Fila (III)

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Álvaro Barrios mientras firma uno de sus grabados populares (Biblioteca Luis Ángel Arango, Bogotá, enero 2014).

Esperar. Fin de semana en la mañana. Saber que se lanzará/presentará/venderá el catálogo de una muy buena exposición de un muy buen artista que lo hace excelentemente cuando se olvida de sí mismo (problema: eso sucede más o menos nunca).

Ir y sorprenderse por el alto nivel de afecto que el sujeto despierta entre quienes habitan el mundo real –no en medio de eso que los formalistas ochenteros llaman medio artístico y los sociologistas noventeros campo del arte. Mucha simpatía, la verdad: una madre llevando su impresión de medio pliego y comprando el catálogo para ser firmado y regalarlo luego a su hijo, un señor cargando muchas reproducciones para lo mismo. Gente y gente y gente dispuesta a que el artista estampe su rúbrica en múltiples formatos. Algunos impacientes se preguntan por qué no lo hace más rápido. No comprenden que esa latencia hace parte del evento.

Y paradójico. ¿Por qué hacer una jornada de firmas sobre unas imágenes que en principio intentaban, al decir de su autor, subvertir la noción de autoría? ¿Por qué hacer un grabado con la mano –poner en circulación miles de ejemplares de una misma imagen-y luego estamparlo mal con el codo –firmarlos-? ¿Cuál es la forma real de esta gestión de la autoría donde el responsable de una obra dice querer minimizar la exclusión que produce la posesión de ciertas imágenes y acto seguido las sacraliza con un gesto de su mano? ¿Por qué enumerar la cantidad de impresiones firmadas para inventariar qué, una proeza artística?

Es extraño, pero la visibilidad que adquiere el productor de imágenes en el mundo contemporáneo no es un asunto sencillo. Bien podría uno decir que no le interesa mucho su existencia luego de que muera. Autoconvencerse de que lo-que-hago-en-el-mundo-es-sólo-un-granito-de-arena. Pero, al final, ni lo uno ni lo otro. Ni pura intrascendencia ni pura renuncia. Menos en el campo del arte. El acto mismo de hacer un performance como autor conlleva una serie de responsabilidades que la esfera social no pasará por alto. De varias maneras. El escarnio. O el reconocimiento. Esa mañana, mientras firmaba su grabado popular, Álvaro Barrios ejercía este último: sabía que una audiencia estaba preparada para ver en él a un sujeto capaz de hacer magia. Y a eso fuimos. Nos pusimos en hilera durante una hora, esperamos, saludamos conocidos, conocimos nuevas personas, comentamos el valor de esa retrospectiva, nos quejamos sobre la escasez de este tipo de muestras en el país. Conspiramos para ver qué obra de él comprará el Banco de la República (por que algo le comprará. ¿no?)

Lo de siempre, menos preguntarnos por qué estábamos allá. Y eso, nuestra presencia era la razón de todo. Sin nosotros no sucedería nada: ¿qué pasaría si no fuera nadie a una firmatón de grabados populares? ¿Sucedería más o menos lo mismo que con aquellos libros que nadie compra y luego toca destruir o reciclar? O, ¿el aura de la imagen la salvaría del olvido y simplemente estaríamos ante una anécdota más de la historia del arte? Y esto no sería poca cosa. De hecho, no hay que olvidar que otro de los logros del Álvaro Barrios épico que tanto nos gusta fue poner un grupo de esas obras en La Catedral del arte moderno. Piezas sin aura auratizadas. No poca cosa, pero una cosa incongruente. Como invocar la reproductibilidad benjaminiana mientras se hacen objetos únicos. Lo de siempre. Llevarse la contraria.

 

–Guillermo Vanegas