¿Existe el barrio, en Barrio?

Siguiendo con el ejercicio crítico de escritura sobre las piezas expuestas para el premio Luis Caballero de este año 2023, continuo con una exposición que, a la fecha del 12 de octubre, fue desmontada hace alrededor un mes. Esta es Barrio, del artista Alejandro Sánchez. Rápidamente puedo decir que es una exposición que me deja inquieto y aunque no fue de mi agrado visitarla, me ha permitido desarrollar ideas respecto a los imperativos morales que considero se deben abordar en la producción artística en un entorno comunitario. Es por ello por lo que parto de la idea que fue una exposición que se ve de un solo vistazo, pues poco pude descubrir en sus piezas, y a pesar de que tuve tiempo de sobra para recorrerla, cada estructura presentada por el artista era casi una repetición de la siguiente, por lo que sentí una necesidad artificiosa de llenar el espacio con latas que asemejaban domos, y contenedores de carga.

De esta necesidad de llenar el espacio me pregunto sobre qué debo ver en cada uno de los domos, pues las proyecciones de personas que uno puede asociar a los espacios presentaban retratos planos, sin profundidad y con una presentación casi ornamental de sus rostros y gestos, pues llegué a pensar que este frio retrato sirvió solo para presentar las tejas que ubicó detrás de ellos. Al parecer, había sonido en las piezas, pero este era casi ornamental, como lo era esta puesta en escena, pues este tenía un volumen tan bajo que no alcancé a identificar ningún elemento particular de esas personas que allí se encontraban, dándome a entender que sus voces no significaban mucho para el artista y su propuesta. Y fue gracias a este desacierto con el sonido que comprendí la molestia o la desazón con esta exposición, pues, cuando vi bailar a un joven frente a la cámara, y este no tenía reproducción de sonido, o era tan bajo que, ver a un joven bailar sin sonido, me hizo comprender la naturaleza de mi incomodidad.

Y antes de hablar sobre la evidente instrumentalización de los cuerpos y las acciones de las personas involucradas, del carente espacio de auto-representación del otro, de la escenografía montada que no dialoga con el contexto de cada territorio intervenido (Cartagena, Buenaventura, Fontibón), quiero alejar esta crítica de la visión maniquea de la buena intención del artista frente a trabajo con la comunidad, o sobre la comunidad, o desde la comunida; ya que al querer pararse sobre las voces de otros, la práctica artística se vuelve más que compleja. Creo que me tardé en escribir esta crítica no solo por situaciones personales que me han limitado mi tiempo, sino por las inquietudes estéticas que movilizan mi producción artística y educativa; como mi gusto por algunos artistas y sus obras moralmente reprochables, en algunos casos. Por tanto, me ha costado mucho escribir sobre la propuesta Barrio, y su valor artístico, estético, pedagógico y cultural, ya que son valores que podría pensar apelan en su puesta en escena.

Así, las discusiones si es moral o no una pieza artística han sido propuestas desde siempre, son el gen inicial de la censura y la atención respecto a las repercusiones que las piezas artísticas, con su carácter provocador pueden generar en las audiencias. Y es acá el primer desacierto del Artistas Alejandro Sánchez, en pretender que al cambiar tejas viejas por nuevas está generando una transacción genuina con las comunidades. Y claro está, las voces de las comunidades son las que deberían pronunciarse respecto a su deseo original, pero en la exposición no logré observarlo. Y sí, creo que aún no tengo una postura clara respecto a qué tipo de arte considerar moralmente valioso, pues es una postura persona que sigo resolviendo o tal vez nunca lo haga, pero discutirlo es una forma de desenredar mi propio discurso. Hago referencia a las tres posturas morales respecto de la creación estética, hablo de la autónoma, utópica y platónica (Carroll, 2006), pues “encontramos que algunas obras de arte son moralmente buenas, mientras que otras no lo son; algunos son ejemplares, mientras que otros son crueles y tal vez incluso perniciosos; y, finalmente, es posible que otras obras no parezcan requerir ni aprobación moral ni oprobio”[1] (Carroll, 2006, p. 126).

Por tanto, el valor moral media sobre el valor artístico, estético, pedagógico y cultural, y para no hacer muy extenso este texto, he decidido centrarme en su valor moral, para definir relaciones con su valor artístico. Y esta evaluación no solo la realizamos en obras que interactúen de manera directa con unos otros, hablando de otros cuerpos que no son solamente el propio, ni que aluden exactamente a espacios de auto-representación, pues uno de los principales insumos para la creación artística es la representación del otro, desde el mismo ejercicio mimético traído desde la antigüedad. De allí se nutre el juicio platónico, del cual la mayoría de las personas elaboran según lo que consideran un modelo moral, pues, el problema para Platón era el ejercicio mimético de reproducción de culturas dañinas para la moral colectiva (Carroll, 2006); un ejemplo de ello son las frases que aducen que una u otra acción adjudicandole un mal ejemplo para los demás.

