo que, mal que le pese, se asemeja bastante al criterio que pide Bourriaud para juzgar las obras de arte relacional:
«La carga política de la estética modal debe atribuirse al modo en que, precisamente a través de la puesta en juego de esos múltiples modos de relación posibles, como distintas formas de realización de la autopoiesis, se genera un efecto catalizador y multiplicador de la autonomía dada a los componentes del metasistema.» [10]
Tomar como criterio de evaluación las relaciones que produce una obra —en palabras de Claramonte, las distintas formas de realización de la autopoiesis—, conlleva el problema que tanto revuelo levantó en su momento con el artículo de Claire Bishop sobre si el simple hecho de provocar relaciones sociales es condición suficiente para logar una verdadera acción democrática y antagonista [11]. Llama la atención la concordancia con Nicolas Bourriaud, promotor de una generación que coloca sus obras en el mismo seno de la institución-mercado, de una estética relacional que se declara heredera de la crítica institucional. Sin embargo, esto tampoco es muy sorprendente, porque el énfasis se pone aquí en las formas autopoieticas de relación y no en un contexto específico. Nos encargaremos enseguida del asunto de la institución. Baste decir ahora que, sin duda, no es lo mismo el arte relacional que nos presenta Claramonte, abiertamente activista y volcado en la desobediencia civil, que montar una merienda en un museo. Pero, a nuestro juicio, no parece conveniente fijar el criterio de efectividad exclusivamente en el modo de relación cuando se tratan de propuestas con una clara intención de transformación política. Y es porque este ensayo estudia la problemática del arte político —sea éste performativo o del tipo que sea— que quisiéramos esbozar aquí un esquema analítico que se ocupe de la efectividad del arte, la efectividad de lo político y la efectividad del arte político, como combinación de las dos anteriores.
Efectividad artística: Si queremos saber si una pieza es efectiva, es decir, si produce el efecto deseado, que se haga efectiva su intención, debemos buscar cual es esa intención del artista o colectivo al realizar la obra y si esto se consigue. De un modo general convendremos en que toda obra de arte es una forma de plasmar, por medio de la ordenación intencionada de las formas sensibles, un pensamiento del autor que de esta forma se quiere compartir con aquel que contempla o participa de la experiencia estética —sea dado a construir de modo relacional o sea dado como producto acabado, si es que tal cosa es posible, porque como sabemos la obra siempre la acaba el espectador—. Concierne a la crítica por tanto dilucidar si esta configuración sensible de las formas cumple su función y de qué manera. Y es la manera, el modo en que orgánicamente se imbrican forma y concepto, lo que puede otorgar un cierto grado de excelencia a la obra, por más que los criterios de valoración siempre estén sujetos a una insoslayable subjetividad.
Por tanto, entenderemos como efectividad artística el modo en que se consigue el efecto deseado por el artista. En cierto sentido, esto siempre conlleva un cierto grado de «adivinación» en el sentido que Scheleiermacher propuso con su hermenéutica. Así que si no podemos saber, tan sólo intuir, cual es la intención del artista, nos quedaría únicamente el modo en que está organizado el material como rastro de su intención. Aunque en los casos, cada vez más comunes, en los que las mismas propuesta van acompañadas de un statement del artista, resulta más cómodo acceder a la intención inicial.
Efectividad política: La intención de la acción política es la de transformar la realidad socio-política: de un modo particular —tácticas micropolíticas— o con ambiciones de más alcance, es decir, revolucionarias —estrategias macropolíticas—.
Efectividad del arte político: En la mayoría de los casos, el mayor efecto que aspira a causar una obra crítica es el de hacer reflexionar al espectador sobre una determinada situación —«cuestionar todo el equilibrio del sistema», dirá Claramonte—. Si con esto no basta para que pueda considerarse efectividad política, diremos que lo que se quiere conseguir es un paso previo a una posible acción política. Es decir, subyace la esperanza de que se produzca un encadenamiento de efectos, que los efectos se conviertan en causas de ulteriores efectos, hasta llegar al efecto total: la revolución. Sin embargo, y aquí estamos con Claramonte, pretender que una sola acción constituya la causa única de tan ambiciosa empresa, resulta descabellado. Más bien ha de darse un encuentro, tal como quiere Althusser con su materialismo aleatorio, en el que la voluntad —o la virtud— se encuentre con la fortuna —como quería Maquiavelo—, o mejor dicho, que se produzcan muchos encuentros, para que así logre hacerse efectiva una transformación de gran alcance.
