¿es posible vivir juntos?

El cosmopolitismo de la bienal no ignora los límites ni las fronteras que es capaz de saltar con una facilidad que cada vez más se le niega a la gente

El título de esta edición de la bienal, tomado del título de un seminario tardío de Roland Barthes, es tan fácil como incisivo y perturbador. Fácil, porque asumido como criterio de selección de los artistas invitados permite justificar sin dificultad la decisión de reunir bajo un mismo techo a artistas tan dispares entre sí por su origen, su cultura, sus intenciones, sus opciones estéticas y recursos retóricos y técnicos. «Los reunimos justamente porque son muy distintos», nos dice el equipo curatorial encabezado por Lissete Lagnado, del que forma parte Rosa Martínez. La diversidad resulta así en vez de un problema una virtud por cuanto enfatiza la pertinencia de la pregunta por cómo vivir juntos, ahora que ya nos sabemos tan distintos. Y se transforma, una vez aceptada plenamente en la bienal en una declaración política a favor de la convivencia en paz, cuando la ominosa proliferación de las guerras nos aleccionan sobre las enormes dificultades que enfrentamos para vivir todos juntos en un planeta que cada vez nos queda más pequeño. La Bienal de São Paulo tiene, entonces, el enorme mérito de recordarnos que en torno al arte -ese enigma, esa entelequia- se agrupa una comunidad cosmopolita que, a despecho de sus crudas diferencias, es capaz de reunirse y ofrecer una respuesta plausible a la pregunta barthesiana por las posibilidades de nuestra convivencia.

Este cosmopolitismo no ignora los límites ni las fronteras que, gracias al pasaporte del arte, es capaz de saltar con una facilidad que se le está negando a cada vez más gente en el mundo. Dos ejemplos de las mismas: el primero lo puso el artista libanés que no pudo exponer en la bienal porque su obra se quedó en Beirut, debido al bloqueo que los israelíes han impuesto a su país. El segundo, de signo contrario: el de los artistas africanos contemporáneos que, gracias al arte, cruzan sin contratiempos las mismas fronteras que para los inmigrantes subsaharianos son prácticamente insalvables. Los surafricanos Pieter Hugo y Mustafá Maluka hacen parte de la decena de africanos invitados a la bienal y tanto Los hombres hiena -una impresionante serie de fotos hechas por el primero- como los retratos de personajes contemporáneos, realizados por el segundo, ofrecen imágenes insólitas de África que subvierten los estereotipos visuales del continente acuñados por los racistas. Y la secuencia igual de notable del también surafricano Guy Tillim, focalizada en el antiguo Congo Belga nos recuerda que fueron las aguas del colonialismo las que trajeron los lodos que hoy tememos que también a nosotros nos ahoguen.

A África y a Brasil los unió el tráfico de esclavos pero también los une el que ambos hayan sido durante mucho tiempo «territorios inexplorados», espacios dispuestos al despliegue tanto de vastos proyectos de colonización como de expediciones científicas de todo tipo. Y en tributo quizás involuntario a esa geografía mítica, la bienal invitó a 10 artistas internacionales a residir unos cuantos meses en Brasil con el fin de preparar la realización de un proyecto específico para la bienal. Lara Almárcegui y Antonio Miralda formaron parte de ese grupo. Miralda realizó una versión de su proyecto multicultural y transnacional, Sabores y lenguas, que documenta y exhibe la extraordinaria variedad de las culturas culinarias de Brasil, ese país-continente. Almárcegui presentó, en cambio, dos obras -El peso de São Paulo y la guía de terrenos baldíos de la misma- que por su carácter estadístico y racional entroncan fluidamente con la tradición abstracta y constructivista del arte y la arquitectura paulistas -la misma que en los años cincuenta creó la bienal como un potente medio de articulación de la escena brasileña con el movimiento moderno internacional-. El francés Dominique González-Foersters evocó esa misma tradición con Terrain de Jeu, una pieza que consiste en unas réplicas de los pilares desnudos, corbuserianos, que mantienen en pie el pabellón diseñado por Oscar Niemeyer -sede principal de la bienal-. Dan Grahan se incorporó a ese juego de evocaciones con una pieza de homenaje explícito a Vilanoba Artigas, una de las figuras históricas de la arquitectura paulista. Y Juan Araujo expuso un ciclo de pinturas y de objetos que pone en relación explícita a Lina Bo Bardi y a Gio Ponti, dos arquitectos de origen italiano que fueron protagonistas muy destacados de la arquitectura moderna en São Paulo y en Caracas, respectivamente.

Quienes, en cambio, aceptaron el reto de los «territorios inexplorados» de Brasil fueron Claudia Andujar, Alberto Baraya y Susan Turcot. Esta última expone dibujos y pinturas de veta expresionista que componen imágenes muy poco idílicas de la selva, en las que la exuberancia vegetal a duras penas logra ocultar los cadáveres de los indios asesinados. Baraya y Andujar, en cambio, se decantan por la puesta en cuestión de los dispositivos y los protocolos de las ciencias naturales. Baraya exhibe un vasto herbolario que mezcla indiscriminadamente plantas naturales con plantas artificiales porque, según explica, «en la Amazonia también compran flores de plástico». Y Claudia Andujar enseña una serie de fotos de los yanomanis que resultan perturbadoras porque cada uno aparece identificado con un número colgado del cuello. Se los colgaron los médicos que adelantaban una campaña de vacunación, pero el propósito humanitario es puesto en cuestión por la impronta policial del método de identificación empleado.

El resto de la bienal se resuelve en los términos que ahora son habituales en esta clase de megaeventos. Homenaje a históricos como Marcel Broodthaers, Jean Luc Goddard, Helio Oiticica, Gordon Matta Clark o León Ferrari. Los artistas chinos de rigor, así como un número de artistas israelíes balanceado por los de Egipto, Líbano, Turquía y el resto de Oriente Próximo. En medio de todos, Cildo Meireles, con una torre de Babel francamente excepcional.

Carlos Jiménez

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