El otro juicio es la moral autónoma a la creación artística, ubica a esta en un espacio neutral, amoral por así decirlo, pues:

Desde el punto de vista autonomista, el arte es intrínsecamente valioso; no debe estar subordinado a propósitos ulteriores, externos o extrínsecos, como producir consecuencias morales o inducir educación moral. (Carroll, 2006, p. 129)

Creo que podría decantarme más hacia una moral autonomista, lo digo por el gusto particular que tengo por artistas como Rossemberg Sandoval, Santiago Sierra, Andrés Serrano, entre otros que empujan sin tapujos las barreras morales de los marginados y los desposeídos, mostrando realidades crudas, con arrojo y exponiéndose a un juicio moral al resto de la sociedad privilegiada, creando una ironía que los platónicos contrastarían con el pensamiento de desestabilizar las personalidades (Carroll, 2006).

Por otro lado, “el utópico responde que, en ciertos aspectos muy profundos, el arte es, en última instancia, emancipador por naturaleza”[2] (Carroll, 2006, p. 129).  Es este arte que impulsa al cambio, a la transformación de la mirada para cuestionar las realidades circundantes, ejemplarizantes, transformadoras y hasta subversivas; donde el artista escucha y trabaja con le objetivo de transformarse y transformar a otros, de manera decidida.

Por lo que me pregunto qué juicio moral debo identificar en la obra de Alejandro Sánchez, pues si fuese este último, no creo que exista espacio para la emancipación, ni del artista, ni de las comunidades con las cuales trabajó, pues ningún testimonio o acción de representación propia se vieron en la puesta en escena, ninguna situación de cambio o transformación significativa o parcialmente existente. Tampoco identifico rasgos autónomos de la moral, donde se desligue de la necesidad de transformación y exponga condiciones estructurales de pobreza o de poder, así sea que las personas involucradas no se representen a si mismas. Tal vez, hay rasgos de una moral platónica, al pensar que los modelos deben replicarse debido a un cambio de materiales, como lo son las tejas, pero no me queda muy claro, acrecentando mi disgusto por la propuesta. Sin embargo, secundo la idea de Carroll al decir que “el arte es un medio improbable de educación moral, e incluso cuando el arte profesa tener algunas máximas morales interesantes que impartir, no es un vehículo excepcionalmente indispensable para transmitir tales mensajes”[3] (Carroll, 2006, p. 130).

Por consiguiente, al no encontrar un norte moral claro, no logro conectar con su esencia, así:

Las obras de arte tienen el potencial de interpelar a sujetos responsables/responsables y permitir el surgimiento de una conexión generosa con los demás, sin negar los problemas apremiantes de la globalización y las inicuas relaciones de poder que produce[4]. (Meskimmon, 2011, p. 194)

Y en la obra no veo una conexión clara, ni con los individuos presentado al frente de las tejas de colores, ni con una idea de comunidad, que presenta lo que son y lo que viven alrededor de los espacios intervenidos; tampoco se develan las relaciones de poder que allí se tejen, solo la que ejerce el artista frente a la comunidad. Esto le resta potencia a la propuesta, aunque consideremos al arte contemporáneo como mundano, este debe crear conexiones y relaciones entre las personas, entre otros que son diferentes y nos permiten compartir nuestros mundos (Meskimmon, 2011) y dichas conexiones y actos de compartir, no los veo en la propuesta. En conclusión, la propuesta Barrio parece que desconociera el barrio, desconociera a sus habitantes, solo para extraer la materia prima de sus techos, pero no para traer sus voces o sus problemáticas al espacio expositivo.


Referencias.

Carroll, N. (2006). Art, narrative, and moral understanding. In J. Levinson (Ed.), Aesthetics and ethics. Essays at the intersection (pp. 126–160).

Meskimmon, M. (2011). Making worlds, making subjects: contemporary art and the affective dimension of global ethics. World Art, 1(2), 189–196. https://doi.org/10.1080/21500894.2011.602716


[1] We find some artworks to be morally good, while some others are not; some are exemplary, while some others are vicious and perhaps even pernicious; and finally other works may not appear to call for either moral approbation or opprobrium. (Carroll, 2006, p. 126)

[2] “The Utopian responds that in certain very deep respects art is by nature ultimately emancipatory”. (Carroll, 2006, p. 129)

[3] Art, in other words, is an unlikely means of moral education, and even where art professes to have some interesting moral maxims to impart, it is hardly a uniquely indispensable vehicle for conveying such messages. (Carroll, 2006, p. 130)

[4] Artworks have the potential to interpellate responseable/responsible subjects and enable the emergence of a generous connection with others, without negating the pressing problems of globalisation and the iniquitous power relations it produces. (Meskimmon, 2011, p. 194)

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