Cuando la acción artística es en sí misma una acción política —preformativa, digamos—, similar a la acción de los movimientos sociales, tampoco en la mayoría de casos los efectos políticos se pueden apreciar de un modo inmediato. Se trataría de la diferencia entre acudir a una manifestación, como modo de incidencia política, o participar en el bloqueo de un desahucio. La primera es una acción estratégica, cuyos efectos locales inmediatos son altamente inciertos y ha de evaluarse a largo plazo. La segunda es una acción táctica, similar a las del arte activista, pequeñas campañas de alcance local y limitado, pero altamente contrastable.
En la medida en que la efectividad artística —la consecución del efecto deseado al organizar las formas sensibles— sea un hecho, y la efectividad política —pongamos donde pongamos el listón en la cadena de efectos hacia el «efecto final»— se consiga realmente, una obra de arte político puede ser calificada de efectiva, o si queremos, de acertada. Con todo, no hay acción del ser humano —y en esto la obra de arte no es una excepción— que logre pasar limpiamente por encima de cualquier crítica, en caso contrario estaríamos en disposición de asegurar que existe la perfección, y no pensamos que nadie pueda defender tal cosa.
Recordemos que «Yomango se proponía como un estilo de vida articulado en torno a las posibilidades que ofrece el hurto en grandes superficies […] Yomango se inició, por tanto, como un proyecto estrictamente modal, esto es, un proyecto que indagaba las posibilidades organizativas y relacionales que se suscitaban a partir de determinados principios generativos.» [12]
Proponer, como hace Yomango, «un modo de vida» , es mucho proponer. Para que algo así pueda darse, una practica social, sus objetos, sus acciones y relaciones, han de calar y sedimentar en el cuerpo social, algo que a nuestro parecer no se puede decir que haya conseguido el colectivo mangante. Sin embargo, desde nuestro punto de vista, sí se consigue una efectividad epistemológica, una transmisión de conocimiento, el saber que tal cosa, tal acción se puede hacer y aquí, quizá en lo que Claramonte califica de estratégico —«cuestionar todo el equilibrio del sistema de deseos, expectactivas y su mediatización a través del dinero»— la propuesta de Yomango es efectiva, como por otra parte también lo son muchas de las propuestas que no se encuadran en el arte de contexto y la autonomía modal.
Esta efectividad cognitiva a la que nos referimos puede darse de dos modos, independientemente de que se efectúe dentro o fuera de la institución —si tal cosa fuera posible—. Por un lado, tendríamos un arte que comunica la existencia de un hecho o situación, de modo que el espectador adquiere un nuevo conocimiento, o refuerza uno ya sabido. Por otro lado, encontraríamos un arte que comunica modelos de acción imaginativos, que transmite un conocimiento procedimental, de tipo know-how. En este último grupo se enmarcarían practicas como las de YoMango o, por ejemplo, las propuestas preformativas de Todo por la Praxis o Santiago Cirujeda.
Esta clasificación que hacemos en el plano epistemológico concuerda de algún modo con la distinción entre arte político y arte activista que propuso Lucy Lippard en 1984. Para Lippard, arte político es el que se preocupa por los asuntos y arte activista es el que se implica en ellos. «El arte activista es, ante todo, un arte orientado en función del proceso. Tiene que tomar en consideración no sólo los mecanismos formales dentro del propio arte, sino también de qué modo llegará a su contexto su público y por qué. […] Estas consideraciones han llevado a un planteamiento radicalmente distinto de la creación artística. Las tácticas o las estrategias de comunicación y distribución entran en el proceso creativo, al igual que actividades habitualmente separadas de dicho proceso. Como por ejemplo el trabajo en la comunidad, las reuniones, el diseño gráfico, la colocación de carteles. Las aportaciones más destacadas al arte activista actual son las que proporcionan no sólo nuevas imágenes y nuevas formas de comunicación —en la tradición de la vanguardia— si no las que además indagan y penetran en la propia vida social, mediante actividades a largo plazo» [13].
