Estatuaria

UNA ESCULTURA ES SIEMPRE UNA crueldad inmerecida, una posibilidad para el escarnio del tiempo y la mofa de los mendigos. O lo que es peor, una coartada para la piedad de unos cuantos ilusos. La memoria del bronce impone responsabilidades que no están hechas para nuestras máscaras. La comedia de inauguración, presidida por un mago oportunista encargado de correr un terciopelo, anuncia el desastre.

A finales del siglo XIX Tomás Carrasquilla, de visita en Bogotá, quedaba herido de muerte bajo la espada del Bolívar de Tenerani: “La estatua de Bolívar es una belleza”, le decía a su familia en una carta escrita con la boca abierta. Qué diría hoy viendo a ese Bolívar diminuto en medio de su plaza, un soldadito de plomo tan insignificante. El mejor Bolívar que ha tenido Bogotá, al menos el más peligroso, lo vi hace unos años en las noches de La Candelaria. Alguien había intentado despojarlo de su espada, convirtiéndola en un puñal corto y curvo, Bolívar parecía un guerrero árabe arropado con su capa, incluso se veía un poco encorvado y siniestro. Un hombre de El Cartucho le había dado al Libertador un aire de asaltante corriente.

Si eso le puede pasar a la figura del héroe, paladín y mártir en el centro de Bogotá, qué decir de las tristezas y los fiascos que le esperan a Manuel Marulanda en su plaza del 23 de enero en Caracas. Colombia debería alegrarse por la posibilidad de ver las cargas que caerán sobre ese monigote de barrio. Lo mejor que le puede pasar es que olviden su nombre, que pasados veinte años los jóvenes del 23 de enero lo llamen el señor de la toalla y escriban el nombre de una hostería sobre su prenda más famosa.

La hipersensibilidad del Gobierno y la indignación de la Cámara de Representantes, que intenta declarar persona no grata al alcalde de Caracas por su falta de vigilancia sobre la estatuaria menor, recuerda las tareas de los jefes de las casas de la cultura municipales. Celosos de las medallas y los pergaminos. A quién le importa que cinco caraqueños exaltados jueguen a la exaltación por el más burdo de los caminos. El comentario de un lector en uno de los foros de la prensa fue la mejor sentencia para el bronce de Manuel: “Ahh, pero si ese muñeco ni siquiera se parece a Marulanda, qué bobada”.

Moscú es un escenario privilegiado para la desvalorización de la estatuaria grandilocuente. Un parque, que sus habitantes han llamado museidon, acoge entre la maleza buena parte de la iconografía comunista. Una colección de muñecos de Lenin está apilada al lado de un lago sucio, los maniquíes de Stalin están acostados y sirven de bancas para los jóvenes. Los niños saltan sobre las solapas de Stalin. Los obreros fervorosos se enfrentan contra un revolucionario desnarigado.

Las esculturas han terminado por ser tan inofensivas y tan graciosas que entre nosotros Juanes y Shakira tienen su molde. Y el mismísimo Pibe Valderrama luce su pelo alambrado en las afueras del Metropolitano. En Barcelona hay una de Woody Allen, que pierde sus gafas cada fin de semana y, hace unos años, una Kate Moss de tres metros haciendo yoga, con las piernas cruzadas sobre la espalda, fue declarada la efigie de estos tiempos. Y un loco norteamericano dedicó toda su vida a esculpir a Caballo Loco en las Colinas Negras de Dakota del Sur. Sus diez hijos intentan ahora, entre cargas de dinamita, terminar las crines del caballo del indio. Cada quien tiene derecho a fundir a quien se le ocurra. Los moldes del escultor le importan muy poco a eso que llaman La Historia.

Proponer una pelea contra una estatua es una verdadera idiotez. Hace unos meses, cuando un loquito decidió cortar la cabeza al Hitler de un museo de cera, el director respondió con toda tranquilidad: “Fue un atentado exitoso, aunque lamentablemente con 75 años de retraso”.

Pascual Gaviria
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(enviado por Lucas Ospina)