Sin embargo, en términos de efectividad cognitiva, estamos convencidos de que partiendo del terreno institucional puede obtenerse un satisfactorio efecto emancipatorio, tanto en su dimensión epistemo-ontológica como en la modal o procedimental. Tomemos, para ilustrar esta tesis, dos obras consideradas como plenamente institucionalizadas, pues se presentan en los lugares del mercado del arte, y que corresponderían a esta división entre efectividad epistemo-ontológica y efectividad know-how.
En el primer grupo tendríamos Always Franco (2012) de Eugenio Merino, obra que no necesita presentación. El confinamiento de la figura del dictador en una nevera de Coca Cola ha levantado mucho revuelo. A Merino le llueven críticas, no sólo provenientes de la España rancia y cavernaria, sino también por parte de un sector del mundo del arte. Hemos tenido que escuchar, con asombro, aquello de: «Eso no son más que caricaturas». Respecto a la caricatura o el humor gráfico como arte, basta con recordar a Daumier, cuya obra se puede encontrar en cualquier libro de arte del XIX. Y en lo que atañe a su poder emancipador, citaremos las convenientes palabras de Bastide enArte y sociedad: «Para que fuera posible otra revolución, como la de 1848, fue necesario que la exaltación del pueblo se sobrecargara, que el arte retornara a su papel de creador del movimiento político [como lo hiciera el Romanticismo en 1830], modelando la conciencia para la acción, lo que efectivamente ocurrió con las novelas de George Sand y Eugène Sue, la historia de Michelet y las caricaturas de Daumier» [14].
Por otra parte, claramente la obra de Merino sobre Franco transmite un conocimiento, uno nuevo para muchos: nos descubrió que existía la Fundación Nacional Francisco Franco, agrupación que llevó al artista a los tribunales. Una fundación tal, en Alemania por ejemplo, resultaría inconcebible. La Fundación Adolfo Hitler se hallaría fuera de la legalidad, sin duda. Pero la diferencia, entre otras cosas, es que Hitler perdió y Franco ganó. Y aún continúa ganando; se conserva: en la nevera de Merino, en las políticas del gobierno de Mariano Rajoy, en la perpetuación de una monarquía impuesta por el dictador, en el hecho de que pueda ser legal una fundación dedicada a un tirano totalitario. Llamar la atención sobre esto, introducir estas cuestiones en el debate público, no es poco. La efectividad aquí es plena, tanto en el ámbito artístico como en el político.
Hemos denominado a esta efectividad «epsitemo-ontológica», porque con este tipo de obras se pone en marcha una actividad de tipo epistemológica, pero también de alcance ontológico. Partamos del dicho coloquial «lo que no se comunica no existe». Esta sentencia, en términos filosóficos, se asociaría a una suerte de idealismo y remite a la antigua correspondencia entre «saber» y «ser». Si alguna cosa o estados de cosas —hechos— no son conocidos por mi, yo no tengo noticia de su existencia, no «existen» para mí. Haciendo conocer un hecho, por tanto, se le está otorgando un estatus ontológico, se asegura que ese algo existe. Trasladando esto al problema de la institución, si algo no está dentro de la institución arte —que convendremos en caracterizar, con Dickie, no como un espacio físico, sino como una red de relaciones sociales muy dependientes del conocimiento—, ese objeto o acción no será considerado arte; puede tener existencia, pero no como arte. Volveríamos entonces a la vieja controversia sobre las clases naturales que, nosotros entendemos, no son naturales, sino sociales, institucionales. Un objeto puede tener existencia cayendo bajo un concepto —arte— o cayendo bajo otro. Ese concepto, o clase, se asocia con una serie de significados y valores más o menos arbitrarios o convencionales que se aplican a los objetos que caen bajo su alcance. Por tanto, esos objetos significan y tienen valor en la medida en que se encuentran insertos en una clasificación que ha sido institucionalizada. Si están fuera de ella, tienen una existencia diferente, «son» otra cosa.
John Searle define la institución como «un sistema de reglas —procedimientos, prácticas— colectivamente aceptado que nos permiten crear actos institucionales» [15]. Estas reglas son del tipo:
X cuenta como Y en C.
Donde a un objeto, persona, o estado de cosas —X— se le asigna un estatus especial —el estatus Y— en un contexto determinado —C—, tal que ese nuevo estatus permite a la persona u objeto ejercitar funciones que no podría llevar a cabo en virtud simplemente de su estructura física, sino que requiere, como decimos, de esa necesaria condición que es la asignación de estatus. Por tanto, la creación de un acto institucional es una asignación colectiva de una función de estatus —status function—.
La definición analítica que Searle nos brinda desde el campo de la filosofía del lenguaje, más concretamente desde la pragmática de los actos de habla, dibuja la esfera social como un ámbito de representación en el que se aporta significado y valor a determinados objetos y sujetos. Representación que no sólo actúa en el aspecto semántico —X cuenta como Y— sino también, y de modo determinante, en el pragmático, en el aspecto contextual —en C—. El significado aquí, como en el segundo Wittgenstein, viene determinado por el uso, por la práctica social. Volveremos en seguida al asunto de la institución, pero antes reseñaremos otra obra que aún estando institucionalizada escapa de su ámbito —de su «campo» diría Bourdieu—, como en el caso de Merino, pero en esta ocasión para ofrecer un conocimiento del tipo know-how, un modelo de actuación táctica.
La obra Resurrección (2013) de Nuria Güell consigue traer de nuevo a la vida las identidades de seis guerrilleros catalanes al crear una asociación registrada con sus nombres. Cinco de ellos fueron asesinados por las tropas franquistas. A través de una tarjeta de crédito registrada a nombre de Salvador Gómez Talón, uno de los maquis asesinados en 1939, esta milicia incautó cajas de la mercancía que la Fundación Nacional Francisco Franco pone a la venta para promocionar y glorificar la figura del dictador. Los pagos de los pedidos fueron devueltos y no cobrados por la FNFF y la mercadería fascista fue enterrada en las cunetas. Como la propia artista declara [16], esta acción proponía tres estrategias fundamentales. La primera consistía en investigar los procedimientos para «estafar» a compañías a través de PayPal —devolución del cobro—, basándose en la abundante información que circula en Internet bajo el título «estafas PayPal». «A través del proyecto la confirmamos, vimos la mejor manera de hacerlo y se puede usar para expropiar con motivaciones políticas». La segunda buscaba el modo de obtener una tarjeta de crédito a nombre de otra persona, en este caso un difunto, para no dejar rastro de las compras/operaciones, garantizando el anonimato. Algo, al parecer, relativamente sencillo: «Un banco alemán te proporciona tarjetas de crédito vinculadas a cuentas de Bitcoin, como ese permite anonimato, en la tarjeta pones el nombre de propietario que más te convenga, y luego la vinculas a una cuenta de PayPal con el mismo nombre y ya te permite pagar en euros». Y la tercera, que aún pareciendo la más sencilla puso en serias dificultades a Güell y su equipo colaborador, consistía en hacerse con un buzón a nombre de otra persona, hecho que les permitiría recibir el paquete de la FNFF sin dejar rastro. Finalmente encontraron una compañía que posibilita alquilar buzones postales sin presentar ningún documento de identidad. «Las tres estrategias han sido usadas posteriormente por activistas vinculados a la Revolución Integral, siendo la tercera la más valorada, ya que permite comprar lo necesario en webs del mercado negro online y recibirlo sin dejar ningún tipo de rastro y, por lo tanto, evitando el riesgo».
La obra de Güell parte de la obra de Merino, fue expuesta en una exposición de artistas antifascistas en apoyo a este artista acosado por la ira de las fuerzas franquistas. Lo interesante en estas dos obras es que, partiendo de una feria como ARCO, lugar en que se expuso por primera vez la dichosa nevera, pasa a los medios y las redes sociales y hace tomar conciencia de una situación. Pero además, la ola crítica continúa en la obra de Güell, artista que expone tanto en espacios alternativos como en galerías comerciales, para aportar modelos de actuación, posibilidades de movimientos tácticos que luego son aplicados por movimientos activistas. Sin duda un recorrido estético y cognitivo que incide en la posibilidad de un cambio.
Claramonte aborda la cuestión de la institución, no sólo desde la problemática de una posible neutralización de las obras o de la identificación de la institución con el sistema capitalista, sino que critica la misma teoría institucional del arte que desde la filosofía con Dickie, y desde la sociología con Becker, pero también Bourdieu, pues su teoría de los campos se encuadra en esta línea, nosotros consideramos satisfactoria. Con la teoría institucional se aborda un problema ontológico, el de la obra de arte, que se sanciona con una solución sociológica. Una tautología, dice Claramonte. Puede ser, pero es que su objetivo es determinar «qué es», en un contexto histórico determinado, la obra de arte, y no «qué debe ser». Así que en ese sentido el análisis de estos teóricos nos parece acertado. Otra cosa es que nos guste la realidad que nos pintan.
En Arte de contexto Claramonte arremete contra la teoría institucional aduciendo que ha evitado «reflexionar en profundidad sobre la experiencia estética, y ha preferido cerrar un circuito en el que a este artista, capaz de otorgar artisticidad, en función de su sola voluntad o señalamiento, se le unen el museo y la galería como lugares privilegiados para la ostentación de la artisticidad producida, así como los únicos ámbitos —pomposa y circunstancialmente denominados mundo del arte— legitimados para señalar a este o aquel sujeto e instituirlo como artista.» [17]
Aquí Claramonte se deja algo realmente importante en el tintero al apuntar a la galería y el museo como los «únicos ambitos». Y es que, en el proceso de legitimación —institucionalización—, un agente fundamental es el teórico, el que escribe sobre estética. Viene al caso citar la respuesta de Timothy Binkley a la necedad de Dickie, empeñado en negar la artisticidad de las obras inmateriales de Barry: «Las obras conceptuales como las de Barry están hechas —creadas, realizadas o lo que sea— por gente considerada artista, son tratadas por los críticos como arte, se habla de ellas en libros y revistas que tienen que ver con el arte, son exhibidas en galerías de arte o vinculadas con ellas de otros modos, etcétera. El arte conceptual, como todo arte, está situado dentro de una tradición cultural a partir de la cual se ha desarrollado. […] Los mismos críticos que escriben sobre Picasso y Manet escriben sobre Duchamp y Barry» [18]. Es decir, basta que reúnas en el rincón más alejado del mundo a un grupo de escritores sobre arte, que hagas una acción y que ellos escriban sobre el tema para que se legitime, se institucionalice y eventualmente pase a la galería o el museo. Es más, no tienes ni que convocarlos, tan sólo mostrando la documentación de lo realizado puede pasar a ser legitimado. La cosa es que se hable del tema en determinado círculo, llamémosle mundo del arte, institución arte, institución-mercado arte, campo de producción cultural o como nos plazca.
Se cierra Arte de contexto con nuestros admirados The Yes Men, como un ejemplo de este arte modal y de contexto que se hallaría fuera de los confines institucionales del arte y la fauces del sistema capitalista. Pues bien, la obra de los Yes Men no pasaría de ser puro activismo a convertirse en «arte» si no fuera porque desde determinadas publicaciones se les legitima como tal. Como ejemplo: Institutional critique and after [19] o Art & Agenda: political art and activism [20]. En cuanto a su asimilación por el sistema capitalista basta señalar que sus documentales son distribuidos por HBO. En el caso de Yomango, su librito, con Mao levantando un jamón en la portada, llegó a nuestras manos por primera vez allá por el 2000, creemos recordar, por medio de Pablo España, eso sí, en el contexto de una galería o un museo, y no precisamente en medio de una movilización, sino entre vinitos y canapés. Las fronteras, como vemos, son en exceso permeables y la lógica del sistema arrastra, con la fuerza espiral de un sumidero, toda práctica antagónica a su centro. ¡Ah! Querido compañero, qué difícil escapar de las garras del sistema, y qué fácil señalar a los que desde dentro, como caballos de Troya, pero conscientes de sus propias contradicciones, pretender corroer como un virus.
«La Internacional Situacionista, los provos, el punk o la antiglobalización […] suelen exceder el marco de concepción, producción y distribución acotado para el arte en la alta cultura moderna.», escribe Claramonte [21]. Pero, como sabemos, los camaradas de Debord financiaron sus acciones gracias a la pintura industrial de Galizzio, expuesta y vendida en galerías de arte. Como sabemos, los comienzos del punk están íntimamente ligados a la comercialización de su estética por Malcolm McLaren. El asalto a la cultura de Stewart Home resulta muy esclarecedor en estos aspectos, obra que por otro lado Claramonte debería conocer al dedillo pues se encargó, junto con Jesús Carrilllo, de su traducción para la edición en castellano [22].
En la medida que el arte político participa de la reproducción del sistema es cómplice, pero aquí hay un grado de determinación insalvable, se muestra como algo necesario, no hay alternativa, no hay libertad. Se puede retrasar la entrada en la «casa del capital», o creer en la ilusión de este retraso, pero finalmente se acabará dentro, sujeto a sus modos de difusión, a sus leyes epistemológicas de existencia. Sabiéndose en la casa, quizá sea preferible comenzar a quemar los muebles del salón, donde está la televisión, que quedarse allí en el hall, creyéndose estar fuera, frente al portal agitando una pancarta, cuando realmente estás dentro, en la imagen de la pantalla o en la librería, como recurso cultural.
La extensión del poder de la mercancía y la capacidad del sistema para asimilar su crítica devolviéndola como un producto de consumo más a un público alternativo [23], es, no cabe duda, uno de los mayores peligros a los que ha de enfrentarse el arte político o crítico. Sin embargo, esta misma lógica del sistema, que en principio parecería neutralizar todo discurso disidente poniéndole la etiqueta del PVP, fuerza a los poderes económicos exactamente a eso, a tener que dar salida a un producto que genere beneficio, aunque dicho beneficio venga acompañado de cicuta.
«¿Porqué me usan a mi cuando estoy en contra de todo lo que representan? Ellos me pagan por mi tiempo y yo no hago sino oponerme a todo lo que ellos creen. ¡Pero ellos no creen en nada! Me usan porque saben que millones de personas quieren ver mis películas o mi programa de televisión, y van a ganar dinero. Yo logro vender lo que hago porque voy con mi camión por una falla increíble del capitalismo: la falla de la codicia, aquella que dice que el hombre rico te venderá la cuerda con la que se ahorcará si puede ganarle algo. Y yo soy la cuerda, yo soy parte de la cuerda.
También creen que cuando la gente ve lo que hago o ve esta película [The Corporation], no hará nada. Que la verá y no hará nada, porque hicieron un buen trabajo entumeciéndoles la mente. La gente no se levantará del sofá para hacer algo político. Ellos están convencidos de eso y yo estoy convencido de lo opuesto. Yo creo que algunos terminarán de ver esta película y se levantarán del sofá para hacer algo, lo que sea, para recuperar nuestro mundo» [24].
PSJM*
* PSJM es un equipo artístico formado por Pablo San José (Mieres, 1969) y Cynthia Viera (Las Palmas, 1973) que opera desde Berlin. PSJM se comporta como una marca comercial de arte último que plantea cuestiones acerca de la obra de arte ante el mercado, la comunicación con el consumidor o la función como cualidad artística, haciendo uso de los recursos comunicativos del capitalismo espectacular para poner de relevancia las paradojas que producen su caótico desarrollo.
En las próximas semanas:
• Fuego amigo II: Žižek y la sobreidentificación
• Fuego amigo III: las paradojas de Rancière
NOTAS
1. FOSTER, Hal. Diseño y delito. Madrid: Akal, 2004
2. Ver: PSJM. “Esquizofrénico Hall Foster” en contraindicaciones.net, 2005. (http://contraindicaciones.net/2005/05/esquizofrenico-hal-foster.html.) José Luis Brea, que más tarde nos confesó haber leído esta crítica con Foster a su lado, se tomó la molestia de hacer un comentario al post. Brea se mostraba de acuerdo con el fondo, pero no con la forma —para ser sinceros, a ocho años vista, nosotros tampoco estamos ahora muy satisfechos con la forma— y nos reprochaba haber utilizado un argumento ad hominen. Sobre la falacia lógica ad hominen diremos que, lejos de justificar su práctica, conviene señalar que a menudo se descalifica tachando como ad hominen argumentos que, en realidad, toman como premisas las condiciones de producción en las que se realiza una obra, es decir, las determinaciones socioeconómicas, profesionales, del autor y no rasgos personales irrelevantes. Esta es una controversia que abordaremos en posteriores trabajos.
3. CLARAMONTE, Jordi. La república de los fines. Contribución a una crítica de la autonomía del arte y la sensibilidad. Murcia: CENDEAC, 2011, pp. 107-108.
5. BÜRGER, Peter. Theory of the Avant-Garde. Minneapolis: University of Minnesota Press,1984.
6. GROYS, Boris. Obra de arte total Stalin. Valencia: Pre-textos, 2008, p. 58.
8. CLARAMONTE, Jordi. Arte de contexto. Donostia-San Sebastián: Nerea, 2010, p. 64.
11. Hemos estudiado esta polémica en PSJM: “Experiencia total. La herencia de Wagner en la industria cultural globalizada”, en Wagner/Estética. Las Palmas G.C.: Universidad de Las Palmas G.C., 2010.
Ver también: BISHOP, Claire. “Antagonism and Relational Aesthetics”, October 110, 2004, p. 51-79.
GILLICK, Liam. Proxemics. Selected Writings (1988-2006). Zurich y Dijon: JRP/Ringier & Les Presses du réel, 2006, p. 161.
13. LIPPARD, Lucy. “Caballos de Troya: arte activista y poder”, en WALLIS, B. (ed.). Arte después de la modernidad. Nuevos planteamientos en torno a la representación (1984). Madrid: Akal, 2001, p. 345.
14. BASTIDE, Roger. Arte y sociedad. México, D. F.: Fondo de Cultura Económica, 2006, pp. 227-228.
15. SEARLE, John. “What is an institution?” en WELCHMAN, John (ed.), Institutional Critique and After. Zurich: JPR/Ringier, 2006, p. 50 . Nuestra traducción.
16. Las declaraciones de Nuria Güell que recogemos aquí provienen de conversaciones presenciales y virtuales que hemos mantenido con la artista, a la cual agradecemos su colaboración.
18. DICKIE, George. El círculo del arte. Barcelona: Paidós, 2005, p. 88.
19. WELCHMAN, John (ed.), Institutional Critique and After. Zurich: JPR/Ringier, 2006, pp. 279-300.
20. KLANTEN, R., HÜBNER, M, BIEBER, A., ALONZO, P. y JANSEN, G. (eds.). Art & Agenda: political art and activism. Berlín: Gestalten, 2011, pp. 72-75.
22. HOME, Stewart. El asalto a la cultura. Bilbao: Virus, 2002.
23. Para un análisis de los mercados alternativos, véase: HEATH, Joseph y POTTER, Andrew.Rebelarse vende, El negocio de la contracultura. Madrid: Taurus, 2005.
24. Esta declaración de Michael Moore cierra el documental canadiense The Corporation (2003), de Jennifer Abbot, Mark Achbar y Joel Bakan.